Isabel Díaz Ayuso, luz de donde el sol la toma, con una vara de nardos va por la Puerta del Sol en el día de su gloria. Es temprano. Entra en su despacho y ve a un caballero que mira tranquilamente por la ventana. No se asusta –esta mujer no se asusta jamás– pero reacciona rápidamente.
–¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado aquí? Voy a llamar a seguridad.
–Pasa y no te inquietes, querida –dice, sin mirarla, el caballero, que tiene una voz extrañamente aguda, casi aflautada–. El teléfono no funciona. La puerta que acabas de cruzar se ha bloqueado. Durante un rato podremos conversar tranquilamente. ¿Por qué no nos sentamos?
–Pero ¿quiere decirme quién es usted?
–Si no lo sabes ya, eso no importa.
El caballero se vuelve hacia ella y sonríe. Es alto, tampoco mucho. Atractivo, más que guapo. Fuerte, más que corpulento. El pelo y la barba son grises. Tiene unos ojos azules que van bien con su sonrisa, algo inquietante. A la presidenta esa cara le resulta familiar. Pero le despista el frac, porque el caballero viste un impecable frac, con chaleco de piqué marfil y una llamativa pajarita roja.
–He venido a felicitarte, querida –vuelve a sonreír el del frac–, y a hacerte una pregunta.
–Muchas gracias, muchas gracias. ¿Qué quiere saber?
–Me gustaría que me contases qué piensas hacer ahora.
–¿Yo? ¿Ahora? ¿Hacer de qué? ¡Pero si acabo de ganar las elecciones!
–Precisamente, precisameeente…
–Ay, yo qué sé, ya le preguntaré a mi jefe de Gabinete.
Has cambiado la política española
El caballero suelta una risa cantarina, como de plata antigua, con su voz aguda, y le dice: “Mira, asómate a ver qué ves”. Isabel descorre las cortinas, intrigada. Allí debía estar la Puerta del Sol. Y está, pero muy cambiada. Ahora es gigantesca; la ciudad ha desaparecido y la plaza está llena de una multitud inconcebible, millones y millones de personas que se pierden en el horizonte. Están eufóricas.
–Gritan tu nombre, querida.
–Ay, sí. Ay, sí. Qué bonito, ¿verdad?
–Es que quizá aún no te das cuenta de lo que has hecho, corazón. Has derrotado a la izquierda en Madrid, seguramente para muchos años. Has logrado una victoria de dimensiones tales que ninguno de tus compañeros de partido, presentes o pasados, ha alcanzado jamás. Has vencido a un sabio que se habrá leído, así, a ojo, unos cuatro mil libros más que tú. Has echado de la política al líder nacional de la izquierda radical, y le has humillado en el lugar en que creía tener más partidarios. Has barrido o neutralizado a tus competidores de la derecha. Has cambiado la política española. Y todo esto lo has hecho tú, tú sola.
–Bueno, mi partido me ha…
–Tú sola, he dicho. Ahora mismo nadie nos ve ni nos oye: no es necesario que me repitas a mí las frases hechas habituales. Esto lo has hecho tú y lo sabes. Míralos. Te aclaman a ti. A nadie más. Les has devuelto la esperanza. Incluso la fe.
Este es el primer paso
–Oiga usted, ¡y he derrotado a Sánchez!
El del frac carraspeó cariñosamente:
–Todavía no, querida, todavía no, pero precisamente de eso quería hablarte. ¿Qué harás ahora? ¿Quedarte aquí sentada y conformarte con tu primer gran triunfo? Esos que te aclaman no te lo consentirían. Creen en ti. Te seguirán allá donde vayas. Este es el primer paso, querida, nada más que el primer paso de muchos. Para empezar, mira lo que nos han traído mientras charlamos…
Junto a la puerta había una pequeña mesa. Sobre el mantel, blanquísimo, una bandeja de plata con algo oculto bajo un elegante cubreplatos.
