Quizá el titular de esta columna les lleva a ustedes a error, a confundir el tema a tratar en las próximas líneas. Por “un gesto de urgencia” podrían interpretar, tal vez, la foto de París de este pasado lunes. Me refiero a esa que ha ocupado infinidad de portadas protagonizada por los líderes europeos reunidos en la ciudad del amor en torno a una mesa redonda con mantel blanco para hablar de todo, menos de amor. Concretamente de una guerra que hace justo ahora tres años comenzó Rusia contra Ucrania y no al revés, como pretende hacernos creer Donald Trump.
Por “un gesto de urgencia” podrían interpretar también la otra instantánea del martes en Arabia Saudí entre representantes de los gobiernos ruso y estadounidense para hablar de Ucrania sin Ucrania y sin representación alguna de la Unión Europea. Un gesto inequívoco de la urgencia con la que se necesita en Bruselas a un líder con poso, retórica y carisma capaz de hacer frente a Trump. Un líder que -a mi juicio- no existe en este momento.
No es, sin embargo, ninguno de estos “gestos de urgencia” el que ha llamado mi atención en estos días. Preferiría hablar de otro que no tuvo lugar ni en París, ni en ningún otro rincón de Arabia Saudí, sino sobre un escenario de Zitácuaro, en el estado mexicano de Michoacán. Una señal que duró apenas cinco segundos -lo que se tarda en levantar la palma de una mano, doblar el pulgar hacia adentro y cerrar el puño entero-. Una llamada de auxilio que salvó la vida de la cantante mexicana Alicia Villarreal. La artista dejó perplejos a los asistentes a su actuación cuando vestida de negro y purpurina, con la música aún de fondo, con las luces discotequeras cambiando de color y el rostro completamente serio -como si aquello no fuera un festival- se detenía sobre la plataforma para realizar con suma entereza esa seña universal de socorro reconocida mundialmente como el grito desesperado de alguien que está siendo víctima de violencia machista. El video dio la vuelta al globo casi tan rápido como ella dio media vuelta sobre el tablado para desaparecer corriendo del show. Se supo después que Villarreal había denunciado horas antes a su marido y padre de sus hijos por intentar ahogarla. Según leo en medios mexicanos, las autoridades de aquel país habrían dictado ya una orden de alejamiento a su pareja.
En aquella época maldita ocupó folletos e informativos y fue crucial para unas víctimas obligadas por culpa del virus a convivir veinticuatro horas con su agresor. Encarceladas con su verdugo en su propia casa. Contaron entonces -queda constancia de aquellas noticias en la red- que más de una se acercó a un centro de salud o a una farmacia con el gesto bien aprendido
El caso es que es sumamente importante que este “gesto de urgencia” lo hiciera una mujer relevante, desde un lugar en el que -a priori- no se presupone maltrato ni infelicidad y que fuera grabado y difundido. Es sumamente importante no sólo porque a ella -al menos, de momento- le rescató del abismo, también porque a todas las mujeres del planeta nos hizo recordar que existe esa herramienta salvavidas. Yo reconozco que la había olvidado, que la borré tras la pandemia. En aquella época maldita ocupó folletos e informativos y fue crucial para unas víctimas obligadas por culpa del virus a convivir veinticuatro horas con su agresor. Encarceladas con su verdugo en su propia casa. Contaron entonces -queda constancia de aquellas noticias en la red- que más de una se acercó a un centro de salud o a una farmacia con el gesto bien aprendido para ponerlo en práctica una vez en el mostrador. Hasta hubo quien lo realizó desde la ventanilla de un coche cuando vio pasar un vehículo policial.
La celda sin rejas
Es el valor de una señal que alerta sin dejar huella y que es primordial que no sea olvidada por nadie. Ni por las mujeres que sufren, ni por toda la sociedad. Para que podamos identificarla y, por tanto, ayudar. Es el valor que tiene que un “gesto de urgencia” no pase desapercibido. Tampoco escapó de mi vista otro que jamás se hará viral. Lo tuve de frente un par de mañanas esta semana mientras caminaba deprisa por la calle principal de mi barrio. Era un mensaje escrito en rotulador negro sobre el fondo blanco de un cartón no muy grande. “Ojalá nunca caigas en este mundo”. No supe cómo actuar ante aquel deseo que me dejó temblando. Su autor era un hombre con gafas negras de pasta, pelo canoso, un vaquero intacto y chaqueta y zapatillas también del color del carbón. No era la clase de personas que acostumbramos a ver pidiendo dinero en una esquina, como si la necesidad tuviera un perfil determinado. Estaba impoluto sentado en la puerta de un local del que desde hace ya un tiempo cuelga un cartel de “se alquila”. Allí espera él estos días una mirada, una palabra, una sonrisa, un ademán, una moneda -por muy pequeña que sea- que le aleje algo de su pobreza. Allí espera él -como los líderes mundiales alrededor de un mesa, como la cantante mexicana sobre el escenario- un gesto de urgencia que le libere de la celda sin rejas en la que permanece recluido.
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