Opinión

La hora del realismo energético

Habrá que fijarse de nuevo en la nuclear, cosa que ya está sucediendo, o a desarrollar sin cortapisas medioambientales los parques eólicos marinos.

  • Un soldado ucraniano cava la tumba de uno ruso a las afueras de Kiev.

Unos días después de que Rusia invadiese Ucrania, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático de la ONU publicó el informe periódico de evaluación sobre el impacto del calentamiento global. Los medios de comunicación hicieron todo lo posible para quedarse con los escenarios más aterradores del informe. Pero el estallido de la guerra mantuvo la historia fuera de la primera plana de los periódicos. Los titulares estaban reservados para la guerra y sus consecuencias inmediatas, que en Europa eran de tipo energético porque Rusia es el principal proveedor de gas natural del continente.

Han pasado ya casi cuatro meses de aquello y se ha esfumado la idea de que esto duraría poco y pronto volveríamos a la normalidad. Lo de Ucrania va para largo y la cuestión de la seguridad energética en Europa se ha convertido en la principal preocupación de la UE, algo que seguramente les irrita porque estaban encantados arengando a diestro y siniestro con las conclusiones de la cumbre del clima que se celebró en noviembre del año pasado en Glasgow.

En las tres décadas que siguieron al final de la Guerra Fría, la estabilidad política global y el fácil acceso a la energía nos han llevado a olvidar o minusvalorar lo importante que es el acceso a energía abundante y barata para mantener nuestro bienestar y calidad de vida. La preocupación por el cambio climático y el impulso de las energías renovables llevó a muchos a subestimar lo dependientes que somos de los combustibles fósiles. Pero la realidad es que el petróleo, el gas y el carbón siguen condicionando el destino de las todas las economías del planeta. Dos décadas de preocupación por el CO2 y los miles de millones de euros que se han destinado a la transición a la energía renovable no han cambiado esta realidad.

El cambio climático irrumpió en la agenda mundial justo cuando la Guerra Fría estaba tocando a su fin. Una amenaza existencial desparecía y apareció otra. Para gran parte de la comunidad internacional, en especial las Naciones Unidas y sus agencias, el cambio climático también se convirtió en mucho más que un problema ambiental, les daba una oportunidad para hacer política, que es a lo que se ha dedicado siempre la ONU.

Cuando, a principios de la década de los 90, se creó el marco para la acción climática siguieron un patrón propio de la Guerra Fría. Los acuerdos de control de armas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se convirtieron en el modelo de cooperación global sobre el cambio climático. Si años antes las superpotencias firmaban tratados para reducir gradualmente su número de cabezas nucleares, a partir de los 90 se comprometerían a reducir sus emisiones. Pero el primer acuerdo importante que proponía límites vinculantes a las emisiones, el Protocolo de Kioto de 1997, estaba muerto desde el momento en que el Senado de EEUU rechazó sus términos incluso antes de que finalizaran las negociaciones. No sólo se opuso EEUU, también declinaron participar en aquello países como China y la India, que estaban en pleno desarrollo y no querían comprometerlo reduciendo su consumo de energía u optando por energías más ineficientes y caras.

Las conferencias climáticas anuales de la ONU, amplificadas por los medios de comunicación de todo el mundo, se convirtieron en un teatro donde se representaba la agenda utópica del movimiento ecologista mundial

Las metas ambiciosas y los compromisos no vinculantes se convirtieron en lo habitual. Al igual que otras iniciativas de la ONU que surgieron entre los 90 y principios de siglo, como los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el Convenio sobre la Diversidad Biológica. El propósito era más concienciar que hacer. Las conferencias climáticas anuales de la ONU, amplificadas por los medios de comunicación de todo el mundo, se convirtieron en un teatro donde se representaba la agenda utópica del movimiento ecologista mundial: limitar el calentamiento a 1,5 ºC por encima de los niveles preindustriales, suministrar energía al mundo con energía renovable, promover la agricultura ecológica y transferir miles de millones de dólares de los países ricos a los países pobres para ir adaptándose. Todos decían que sí, que estaban de acuerdo en los fines, pero nadie hacía nada o, en el mejor de los casos, hacía poco.

