Miércoles 20 de mayo. Día número 67 del estado de alarma, diez de la mañana. Desde hace una hora escucho el debate en el pleno del Congreso. De pie, ante el televisor, miro una de las réplicas de Pablo Casado. Siento cómo mis pies se hunden en el parqué. Su discurso me parece hueco, falto de ideas. Lo encuentro estéril. Ni siquiera sé por qué lo escucho. Pero no sólo el suyo. Las palabras del resto también me desahucian.
A la oquedad y bucle de lavandería del líder de la oposición se suma el lenguaje séptico de portavoces como Pablo Echenique, cuya primera intervención estuvo plagada de palabras gruesas, o Adriana Lastra. Más que una parlamentaria, Lastra muestra aspecto y modales tabernarios. Sólo le falta despachar un trago, como si el Congreso fuera una whiskería.
Cuanto más tiempo escucho y veo el debate, peor me encuentro. Me ocurre cada semana cuando se celebran los plenos. Es un malestar físico al que ahora se añade un abatimiento anímico. Me siento como si mirara una pelea de borrachos o me enganchara a ver Gran Hermano. Escuchar a Gabriel Rufián arrastrar las palabras como un Boixos Nois me hace sentir peor ser humano y encuentro lesivo el tono de Pedro Sánchez, que trata a los ciudadanos como niños.
Esas justas a navajazos me espantan. Me recuerdan cosas ya vividas que quisiera olvidar para siempre. De una vez por todas y para siempre
Se desconfina España, también los fantasmas que dio por sepultados: el guerracivilismo, el enfrentamiento ideológico, y hasta ETA ha rebrotado en este ambiente de infección que se cuece como una cazuela de aguas negras. Cuando la gente se vaya a las manos, como ya promete que pueda ocurrir tras ver las protestas en Alcorcón, tendrán ellos la responsabilidad.
Santiago Abascal, en su modo también patibulario, volvió a darle cuerda al reloj. En modo hombretón a caballo y con pistola en el cinto, le dijo a Iglesias que viniera él a buscarlo a su casa y que no mandara a sus lacayos. Otra vez, los zapatos en el parqué, yo misma me siento como un galeón abatido a cañonazos. Vuelven los fantasmas. Los siento. Los míos y los vuestros.
Llegué a España en el año 2006. Han transcurrido catorce años desde entonces. En todo ese tiempo no había visto un momento de crispación de ese calibre. La verdadera fiebre que sufrimos es la polarización. No estar de acuerdo con Vox no es un cheque en blanco, ni exime al partido de gobierno de sus inconsistentes y rocambolescas cuitas. Esas justas a navajazos me espantan. Me recuerdan cosas ya vividas que quisiera olvidar para siempre. De una vez por todas y para siempre.