–Ábrelo, ábrelo…
–¡Huy, por Dios, qué asco! ¡Pero qué broma es esta!
–No es una broma, querida. Es una simple ilusión. Atrezzo. Efectos especiales, si quieres llamarlo así, para que veas lo que ya tienes al alcance de la mano.
–¡Pero esa cabeza es la de Pablo! ¡Qué horror!
–Podría ser la de cualquiera. La de quien tú te propongas, y en bandeja de plata. Lo tienes muy fácil, querida mía. Lo primero, el mando de tu partido, que tienes ahí mismo, y más que merecido porque tú sabes ganar, ganar, ganar, no como los demás. Lo has demostrado y lo volverás a demostrar gobernando Madrid. Bien, al menos durante un tiempo…
–Ya, pero para eso dependo de Vox…
–Cariño, recuerda las películas de Disney, que tú siempre has sido muy Disney. No hay en ellas ninguna buena chica, de las que tratan de abrirse camino en la vida, que no tenga su malvada madrastra. La tuya es esa mujer, cómo se llama, Rocío. Pero las madrastras siempre pierden, porque lo que tiene más fuerza es la voluntad, la determinación, el coraje de las buenas muchachas. Y eso es lo que a ti te sobra, querida. Mira, vuelve a la ventana…
Ante los ojos pasmados de la presidenta de Madrid empezaron a pasar imágenes translúcidas, visiones que flotaban en el aire, quizá bromas de la luz, que iban y venían. El del frac se las iba describiendo:
–Ahí tienes el edificio de Génova, que tú recuperarás con todo orgullo y al que bien podrías llamar, pues no sé, la “Ayuso Tower”… Ese es el Comité Ejecutivo de tu partido, todos de rodillas ante ti… Míralo, ahí lo tienes, esposado, a Sánchez, ¡porque ese va a acabar en la cárcel –la voz del caballero se hizo aún más chillona–, te digo yo que acaba en la cárceeel! Esa es la Moncloa… Allí a la derecha estás tú presidiendo la Comisión Europea… Ese es el edificio de las Naciones Unidas… Ahí detrás está la Zarzuela…
–Eh, eh, pare el carro, ¡que Reina ya tenemos!
–Ya, querida, pero no vas a comparar, ¡con el estilazo y el tirón popular que tú tienes! ¿Te gusta lo que ves?
–Hombre, pues… –Isabel parpadeaba y sonreía de medio lado. El del frac, suavemente, la tomó del brazo. Isabel lo miró y se dio cuenta de que sus pupilas azules se habían vuelto rojas como dos brasas. Y su voz cambió, se hizo ronca y siniestra cuando le dijo:
–Pues todo esto te daré si te postras ante mí y me adoras.
–¡Pero bueno, hasta ahí podíamos llegar! –Isabel se zafó violentamente– ¿Quién se ha creído usted que es? ¿Qué asquerosidad me está insinuando?
–No me has entendido, querida, no me has entendido –suspiró el otro–, es una frase hecha. Viene en San Mateo… Ay, por qué no habrás leído un poquito más, con lo que tú vales… Lo que te quería contar es que…
–Sé lo que me quería contar, no se canse. Bien, estudiaré lo que me ha dicho. Y ahora supongo que me propondrá que le venda mi alma, ¿no?
–No, querida mía. Eso lo hiciste ya hace tiempo. Y, como ves, el negocio te está saliendo redondo… Y ahora, si me disculpas, tengo otra cita…
–¿Se va a ir sin decirme su nombre? Qué falta de modales. Parece usted comunista.
–Yo soy –sonrió el del frac– lo que está dentro de ti. Ni delante ni detrás, ni arriba ni abajo, sino dentro. Soy lo que te envuelve y lo que eres. Soy el aire que respiras, el cielo que te cubre y soy el Mar, espejo de tu corazón.
–Ay, madre, qué cosas tan bonitas me dice usted. Pero oiga, ¿a dónde va con tanta prisa?
–A ver a Errejón. Es que he quedado.