El eurodiputado y exministro de Exteriores José Manuel García-Margallo, y el economista Fernando Eguidazu han publicado un libro que deberíamos leer todos, sobre todo quienes nos empeñamos en ejercer la “peligrosa novedad de discurrir”, como le dijeron a Fernando VII hace casi dos siglos. El libro se llama España en su laberinto y lo ha publicado Almuzara.
¿Quiénes son? No conozco a Eguidazu sino por referencias, pero sí a García-Margallo. No quedan tantos políticos que fuesen diputados en la legislatura Constituyente, hace 45 años (Margallo fue diputado por Melilla en las listas de UCD) y que hayan seguido en activo hasta ahora mismo, en un sitio u otro.
Esa valiosísima experiencia no debería desaprovecharse jamás, pero estamos en España y en el siglo XXI: la España de Sálvame y de los contumaces concursos de cocina y de La resistencia, con el ganso del Broncano todo el día ahí puesto. No hay grandes motivos para la esperanza, pues. Pero Margallo, sobre saber leer y escribir impecablemente (algo infrecuentísimo en nuestra clase política de hoy), recibió del cielo dos dones preciosos. Uno es el de la escritura: quienes hayan leído sus impagables Memorias heterodoxas de un político de extremo centro no las habrán olvidado porque aquello era un puro gozo.
No le van a hacer callar. No le van a convencer para que mienta. No van a conseguir que repita, fingiendo que se lo cree, lo que otros han pensado
El otro don, que puede que le haya llegado de lo alto pero que no sirve de nada si no se le trabaja y cultiva, es el del librepensamiento. También ejerce este hombre la peligrosa novedad de discurrir y seguramente, en este casi medio siglo de esfuerzo político, habrá tenido que aceptar muchas veces eso que se llama “disciplina de partido”, pero lo que no ha conseguido nadie, que se sepa, es convertirle en un loro como hay tantísimos, en todos los rincones políticos. Margallo piensa y dice lo que le parece. Si eso coincide con el argumentario que impone su partido, pues qué bien. Pero si no coincide, los que tienen serios motivos para preocuparse son los que hacen el argumentario, porque Margallo, a estas alturas, no le debe nada a nadie ni se alimenta en ningún pesebre. No le van a hacer callar. No le van a convencer para que mienta. No van a conseguir que repita, fingiendo que se lo cree, lo que otros han pensado. No es Bolaños, no es Gamarra, no es Belarra ni es Rufián. Ni mucho menos se comporta como los escuadristas abascalinos, arma al brazo y en lo alto las estrellas. Quiero decir con todo esto que es un tipo admirable pero muy peligroso, como todos los librepensadores. Hay una cosa que Margallo no es: un sectario. Ni de su partido ni de nadie.
El libro mantiene una tesis difícil de rebatir por nadie que haya atentado en clase durante el bachillerato: este país nuestro está perdiendo no solo la letra sino también, y sobre todo, el espíritu de lo que se llamó la Transición a la democracia. Ese espíritu consistía en la voluntad casi unánime de llegar a acuerdos en los asuntos de gran trascendencia para la nación; en construir, no en asolar todo lo que había hecho el gobierno anterior, y en considerar que quienes se sentaban en la bancada de enfrente eran adversarios, nunca enemigos.
La voluntad de la gran mayoría de los representantes de los partidos era la de persuadir a los ciudadanos, no la de azuzarlos contra los de enfrente ni la de encabronarlos día sí y día también
Ese espíritu se cimentaba en la compartición, enormemente mayoritaria entre los ciudadanos, de unas ideas y principios esenciales, como eran el amor a la nación de todos, la defensa de la libertad, la protección de la recién estrenada democracia y la renuncia al navajeo como uso y costumbre en política. En aquellos tiempos remotos no existía el populismo (parece mentira, ¿verdad?), lo cual producía un efecto asombroso en los políticos: ninguno de ellos tomaba a los ciudadanos por gilipollas, como sucede ahora. Se mentía, claro que sí, porque eso está en la condición humana, pero no se solía insultar la inteligencia de nadie. Los políticos usaban estrategias netamente políticas y no técnicas publicitarias, que es lo que pasa hoy. La voluntad de la gran mayoría de los representantes de los partidos era la de persuadir a los ciudadanos, no la de azuzarlos contra los de enfrente ni la de encabronarlos día sí y día también.
Todas esas grandes ideas comunes, todo ese espíritu civilizado que sustentaba la estructura de la nación, es lo que ahora –sostiene Margallo– se está yendo a hacer puñetas. Está no ya desapareciendo sino terminando de desaparecer. Cuando la conservación del poder se convierte no ya en el bien más importante sino casi en el único, en la razón de todo; cuando el gobierno cambia o deroga o diluye hasta extremos casi homeopáticos leyes esenciales, todo para comprar el apoyo de aquellos cuya intención es destruir la nación común, estamos, sencillamente, perdidos.
