El triunfo arrollador de Juanma Moreno en las elecciones autonómicas andaluzas del pasado domingo ha supuesto la derrota sin paliativos del PSOE y los demás partidos comunistas en esa región, que, desde 1980, ha sido considerada el vivero principal de votos de la izquierda en España. La hegemonía socialista en Andalucía durante decenios ha sido tan aplastante que son pocos los que conocen que en las primeras elecciones democráticas en España, las de junio de 1977 y las de marzo de 1979, los resultados del PSOE y de la UCD fueron muy similares (en el 77, el PSOE tuvo 27 diputados y la UCD, 26; y en el 79, el PSOE, 23 y la UCD, 24), bien es verdad que en esas elecciones el PCE obtuvo 5 y 7 diputados, lo que inclinaba la balanza un poco hacia la izquierda pero no de una manera espectacular.
Sin embargo, en las primeras elecciones autonómicas, el 23 de mayo de 1982, el PSOE obtuvo 66 escaños y el PCE, 8, mientras que, en la derecha, UCD se quedaba en 15 y AP en 17. Como se ve la izquierda ganaba al centro-derecha por 74 diputados a 32.
Todo el mundo sabe qué es lo que había pasado para que el PSOE diera un salto tan espectacular en la preferencia de los andaluces: la primera gran traición de los socialistas al espíritu de la Constitución de 1978. Una traición que al PSOE le resultó muy rentable; y una de las pruebas de esto la tenemos, pura y simplemente, en las décadas de poder que han usufructuado en Andalucía. Una traición que hay que explicar siempre que se pueda porque sus consecuencias han sido y siguen siendo extremadamente graves para la vida política española.
Los Constituyentes habían tomado conciencia de que tenían que dar, de una vez por todas, con una solución al llamado problema de la organización territorial de España. En realidad, se trataba de aceptar algunas de las reivindicaciones que, desde finales del siglo XIX, defendían los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Pero en 1978 se tropezaba con un grave problema añadido: ETA había empezado su escalada de asesinatos en nombre de una patria vasca presuntamente oprimida.
La palabra “nacionalidades” ya suscitó en su momento enorme debate y discusión porque era evidente que jamás, en los más de ochocientos años que tiene nuestra lengua, se había utilizado con ese significado
Por eso, para dar gusto a los nacionalistas entonces llamados moderados y para quitarles a los asesinos de ETA la menor excusa, los encargados de redactar la Constitución tuvieron la idea de, imitando la de la II República de 1931, dar un trato especial a las regiones que en aquellos años republicanos habían tenido estatuto de autonomía como Cataluña (desde 1932) o como el País Vasco (desde el 1 de octubre de 1936; y ¡ojo a esa fecha porque, en ese momento, el País Vasco en poder de la República era apenas la provincia de Vizcaya!) o proyecto de estatuto, como Galicia.
Para eso tuvieron la ocurrencia de, en el artículo 2, reconocer el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones de España. La palabra “nacionalidades” ya suscitó en su momento enorme debate y discusión porque era evidente que jamás, en los más de ochocientos años que tiene nuestra lengua, se había utilizado con el significado que, de manera tácita, le estaban dando los padres de nuestra Carta Magna. Para entenderla había que ir al espíritu que inspiraba la vida política de entonces, el espíritu de concordia, de reconciliación y de consenso, y ese espíritu era el que inspiraba la idea de llamar así, “nacionalidades”, a las tres regiones con algún pasado de autonomía: Cataluña, País Vasco y Galicia.
La idea estaba clara: a estas tres regiones se les otorgaría un régimen especial de autonomía, mientras que al resto de regiones, que ni siquiera estaba claro cuáles eran y qué territorios las componían, se les ofrecería la posibilidad de gestionar algunas funciones del Estado con un cierto ánimo de descentralizar la administración.
Es decir, que la diferencia entre regiones y nacionalidades se traduciría en que, al desarrollar la Constitución, habría autonomías de primera y de segunda. Esto puede ser todo lo discutible que se quiera, pero era así. En el fondo lo que los Constituyentes querían era tratar a catalanes y vascos como a esos hijos pesados y envidiosos que exigen que su madre les dé algo más de mimo que al resto de sus hermanos.
Pero en 1979, en las segundas elecciones generales de la democracia, el PSOE sufrió una segunda derrota frente a la UCD de Suárez, y eso no lo pudieron aguantar. En otro sitio habría que analizar todas las maniobras que las huestes de Felipe González, acompañadas por algunos ucedistas, nostálgicos de progresismo, llevaron a cabo para desgastar al gobierno de Suárez, pero aquí toca sólo fijarse en cómo los socialistas decidieron levantar la bandera de Andalucía para exigir que fuera tratada como se había empezado a tratar a esas “nacionalidades” llamémoslas históricas.
Y que Suarez, después, aceptara la trampa de dar por bueno el resultado, pese a que se exigía que triunfara en todas las provincias y en Almería no había triunfado
Aquella reivindicación se cargaba el espíritu de la Constitución, pero les abría a los socialistas la puerta del dominio absoluto de Andalucía. Y cuando los socialistas ven poder no hay freno moral que los retenga. Apretaron el acelerador de la reivindicación y lograron que el cada vez más débil gobierno de Suárez convocara el famoso referéndum del 28 de febrero de 1980. Y que después aceptara la trampa de dar por bueno el resultado, pese a que se exigía que triunfara en todas las provincias y en Almería no había triunfado.
Andalucía pasó a ser una –otra- “nacionalidad”. Ya se sabe que excitar la vena nacionalista de la gente suele dar resultados, así que se empezó a hablar de la nación andaluza, se exaltó la figura más que discutible de Blas Infante y, lo más importante, los andaluces identificaron su nuevo estatus con el PSOE. Y el resultado fue que, desde entonces y hasta el pasado domingo, el PSOE ha sido el partido hegemónico de esa región española de una forma monopolística.
El efecto de aquella profunda irresponsabilidad socialista fue el 'café para todos', fue convertir España en un mosaico de 17 autonomías, que muchas veces actúan como pequeños estadillos de desmesurada burocracia, funcionariado y legislación. Con otro efecto aún más grave, como ha sido y es que los nacionalistas catalanes y vascos, al verse tratados igual que el resto de sus hermanos, han seguido enfurruñados y han dado el paso del independentismo. Quizás lo hubieran dado igual pero, si no hubiera habido aquel referéndum, nos hubiéramos ahorrado mucho dinero en parlamentarios, funcionarios y políticos autonómicos y, muy importante, en paletez, porque el estado autonómico que salió después de aquello, con tanto cultivo del campanario propio, ha apaletado enormemente a la población española.
Echar marcha atrás y volver al espíritu de la Constitución se antoja poco menos que imposible, pero el resultado del domingo en Andalucía, en el que la derecha ha ganado a la izquierda por 72 diputados a 37 (recordemos que en el 82 el resultado fue de 74-32 en el otro sentido), constituye, al menos, un signo de que algo está cambiando y que el efecto de aquella gran traición del PSOE puede haber desaparecido, ojalá que para siempre.