El hecho incontestable es que la intensidad de carbono del sistema energético mundial cayó más rápido en los 30 años previos a la primera gran conferencia climática de la ONU de 1995 en Berlín que después de ella. Esto sucedió como resultado del aumento de la eficiencia energética y la expansión de la energía nuclear. Después de 1997, cuando se adoptó el Protocolo de Kioto, las emisiones totales y per cápita aumentaron más rápido que antes.

La capacidad de adaptarse al aumento de las temperaturas y los fenómenos meteorológicos extremos también mejoró como demuestra la continua disminución de las muertes relacionadas con catástrofes climáticas. Pero esto no se debió a ningún esfuerzo liderado por la ONU para financiar la adaptación al cambio climático. Lo que hizo que las personas de todo el mundo fueran más resistentes a las catástrofes naturales fue mejores infraestructuras y viviendas más seguras, es decir, el resultado del crecimiento económico impulsado por combustibles fósiles baratos.

La energía nuclear se extendió como la pólvora, los vehículos redujeron notablemente su consumo y sus emisiones, el gas natural, entretanto, fue sustituyendo al petróleo y el carbón

La feroz competencia política, tecnológica y económica entre el este y el oeste que caracterizó a la Guerra Fría, tuvo más éxito en la reducción de la intensidad de carbono de la economía mundial que todas las políticas climáticas bienintencionadas desde entonces. Las centrales nucleares, por ejemplo, se desarrollaron como una consecuencia de la carrera armamentista. El embargo petrolero de 1973, hijo de la guerra del Yom Kippur, alumbró dos décadas de mejoras espectaculares en la eficiencia energética. La energía nuclear se extendió como la pólvora, los vehículos redujeron notablemente su consumo y sus emisiones, el gas natural, entretanto, fue sustituyendo al petróleo y el carbón como combustible de calefacción y generación eléctrica. Los paneles solares fotovoltaicos nacieron durante la carrera espacial y su uso comenzó a finales de los 70 como símbolo de independencia energética.

A nivel mundial, la proporción de electricidad proveniente de fuentes limpias como la nuclear, la hidroeléctrica y otras renovables alcanzó su punto máximo en 1993, justo cuando concluía la Guerra Fría. La paz, la prosperidad y el acceso a abundante energía barata en los años posteriores a la caída del Muro de Berlín redujeron los incentivos para realizar grandes inversiones en seguridad energética. En una economía global bien integrada y sin graves conflictos, el mundo podría funcionar con gas ruso, petróleo de Medio Oriente y, desde hace unos años, paneles solares chinos.

Lo que olvidan mencionar es que la mayor parte de la producción mundial de paneles solares y baterías está controlada por otro dictador no menos odioso, el presidente chino Xi Jinping

Esto es lo que se acabó el pasado 24 de febrero. Buena parte de los políticos, periodistas, académicos y activistas climáticos están conmocionados por el regreso de la geopolítica energética y la escasez de combustibles fósiles. Para muchos, la guerra simplemente ha brindado otra oportunidad para arremeter contra el petróleo y promover las energías renovables. Dicen que Ucrania y el mundo arden porque seguimos quemando crudo y gas. Emplear sólo energía solar y eólica y comprarse un vehículo eléctrico, aseguran, nos liberarían de la dependencia de dictadores odiosos como los jeques de Oriente Medio o Vladimir Putin. Lo que olvidan mencionar es que la mayor parte de la producción mundial de paneles solares y baterías está controlada por otro dictador no menos odioso, el presidente chino Xi Jinping, y que la obsesión europea por eliminar los combustibles fósiles y la energía nuclear ha incrementado la dependencia del petróleo y el gas provenientes de Rusia.

Las soluciones mágicas e irrealizables a corto plazo de los ecologistas no tienen en cuenta cosas como los cambios que se han producido en los últimos años. La dependencia de Europa del gas ruso es solo la punta del iceberg. La economía de energía renovable del mundo está atada a una cadena de suministro problemática. Gran parte de los suministros mundiales de silicio, litio y tierras raras dependen de China, donde se fabrican la mayor parte de los paneles solares. La idea de que la crisis podría resolverse instalando paneles solares y baterías chinas para sustituir los hidrocarburos rusos revela que nadie tiene en cuenta cómo se pasa de depender de una dictadura a depender de otra.

