La central de Fukushima, inaugurada en 1971, fue tan sólo una más de las muchas que durante esa década se construyeron en Japón empujadas por el formidable crecimiento económico del país y las dos crisis del petróleo que pusieron el barril por las nubes. Japón carece de reservas de petróleo, por lo que los Gobiernos de la época pensaron que la energía nuclear era el mejor modo de garantizarse un suministro eléctrico barato y seguro. Se siguieron abriendo reactores hasta entrada la década de los noventa y a principios de siglo estaban en funcionamiento un total de 54 reactores repartidos por veinte centrales.
El sistema funcionaba bien, era reconocido internacionalmente y proporcionaba un tercio de la energía eléctrica de un país insular muy industrializado que la consume en grandes cantidades. Los japoneses no se quejaban, al contrario, los que vivían cerca de una central recibían cuantiosos subsidios que venían siempre acompañados de la promesa de que ese tipo de generación de energía no presentaba riesgos. Todo aquello se vino abajo a las 14.46 del 11 de marzo de 2011. Ese día un terremoto sacudió la costa noreste de Japón. El seísmo provocó un tsunami que envió olas de entre 15 y 20 metros de altura a lo largo de 500 kilómetros de costa. Los pueblos costeros quedaron arrasados. Aunque la planta resistió las olas, sus generadores de respaldo se inundaron, deteniendo el flujo de refrigerante de los reactores. En cuestión de días tres de ellos se habían fundido, extendiendo la radiación por la región y el pánico por todo el mundo.
El terremoto movió al país, lo hizo de manera literal: la isla de Honshu, la más grande de Japón, se desplazó dos metros y medio metros hacia el este. En ese momento, se anunció otro terremoto, esta vez en la política y en la sociedad japonesa. El Gobierno de Naoto Kan vendió Fukushima como el inicio de un renacimiento tras dos décadas de estancamiento económico y declive demográfico. Aquello sería un punto de inflexión que revitalizaría las instituciones y propulsaría a Japón hacia el futuro. En el Parlamento, en la televisión y en las tribunas de los periódicos se hablaba del desastre de Fukushima como el arranque de una nueva posguerra en la que el país volvería a asombrar al mundo.
No es la II Guerra Mundial
Bien, han pasado diez años y nada de eso ha sucedido. Entre otras cosas porque el accidente de Fukusima fue eso mismo, un accidente con unas consecuencias limitadas. Se trató de algo grave sin duda, uno de los peores accidentes nucleares de la historia, pero no es comparable a la devastación que causó la Segunda Guerra Mundial en Japón. A causa del accidente sólo murió una persona y aunque el coste de los daños se ha elevado a unos 200.000 millones de dólares entre indemnizaciones, descontaminación de las zonas afectadas y desmantelamiento de la central, la economía japonesa ha podido hacerle frente sin demasiados problemas.
Se produjeron cambios, pero circunscritos en exclusiva a la industria nuclear. Se endureció la regulación y la supervisión de las centrales. Se tomó también conciencia de sus riesgos, pero en Japón se sigue generando electricidad mediante la fisión del átomo. Casi nadie protesta, en Japón se valora la estabilidad política y la prosperidad económica por encima de cualquier otra cosa y no se quiere remover el asunto. Las prefecturas que sufrieron el terremoto y el tsunami se han recuperado. En Fukushima existe aún una zona de pequeño tamaño que es inhabitable, en el resto la normalidad volvió hace ya mucho tiempo.
El problema hoy por hoy no es la contaminación. Solo el 2,5% de la superficie de la prefectura permanece fuera del alcance de los residentes. Hay unas 36.000 personas que aún no pueden regresar a sus hogares. Solo un trabajador murió por exposición directa a la radiación. Las tasas de cáncer en la región no se han disparado. La radiación ambiental en la mayor parte de la prefectura es comparable a la de otras ciudades de Japón y del resto el mundo. Los riesgos para la salud, en suma, son mucho menos graves de lo que se temía después del desastre.
En aquel momento hubiera sido poco menos que imposible decir a la población, enfrentada a la amenaza invisible de la radiación, que se quedara allí. El accidente destruyó la confianza en los expertos
Visto en retrospectiva, fue la evacuación, realizada de un modo un tanto caótico e improvisado, lo que más daño hizo. En la prefectura de Fukushima, más de dos mil personas murieron a causa de ello debido a problemas de atención médica o directamente porque se suicidaron. Eso ya es más de las 1.600 víctimas mortales del terremoto y del subsiguiente tsunami. Muchos creen ahora que el Gobierno se equivocó ordenando una evacuación a gran escala, pero, claro, a toro pasado las cosas se ven siempre muy fáciles. En aquel momento hubiera sido poco menos que imposible decir a la población, enfrentada a la amenaza invisible de la radiación, que se quedara allí. El accidente destruyó la confianza en los expertos. La falta de sinceridad de los altos cargos del Gobierno durante las primeras semanas minó la confianza en las autoridades. Cuando el Gobierno años después trató de que los pobladores regresasen a sus casas muchos protestaron porque seguían convencidos de que la zona era insegura y no tardarían en enfermar y morir.
