Opinión

Madrid: la virtud y el escándalo

La política virtuosa está muy bien cuando elimina corruptos y prácticas negativas, pero es nociva al convertirse en una costumbre preventiva

  • Cristina Cifuentes en la Asamblea

La sesión de la Asamblea de Madrid sobre el caso del máster de Cifuentes certifica la pantomima que en demasiadas ocasiones se ha convertido la vida parlamentaria. Si un cargo público ha falseado un título universitario, o su currículum de actividades profesionales, ojo, debería dimitir, volver a la vida privada y soportar las consecuencias legales. Pero algo no funciona bien cuando se elimina la presunción de inocencia y la oposición se envuelve en la virtud, convirtiéndose en el ojo incansable de los posmodernos Comités de Salud Pública, siempre atentos a las cámaras.

Ya proclamaba Robespierre que hay que poner el destino de la libertad en manos de la Verdad, así, con mayúscula, porque solo tras ella está la virtud, y con ésta, la democracia. A partir de ahí, el fundador del terrorismo de Estado, se envolvía en el papel de defensor de los intereses populares porque, decía aquel abogado, lo virtuoso está en el alma de las capas populares. Pueblo y virtud frente a casta y corrupción; no hay mejores coartadas emocionales, demagógicas y bastas para hacer oposición populachera en tiempos de crisis de régimen.

Pueblo y virtud frente a casta y corrupción; no hay mejores coartadas emocionales, demagógicas y bastas para hacer oposición populachera

La virtud no es solo un comportamiento ético, sino, como estamos viendo desde la irrupción de la “nueva política”, una justa correspondencia con los intereses de la gente. La política virtuosa está muy bien cuando elimina corruptos y prácticas negativas, pero es nociva al convertirse en una costumbre preventiva, una pose o una retórica televisiva que mina las bases de la convivencia y la lógica de la política.

En la petición de virtud no importa el tema cuando se es oposición. Lo relevante hoy es mostrar que se pone contra las cuerdas al gobierno al tiempo que se mantiene la prístina y maquillada imagen de virginidad. Da igual que sea el político que mete la mano en la caja, o las pensiones, la prisión permanente revisable, la ley de memoria histórica o los presupuestos del Estado. Eso es irrelevante, porque lo que trasciende es la creación de un nuevo paradigma política, ese ethos tramposo que nos sacará de esta crisis permanente.

Es la virtud robesperriana, esa invención de un pueblo unido a través de una moral única impuesta desde el Poder; un poder que ya no está en este gobierno mendicante, cainita y contradictorio, que no sabe qué hacer salvo sobrevivir. El ejecutivo ha dejado de ser previsible, salvo en la pertinaz indecisión que le acompaña y una quietud que contrasta con un mundo político en cambio vertiginoso.

Los nuevos mandarines de la virtud son doctrinarios pero electoralistas, demócratas pero chantajistas, de un oportunismo que convertiría en gacelas a las leonas del Serengeti

Al otro lado, en cambio, los nuevos mandarines de la virtud son doctrinarios pero electoralistas, demócratas pero chantajistas, de un oportunismo que convertiría en gacelas a las leonas del Serengeti. Es la “nueva política”, esa que lo mismo te plancha un huevo que te fríe una camisa pero que lo tiene claro: mostrar virtud frente a corrupción. Se trata de mostrar una sociedad en conflicto continuo, cuya única solución es la bandería. Porque, como sentenciaba Saint-Just, quien no quiere la virtud quiere la corrupción.

La vida parlamentaria necesita una verdadera regeneración con una mejor selección de representantes, con partidos más democráticos, menos caudillistas y telegénicos, y sesiones donde no se pierda el tiempo. Nuestro sistema tiene como eje los Parlamentos, depositarios de la soberanía popular, y no pueden convertirse en un plató de televisión. Nos ha pasado otras veces en la historia de las Cortes, y el resultado, con el tiempo, fue bastante doloroso.

En el ocaso de la Restauración, cuando ya se habían ido los grandes líderes del hoy malhadado bipartidismo, ya apuntó Azorín, buen escritor, mala persona, que una cosa era la patria y otra el Congreso. Mientras el país necesitaba de una dirección, o que le dejaran en paz, las oposiciones y los gobiernos, jugaban al obstruccionismo parlamentario, a la triquiñuela y el chantaje. Eso sí, todos, desde Romero Robledo a Nicolás Salmerón, muy campanudos y atrincherados en su dogma. Escándalos sonoros y virtudes impostadas.

Aquella crítica fue un falso regeneracionismo, porque lo que fallaban no eran las instituciones sino el personal político, los dirigentes, la clase política, incluida la “nueva”. Faltó entonces, como hoy, aquello que llamaba Furet la “convergencia de centros”. Nada que ver con el centrismo, no huyan, sino con el sentido de Estado, máxime si éste es democrático, constitucional, homologable al resto de Europa, y ya de mediana edad. Y el que ejerza un cargo público y no entienda esto, más nos vale que se vuelva a casa.

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