Biden se ha olvidado rápido de los inconvenientes que veía en la extracción de gas y petróleo en EEUU. Ha pedido que aumente sustancialmente el procesamiento y el enriquecimiento de uranio

En un momento en que Occidente vuelve a estar amenazado, la cuestión de la seguridad energética no puede separarse de otra cuestión tan importante como con quién estamos haciendo negocios. Con la guerra en Ucrania la nueva realidad ya es evidente para todos. Biden se ha olvidado rápido de los inconvenientes que veía en la extracción de gas y petróleo en EEUU. Ha pedido que aumente sustancialmente el procesamiento y el enriquecimiento de uranio, apartado en el que Rusia es un proveedor importante. Ha invocado incluso la Ley de Producción de Defensa para incrementar la producción nacional de tierras raras que ahora importa de China.

La mismo está sucediendo en Europa. El gran gasoducto transahariano, que traería gas natural desde Nigeria hasta la costa mediterránea de África, ha vuelto a la agenda después de languidecer durante años porque los políticos europeos querían dejar de quemar gas. Países de Europa del este como Polonia, Rumania y la República Checa, que durante mucho tiempo desconfiaron de la dependencia rusa y eran acusados de paranoicos por los alemanes, ahora quieren construir centrales nucleares con tecnología estadounidense. Podrían haber obtenido esta tecnología de Alemania si el país no hubiera desmantelado sus centrales y vendido sus activos de tecnología nuclear a la rusa Rosatom durante la época de Merkel.

En Asia también ha vuelto la ‘realpolitik’ energética. Corea del Sur, después de coquetear con la idea de olvidarse de la energía nuclear, acaba de anunciar planes para levantar nuevas centrales debido al alto precio del gas y al coste de la transición a la energía renovable. En Japón, por primera vez desde el accidente nuclear de Fukushima en 2011, la mayoría de sus habitantes ahora apoya los planes del Gobierno para arrancar de nuevo los reactores del país.

Imperativos de seguridad energética

Es muy probable que la política energética tras la invasión de Ucrania se base en imperativos de seguridad energética similares a los de la Guerra Fría. En respuesta a las dos crisis energéticas de los 70, EEUU, que dispone tanto de recursos fósiles como de sobrada capacidad tecnológica, invirtió en casi todas las fuentes de energía imaginables. Aceleró el desarrollo las minas de carbón en el oeste del país, construyó enlaces ferroviarios para llevar carbón a la costa este y destinó enormes recursos al desarrollo de la producción de petróleo y gas no convencional. También realizó inversiones fundamentales en desarrollo de paneles solares, turbinas eólicas y tecnologías de eficiencia energética como la iluminación de bajo consumo, las centrales de gas de ciclo combinado o los motores de inyección que hoy equipan todos los automóviles. Francia, Suecia, Japón o España, que carecían casi por completo de recursos fósiles, invirtieron grandes sumas de dinero en energía nuclear. El Reino Unido peinó sin descanso el Mar del Norte para extraer gas y petróleo y no tener que importarlo de Oriente Medio.

Algo similar tendrá que suceder ahora cuando prima la seguridad de suministro sobre cualquier otra variable. Es probable que este renovado interés en asegurarse el suministro tenga un efecto significativo sobre las emisiones de carbono. Esto se debe a que no se puede aumentar rápidamente la producción de petróleo y gas. La mayoría de los yacimientos de fácil acceso ya se han agotado, los nuevos son más complejos de explotar y sus recursos más costosos de extraer. Esto obligará a fijarse de nuevo en la nuclear, cosa que ya está sucediendo, o a desarrollar sin cortapisas medioambientales los parques eólicos marinos. Lo mismo sucederá con la energía solar, crecerá sí, pero tratando de fabricar los paneles aquí.

Es muy posible que la crisis energética en la que nos hemos metido consiga mucho más por la descarbonización que las 28 cumbres climáticas que se han celebrado desde 1995. De forma un tanto irónica centrarnos en el pragmatismo de la seguridad energética hará mucho más por la descarbonización que todo lo que han conseguido los ecologistas con soflamas, planes utópicos, catastrofismo a raudales y prédicas milenaristas como las de Greta Thunberg. Hemos de volver a la realidad y eso es necesariamente una buena noticia.

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