En la última década, los esfuerzos de reconstrucción del Gobierno se han centrado en la infraestructura y la descontaminación de la tierra. Se ha completado el 96% de las obras públicas previstas. Se han eliminado millones de toneladas de desechos del desastre, incluidos millones de metros cúbicos de tierra contaminada. Los Juegos Olímpicos (originalmente programados para 2020, pero retrasados hasta este verano debido a la covid-19) estaban destinados a ser la culminación del proceso y que Japón pudiese presentarse ante el mundo como un país completamente recuperado. No es casual que el Gobierno los bautizase a través de los canales oficiales como “Juegos Olímpicos de Recuperación”. Finalmente se celebrarán este año entre el 23 de julio y el 8 de agosto… si la pandemia ha concluido como es lógico, de lo contrario tendrán que aplazarse otro año.
Nadie quiere vivir allí
La que no se ha recuperado es la prefectura de Fukushima, una región agrícola y pesquera en la que la población no hace más que descender. A principios de siglo superaba con creces los dos millones de habitantes, hoy tiene 1.800.000 y sigue cayendo. El Gobierno ha puesto en marcha varios proyectos para que se establezcan en la costa de Fukushima empresas tecnológicas, pero todas las que acuden están relacionadas con el desmantelamiento de la central nuclear. Nadie quiere ir allí porque la confianza está rota y esa no se reconstruye con mejores carreteras, suelo industrial o nuevas estaciones de ferrocarril. Los habitantes de la prefectura desconfían de la recuperación y el resto de los japoneses desconfían de los productos agrícolas y pesqueros que provienen de Fukushima. Los alimentos cosechados allí son completamente seguros porque se analizan cuidadosamente, pero cuesta venderlos en el resto del país y si se hace es a un precio inferior.
La desconfianza se extiende a la energía nuclear en sí misma. Antes del desastre la mayor parte de los japoneses la apoyaban sin fisuras. El Gobierno quería que las centrales nucleares generasen la mitad de la energía de Japón a mediados de siglo. Hoy, la mayoría está en contra. Pero el Gobierno no tiene sustituto fácil y por eso no ha renunciado a ella. Se ha permitido reiniciar nueve de los 54 reactores que había en Japón hace diez años. Proporcionaron el 7% de la electricidad que consumió el país en 2019. El resto se cerrarán y Japón ha tenido que aumentar la cuota de combustibles fósiles, todos importados. El gas natural y el carbón son hoy la base de la generación eléctrica con un 65% de cuota, el resto se reparte entre térmicas de fuelóleo, presas hidroeléctricas y energías renovables. Estas últimas sólo aportan el 6% de la energía eléctrica consumida. A modo de comparación, en España las renovables (excluida la hidráulica) aportaron en 2020 el 31,7% de la electricidad consumida.
En los países democráticos la energía nuclear está en crisis porque es impopular y la regulación es muy estricta. En Europa se están cerrando centrales nucleares seguras y muy productivas
Como vemos, en Japón todavía no pueden prescindir de la energía nuclear porque la sustitución ha de hacerse con gas y carbón, lo que compromete las emisiones de CO2 del país. De cualquier modo, en los países democráticos la energía nuclear está en crisis porque es impopular y la regulación es muy estricta. En Europa se están cerrando centrales nucleares seguras y muy productivas. Las economías del viejo continente perderán dos tercios de su capacidad nuclear para 2040. Si, como ha sucedido en Japón, se sustituyen las nucleares por centrales térmicas de gas o carbón se habrá desvestido a un santo para vestir a otro. No sucede lo mismo en las dictaduras. Tras el desastre de Fukushima, los proyectos nucleares de China se aceleraron y no tanto por conciencia medioambiental como para reducir la dependencia del carbón importado. China generó cuatro veces más energía nuclear en 2019 que en 2011, tiene 16 reactores en construcción y otros 39 previstos. Los países que desean construir nuevas plantas nucleares ahora miran a China y Rusia como proveedores y no tanto a Francia, Estados Unidos o el propio Japón como hacían en el pasado.
La energía nuclear tiene inconvenientes, eso es indiscutible. Pero con las centrales chinas que se están construyendo hoy y que no se cerrarán hasta el siglo XXII, sería muy arriesgado desecharla por completo. Si se quiere descarbonizar la generación y, a la vez, mantener el precio del kilovatio a raya para no perder competitividad no quedará otro remedio que seguir apostando por ella. La lección de Fukushima no es eliminar la energía nuclear, es usarla bien.
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