Opinión

¡Fango, fango, fango!

El sanchismo ha recorrido un largo trecho hasta llegar al punto en que hoy se encuentra: el borde del abismo

  • Nicolae Ceausescu -

Todos mis amigos saben que no tengo buen oído. Por eso, cuando conecté el televisor para seguir el mitin del sanchismo celebrado en Sevilla, hace meses, llamé a mi mujer y le indiqué, con la mayor alarma: “Carmen, no es posible lo que oigo. No, no es posible”. ¿Qué te pasa -me dijo ella-, por qué te pones así? “Es que estoy oyendo algo que no puedo creer: en una masiva concentración, orquestada por Moncloa, alguien está gritando, encendido de entusiasmo, ¡Franco, Franco, Franco!”.

Luego ya pude comprobar que los audífonos que uso me habían traicionado. Lo que repetían las voces más próximas a las cámaras de televisión era ¡fango, fango, fango! Así que me quedé tranquilo. Porque entre los gritadores había algunas caras conocidas. Y si reverenciar el nombre de una dama investigada por el juez, porque así lo exige su marido, es pasar por el aro, que un veterano militante del PSOE, con carnet de hace más de treinta años, hubiese berreado a voz en cuello la consigna que mi pobre oído me indicaba, habría sido muy difícil de tragar.

¿Existen precedentes de ese vergonzoso proceder? Desde luego. El populismo blanqueador ya está inventado. Recuerdo el espectáculo que presencié cuando estaba destinado en Nueva York, a comienzos de los setenta. Fue la retransmisión de una impresionante zarabanda celebrada en la Argentina peronista, donde una multitud enardecida rugía ante la Casa Rosada: “ladrón o no ladrón, queremos a Perón”. Pues eso. Ya lo comenté en un artículo titulado “los míos, con razón o sin ella”. Sí, los míos. Es lo que proclaman quienes se instalan en España a un lado del Muro, incluyendo filoetarras, golpistas y demás delincuentes indultados. Para ellos, los demócratas que están al otro lado de esa valla que los “progresistas” han urdido, son la fachosfera, la máquina del fango, el enemigo.

Con sus 120 diputados en un Parlamento de 350, sin Bildu, el PNV, ERC, Junts, Podemos y Sumar –Dios mío, en qué manos tenemos el pandero- el sanchismo no sería nada. Y esos grupúsculos políticos, fuera del poder, estarían a la intemperie, pasando mucho frío

En los últimos tiempos, el sanchismo ha recorrido un largo trecho hasta llegar al punto en que hoy se encuentra: el borde del abismo. Lo saben en Moncloa. Y lo saben los partidos que respaldan al Gobierno, que durará el tiempo que decida Otegi, condenado varias veces por los tribunales, o disponga Puigdemont, el prófugo del maletero: dos buenos ejemplos de los “hombres de progreso” que hoy mandan en Madrid. De ahí el mutuo apoyo que se prestan sanchistas y asociados. Porque, con sus 120 diputados en un Parlamento de 350, sin Bildu, el PNV, ERC, Junts, Podemos y Sumar –Dios mío, en qué manos tenemos el pandero- el sanchismo no sería nada. Y esos grupúsculos políticos, fuera del poder, estarían a la intemperie, pasando mucho frío. Por eso, cuando se dispara una andanada barredora como la que acaba de tronar, con varios imputados eminentes delante de los jueces, todos se alinean detrás de las palabras mágicas: “fango, fango, fango”.

Conozco varios socialistas indignados ante las revelaciones, disimulos, silencios y mensajes borrados de las últimas semanas. Coincido con ellos. Y voy un paso más allá: pienso que el régimen actual, cercado como está, ha emprendido su andadura hacia la nada. Tengo docenas de amigos en el antiguo PSOE, incluyendo varios integrantes de sus cuadros dirigentes, que avalan cuanto digo. Unos han renunciado a su carnet, como gesto de protesta ante la deriva del que fuera su partido. Otros lo conservan, porque forma parte de sus vidas. Pero aquel PSOE del pasado, cuyos responsables traté hace cuarenta años, ya no existe. Lo que surgió detrás de la cortina de Ferraz no tiene nada que ver con la fuerza política que desempeñó un papel crucial el último medio siglo, con todos estos logros: contribuir al nacimiento de nuestra Carta Magna, apoyar la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado y arrimar el hombro para hacer posible la brillante etapa histórica que la ignorancia, la mentira y el rencor tratan de enterrar: la Transición. Si, la Transición: una exitosa etapa que ha supuesto el más largo período de concordia, democracia, progreso y paz social que hemos disfrutado desde siglos.

¡Cómo se reía el dictador cuando alguien insinuaba su final! Luego, pasó lo que pasó. Y al igual que Rumanía, los restantes países del Este y Centroeuropa titulados “democracias populares” lograron sacudirse la férula de hierro impuesta por Stalin

Lo que leo cada mañana en los medios todavía libres significa, para los “agradadores” del poder, el final de la andadura. Sus días (o sus años, es igual) están contados. Los más lúcidos lo saben, y van tomando sus distancias, aunque acaten todavía la consigna del “prietas las filas” y hayan expresado un entusiasmo desmedido en el último Congreso del sanchismo, respaldando al “puto amo” con saltitos de alegría y el aplauso firme y sostenido (por cierto, nada nuevo en eso de la adhesión inquebrantable y el “aplauso firme y sostenido”). El culto a la personalidad también está inventado. En varios países europeos que conozco ya aplaudieron, servilmente, al que mandaba. Y lo pagaron caro. Porque, antes o después, acaba por triunfar la libertad. Tengo la experiencia suficiente como para estar seguro de que no me voy a equivocar. No son pronósticos míos, ni enseñanzas aprendidas en los libros: lo he visto con mis ojos.

He sido embajador, durante más de nueve años, en la Europa regida por unos demagogos corruptos y liberticidas, que se autodefinían como “Gobiernos de progreso”. Y he podido contemplar abrazos y aplausos –los soviéticos y los comunistas búlgaros no eran de dar saltitos- a mansalva. Los mismos entusiasmos que presencié en mi primera visita oficial a Bucarest, cuando los rumanos celebraban en las calles la imperecedera gloria del matrimonio Ceausescu, entonces en la cota cenital de su poder. ¡Cómo se reía el dictador cuando alguien insinuaba su final! Luego, pasó lo que pasó. Y al igual que Rumanía, los restantes países del Este y Centroeuropa titulados “democracias populares” lograron sacudirse la férula de hierro impuesta por Stalin, iniciando su camino hacia la libertad. Frente a la opresión y la mentira, al fin se abrieron paso la justicia y la verdad. Y aquellos regímenes que se creían eternos, aclamados dócilmente por sus fieles en los parlamentos borreguiles, acabaron en el lugar que Jivkov, Ceausescu, Honecker, Husák y tantos otros “progresistas” habían pronosticado para las democracias del mundo occidental: “el basurero de la Historia”.

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