Asegura Margallo que, si Pedro Sánchez volviese a ser elegido presidente del Gobierno dentro de unos meses, y con los mismos apoyos que tiene ahora, más temprano que tarde se convocaría un referéndum para la autodeterminación de Cataluña. Sí, es cierto que él niega terminantemente esa posibilidad. Ahora. Ya veremos lo que hace cuando llegue el momento. Son ya demasiadas las veces en las que ha terminado por hacer lo contrario de lo que antes dijo. Sí, es lícito cambiar de opinión: ya decía Churchill que quienes nunca cambian de opinión nunca cambian nada. Pero cuando el intercambio del digo por el Diego se convierte en un hábito, en un patrón de conducta, en una manera de proceder habitual, pues estamos –repito– perdidos.
Muchos prejuicios anclados en la izquierda se van a resquebrajar cuando sus combatientes lean las brillantes páginas dedicadas a Cánovas, a Sagasta y a las “verdades madre” del político malagueño
Naturalmente, todo eso hay que argumentarlo y sostenerlo con hechos, porque nadie puede adivinar el futuro. ¿Cómo lo hacen Margallo y Eguidazu en este libro? Recurriendo a la historia de España. Empiezan en el siglo XVIII y llegan hasta hoy, y la verdad es que no les resulta demasiado difícil hallar semejanzas, precedentes o al menos trasuntos de lo que hoy vivimos.
Dice Margallo que ni él ni Eguidazu son historiadores. Pues no lo parece. Se diría que lo son del tiempo milagroso en que yo estudié historia, aquellos pocos años (los 70, los 80) en que el pasado era objeto de análisis científico y no político, partidista o perversamente sesgado. Muchos prejuicios anclados en la izquierda se van a resquebrajar cuando sus combatientes lean las brillantes páginas dedicadas a Cánovas, a Sagasta y a las “verdades madre”, como las llamaba el político malagueño, que son tan parecidas (hace siglo y medio) a las ideas esenciales de la Transición, que mencionaba más arriba.
Mucha gente de derechas va a sentir que le tiemblan las choquezuelas, y aún le rechinan los dientes, al leer las impresionantes páginas que este señor “de los suyos” dedica a la Segunda República, que son un prodigio de ecuanimidad, análisis certero, despojamiento de toda intención de llevar el agua a ningún molino y… librepensamiento: habrá que repetir el término porque no hay otro mejor.
No conozco ningún país del mundo en el que las controversias del pasado (un pasado de hace cien años o más) sigan tan vivas y descarnadas como aquí
O los capítulos dedicados a la renovación del socialismo. O a la renovación y modernización de la derecha. O a tantos momentos más, que suelen ser usados habitualmente como arma por los hunos y por los hotros. No conozco ningún país del mundo en el que las controversias del pasado (un pasado de hace cien años o más) sigan tan vivas y descarnadas como aquí, y sean tan manipuladas como aquí. Ni siquiera en Alemania, que se dice pronto.
No esperen ustedes el humor a veces casi nítrico, la mala leche y la inmensa gracia que usó Margallo en sus citadas Memorias. Esta vez no tocaba. Pero dispónganse a disfrutar de la deliciosa claridad expositiva, claridad conceptual y claridad de ideas que afinan el libro desde el principio mismo. España será una interminable sucesión de laberintos superpuestos, como sin duda le habría gustado decir a Borges, pero este libro es cualquier cosa menos laberíntico. Concluye con una animosa propuesta de soluciones al problema que, naturalmente, no les voy a desvelar: se trata de que lo lean ustedes.
No gustará a los fanáticos, a los extremistas ni desde luego a los populistas, hoy tan abundantes. Tampoco a los mentirosos ni a los manipuladores, ni a quienes toman a los ciudadanos por idiotas o por niños. O por niños idiotas.
Un motivo más, y nada pequeño, para felicitar a los autores. Chapeau, señoría.
Wesly
Actualmente en España el campeón en el arte de mentir, de manipular, de dividir, de fanatizar y de sectarizar a la sociedad, el campeón en generar odio, en excluir, en criminalizar a la oposición y también a todo aquel que no acepte sumisamente los dogmas de fe que pretende inculcarnos por la fuerza es Pedro Sánchez. Según Pedro Sánchez, la oposición es facha, los jueces que no cumplen sumisamente sus deseos son fachas, los empresarios que se resisten a ser desplumados son fachas. Él puede indultar a delincuentes condenados, eliminar los delitos por los que fueron condenados, puede desautorizar a la justicia que los condenó, puede colocar a sus peones más sectarios y obedientes en las principales instituciones del Estado, fiscalía y Poder Judicial incluidos, evidenciando su vocación totalitaria, puede acusar de golpistas a los miembros del Tribunal Constitucional que amparan la democracia y los derechos de la oposición, y puede acusar también a la oposición de golpista y de facha si se resiste a ser ninguneada. Sr. Algorri, su columna de hoy es muy clara. Como Ud. dice, el libro de García-Margallo y Eguidazo identifica muy bien los problemas de hoy en España. Le ha faltado ir un poco más allá y señalar claramente quién es el máximo responsable de la deriva sectaria y destructiva en la que hoy nos encontramos, que no es otro que Pedro Sánchez.