Opinión

El hombre sabio dominará las estrellas

A partir del siglo XIII, señala Jacob Burckhardt en La Cultura del Renacimiento en Italia, el gran volumen de injusticias, la duda en la inmortalidad del alma y la pérdida de confianza en la institución eclesiástica socavaron l

  • Personas con mascarilla.

A partir del siglo XIII, señala Jacob Burckhardt en La Cultura del Renacimiento en Italia, el gran volumen de injusticias, la duda en la inmortalidad del alma y la pérdida de confianza en la institución eclesiástica socavaron la fe en el divino gobierno del mundo creando condiciones para que la Antigüedad hiciera partícipe al Renacimiento de su estilo de superstición.

“Ya nadie se avergüenza de consultar las estrellas. Príncipes y municipios tienen astrólogos a sueldo fijo y en las universidades profesan numerosos docentes especiales de esta vana ciencia junto a auténticos astrónomos. Los papas reconocen abiertamente la consulta de los astros y León X considera una gloria de su pontificado que con él floreciera la astrología. Aún en 1529, Guicciardini destaca cuan felices son los astrólogos a los cuales se cree cuando entre cien mentiras dicen una verdad, mientras personas doctas pierden su crédito cuando entre cien verdades dicen una mentira.”

El moderno burócrata se asemeja al déspota renacentista: ejecuta trucos de prestidigitación para una audiencia que reclama ser engañada. El oficio de generar ilusiones consiste en transportar al auditorio a una dimensión en donde lo imposible es posible y el sentido común, una fatua maquinación de quien no sabe disfrutar el espectáculo. ¿Quién en sus cabales se atrevería a exigir transparencia cuando se le ofrece magia a toda hora? ¿Qué clase de persona se conforma con mera prosa cuando el oficinista de ocasión los subestima a diario con opacas líneas de poesía esotérica?

Para quien vive aplastado bajo el peso de su pereza, el líder es un padre: alguien a quien se puede odiar o amar, pero no se debe dejar de temer

El burócrata tiene vocación de alquimista: sabe transformar el oro en excremento y una gestión de gobierno en número de burlesque. Con la impunidad asegurada y la posibilidad de vivir toda su vida a costa de despensa ajena a nada teme más que a perder sus enormes privilegios. El funcionario público de la democracia imaginaria podría definirse como alguien que mira con desinterés a los súbditos luchando por sobrevivir en alta mar sólo para hundirlos con ayudas cuando logran pisar tierra firme. El revés de la foto muestra a vastas mayorías respetando a los miembros de la oligarquía electa como si fuesen la encarnación coral del Mesías y temiendo al Estado totalitario -flagrante redundancia- como a Satán redivivo. Atrapados en el laberinto de una vida voluntariamente plana demandan, con exasperante candor, protección a completos desconocidos. El Estado es un infierno en la tierra porque el hombre ha intentado convertirlo en su paraíso.

Los jefes supremos, presentados con precisión distorsionada en los retratos de Francis Bacon, están a salvo de toda eventualidad mundana. Para quien vive aplastado bajo el peso de su pereza, el líder es un padre: alguien a quien se puede odiar o amar, pero no se debe dejar de temer. “¡Qué efecto nos producen aquellos hombres diestros en tantas artes, de carácter tan vigoroso, sometidos a la ciega avidez de la adivinación, al deseo ardiente de conocer el futuro y determinarlo, abdicando, en tan lamentable faena, de su robusta individualidad, de su voluntad y decisión!”, escribe Burckhardt.

Con la pandemia, la dictadura del burocratariado celebró el ápex de su existencia y poblaciones enteras el nadir de una vida inerte. De la noche a la mañana se decretó la prisión domiciliaria masiva y entraron en vigor regulaciones persecutorias dignas de las tiranías más crueles de la historia. A pesar de ello, desde balcones y azoteas los internos aplaudían a las autoridades con inflamado entusiasmo. La vil mascarilla, por lo general un pedazo de trapo completamente inútil, lucido con ostensible orgullo, se erigió en símbolo universal de vergüenza, sumisión y obediencia bovina. En un sistema colectivista el valor del vasallo es igual a cero, aun cuando crea que su opinión importa porque se le permite rumiar a voluntad y, de vez en cuando, desahogar su frustración en controladas estampidas callejeras.

Contratos sociales nunca vistos ni firmados por nadie, pero más intimidantes que brujas y demonios porque su naturaleza es tan terrenal como una pistola automática apoyada en la cabeza. Humano, demasiado humano

Hacia fines del siglo XIX, ya restaurado en Europa el dominio eclesial a su lugar de jurado, juez y ejecutor, Nietzsche, discípulo de Burckhardt en la Universidad de Basilea, observó que la humanidad recuperaría la individualidad perdida sin la intermediación de una entidad superior vigilando desde una atalaya celeste. La desaparición del Todopoderoso conduciría al rechazo de cualquier otro edificio de valores universales en conflicto permanente con la realidad física, conjeturó. Sin embargo, el cambio de época no evitó que el etéreo lugar vacante fuese ocupado por nuevos objetos de culto y un recurso altamente efectivo para contener a multitudes ávidas de seguridades: contratos sociales nunca vistos ni firmados por nadie, pero más intimidantes que brujas y demonios porque su naturaleza es tan terrenal como una pistola automática apoyada en la cabeza. Humano, demasiado humano.

El desprecio de Nietzsche por los valores religiosos como fuente de resentimiento y su obsesión por ajustar la realidad material a la matriz de sus visiones lo convirtió en otra víctima fatal del hechizo de las ideas. Durante sus años de formación, las lecturas de los poetas de la Revolución Romántica habían alimentado su instinto épico, su propensión a emprender gestas gloriosas y a conquistar las alturas más inaccesibles. Así, imaginó una realidad formidable y luego creyó ser testigo del alumbramiento de su criatura. El implacable crítico del platonismo y la versión celestial, el cristianismo, cayó presa de sus propias fantasías.

Democracia, palabra noble devastada

La piedra angular de la flamante legitimidad se expresó con la fórmula una persona, un voto, conjuro cargado de glamour en su más estricto sentido: gramática que cautiva al iletrado. Luego de un breve interregno y por la vía de la metamorfosis, la astrología recuperaba su antigua preeminencia. En pocos años, poblaciones enteras comenzaron a venerar la democracia, palabra noble devastada por la indolencia y la superstición. Una comunidad genuinamente democrática no es una promiscua aglomeración participativa en donde la fe y el sentimentalismo ejercen abrumadora superioridad sobre la razón, activo transformado en extravagancia irrelevante por los poderes paranormales del teléfono móvil. ¿Es acaso temerario postular que la sociedad industrial digital consagra al Último Hombre nietzscheano?

Los recién llegados a la reserva zoológica manifiestan un desdén ácido por astrólogos y quiromantes engordados con dinero público. Quizás, la incredulidad en el jerarca estatal y la creciente indiferencia por el imperio de la papeleta y la urna anticipen una era en la cual la consigna sea, como decía Ariosto, no creer en nada más arriba del techo que cobija.

Vir sapiens dominabitur astris, el hombre sabio dominará las estrellas, podría ser la inscripción que marque la demorada emergencia del individualismo, entelequia obturada por la tenacidad del narcisismo analfabeto y la comodidad suicida.

___________________

Gustavo Jalife es un autor bilingüe. Su libro Der Führer is Your Daddy: Reflections on politics, the news industry and social media from inside the pandemic vortex puede leerse en: https://gjensayos.wordpress.com/

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli