Cada cierto tiempo, con la certidumbre con que regresan las golondrinas a sus nidos o las cigüeñas a las espadañas (las de antes; muchas cigüeñas de ahora ya no migran), retorna a los titulares de los periódicos el señor de la manta. Llevamos así muchos años, ocho o nueve quizá, quién se acuerda. La primera vez sí, la primera vez nos impresionamos mucho: “Los papeles secretos de Bárcenas. El tesorero del PP tira de la manta”, venía a decir el reclamo, y corrimos todos a ver, y nos dijimos, atónitos, que el partido conservador no podría soportar aquello y que iba a reventar de un momento a otro. Pero eso no sucedió.
La segunda vez nos anunciaron: ahora sí, ahora Bárcenas tira de la manta de verdad. Y nos dijimos: hombre, algo se le habrá olvidado. Con tanto sobre y tanto cuadernito y tanto “Luis, sé fuerte”, a ver quién tiene cabeza para acordarse de todo. Querrá completar los datos. Pero tampoco pasó nada. El PP siguió más o menos como estaba y la manta, a lo que pudo verse, también.
La tercera: esta vez es la buena, ahora sí que Bárcenas tira de la manta, ya verán. Muchos ni nos movimos, para qué. Empezaba a convertirse en una costumbre. La cuarta, la quinta, yo que sé: por mi madre se lo juro, Bárcenas tira de la manta de-fi-ni-ti-va-men-te y lo cuenta todo, pero todo, no se lo pueden perder. Bien, pues pasamos la página tan tranquilos, buscando qué había hecho Nadal o la previsión del tiempo para El Bierzo.
De Génova a Soto del Real
Hace tiempo que creo que en este asunto hay un importante ingrediente psicológico. Treinta años repartiendo sobres, manejando dinero por encima y por debajo de la mesa; treinta años siendo indispensable, el perpetuo y peligroso hombre de confianza; treinta años de saberlo todo de todo el mundo (con el poder que da eso) son muchos años. Crean costumbre. No se pasa así, sin más, con toda serenidad, del despacho omnipotente de Génova a jugar a las cartas en la prisión de Soto del Real. Es perfectamente comprensible que este hombre eche de menos el nervioso respeto que le tenían, el que le cogiese el teléfono todo el mundo, el sordo temor que dejaba tras de sí, el que los conserjes de Génova tuviesen que contenerse para no saludarle militarmente cuando le veían llegar.
Y se planta ante el juez con esa displicencia tan suya, con ese aire de tener el asunto controlado, de estar por encima de esos juegos ceremoniosos de “señoría” y “con la venia”
Por eso, creo yo, llama al juez cada cierto tiempo. Por eso le dice que esta vez sí, que esta vez lo va a contar todo. Que se siente traicionado (ha sido traicionado) y que no aguanta que le traten como a cualquiera (en cuanto sus cómplices y beneficiarios le perdieron el miedo, le han tratado más bien como a un cualquiera). Y allá que va Bárcenas, otra vez, otra vez más, con su famosa manta. Y se planta ante el juez con esa displicencia tan suya, con ese aire de tener el asunto controlado, de estar por encima de esos juegos ceremoniosos de “señoría” y “con la venia”. Con ese aspecto entre temible, burlón y despectivo de Vito Barceone que le hemos visto tantas veces.
Y entonces el juez dice: a ver, señor Bárcenas, a ver la manta. Y resulta que debajo de la manta no hay nada. Hace mucho tiempo que ya no queda nada. Es una pena que las niñas de ahora ya no canten ni jueguen a la rayuela la plaza (en cuando alguna despunta o sale desparpajada, su madre hace lo que puede para colocarla de influencer), porque a Bárcenas, en otro tiempo, las chiquillas le habrían sacado cantares: “Debajo de la manta de Luis Barcenas / no queda ni un bocado para las hienas”.
Chantaje y rencor
Bárcenas está ya en la historia de España por dos motivos. El primero y más importante, porque ha merecido el alto honor de ser el protagonista de una historieta de Mortadelo y Filemón, El tesorero, sin duda una de las obras maestras de Francisco Ibáñez. El otro motivo, no demasiado menor, es que gracias a él pudimos comprobar todos que es perfectamente posible que un partido político se comporte en España como una cuadrilla de ladrones sin que eso traiga consecuencias irreparables. Para sacar a Rajoy de La Moncloa, Iván Redondo tuvo que urdir un “pacto de Monipodio” en el que, como se va viendo, hay muchos más puñales que sonrisas, mucho más chantaje y rencor contenido que lealtad a la nación. Y no está nada, pero nada claro, que en la caída del Prócer de Santa Pola tuviese un papel determinante, de causa-efecto, la corrupción rampante que pringaba a todo dios y de la que Bárcenas sabía más que nadie, porque era el untador. Vivimos en un país en el que, desde hace dos siglos, los bandoleros son héroes populares; y los miqueletes, o los carabineros, o como quiera que se llamen los guardias, son los malos. Vivimos en el país (ya lo he escrito aquí alguna vez) que tanto ha jaleado las andanzas del Dioni, de Gil, de Julián Muñoz, de Ruiz-Mateos. Ese es el país de Bárcenas. Y el de su espelurciada manta.
Es verdad que en Italia (acordémonos de Craxi) o en Alemania, o en tantos países, el partido estaría disuelto y habría sido reemplazado por otro. Pero esto es España
Por esa razón Pablo Casado tiene poco que temer. Cuando junta bastante sangre fría como para asegurar que lo que diga o deje de decir Bárcenas no le concierne, porque “eso es el pasado” y porque “forma parte de un PP que ya no existe”, está diciendo una sandez que no se cree ni el tipo que le mira desde el espejo del baño, porque los partidos, todos los partidos, son como las serpientes: mudan de piel cada cierto tiempo, pero la serpiente es la misma, cómo no lo va a ser. Eso Casado lo sabe perfectamente. Pero también sabe que Bárcenas y su manta ya han hecho todo el daño que podían hacer. Que tampoco ha sido, la verdad, ninguna catástrofe. Es verdad que en Italia (acordémonos de Craxi) o en Alemania, o en tantos países, el partido estaría disuelto y habría sido reemplazado por otro. Pero esto es España. La España de Lerroux y de la famiglia Pujol. La España de los ERE andaluces. La España de Villarejo. La España de Bárcenas.
Ahora su abogado, que habla como un untuoso cura de los de mi tiempo, solicita respetuosamente al juez, en nombre de “don Luis”, un careo entre su patrocinado y Mariano Rajoy. Bien, está claro: este hombre necesita que lo quieran. Echa de menos la fama. El espectáculo.
Si no tarda mucho en salir de presidio es muy posible que acabe en Sálvame, que es, me parece a mí, su espacio natural. Serán dignas de atención sus opiniones sobre la Pantoja y sobre Antonio David. Si yo fuese el taimado Jorge Javier le iría preparando el contrato: que lo sienten junto a los Matamoros y que le hagan presentarse en el plató envuelto en una manta del Val de San Lorenzo, que son las mejores y las más tupidas. Le van a aplaudir mucho. Y quizá vuelva a ser feliz.