Los Reyes Magos me trajeron en Navidad un calendario lunar de esos que ya no se estilan. Un lunario de papel en el que tienes que arrancar cada día como si fuera el último y que, consumidos los meses, queda raquítico como un esqueleto. Cuando el pasado 6 de enero, sentada sobre la moqueta beige del salón y con la misma ilusión que solía de niña, rompí el envoltorio del paquete y lo vi, tuve la sensación de viajar en el tiempo hasta aquella época en la que mi abuelo aún vivía y un almanaque colgaba siempre de la pared de la cocina. Me sorprendió y gustó a partes iguales un regalo impensable quizá en este mundo actual en el que el año entero cabe en un teléfono móvil sin necesidad de tener que voltear hoja tras hoja con la sensación de que nunca llega el final.
Desde entonces, ese calendario aguarda paciente a que rompa con el ayer y me quede en el hoy en la mesa de madera en la que desayuno cada mañana. Actualizarlo se ha convertido casi en una religión a la que me entregué también el martes. Mientras tomaba un café con leche lo vi de reojo a mi derecha encima del ordenador y procedí a ponerlo al día. Era 11 de marzo del 2025. El sol salía a las 7:33 y se ponía a las 19:17 y la luna estaba creciente. Terminado el rito, lo dejé en su lugar y continué con mi rutina.
Habían sido relegados al final del telediario y sustituidos por otros muertos, por los de la pandemia que obligó al gobierno a decretar un estado de alarma que entró en vigor hace justo ahora cinco años y por los fallecidos de la Dana cuyos cuerpos todavía escuecen
Tuvieron que pasar varias horas hasta que recaí de nuevo en aquel lunario y me detuve en ese 11 enorme y negro como la noche y en el mes que yacía justo encima en minúsculas. “¿Once de marzo?”, pensé, “¿fue tal día como hoy?”. Y ahí está lo terrible, lo sangrante, que llegué a vacilar y a dudar por un instante de la efeméride, que tuve incluso que pronunciar “once de marzo” en voz alta para cerciorarme de que sí, de que habían transcurrido veintiún años desde el mayor atentado de la historia de nuestro país. Me supo fatal el descuido, semejante olvido, el desafío al que me sometió la memoria y quedé removida por largo rato. Tanto, que al dar las tres en el reloj puse un informativo en la televisión. Quería comprobar en qué lugar -si es que incluso le daban un lugar- quedaba ahora aquella tragedia. Tuve que esperar veintidós minutos exactos para escuchar a la presentadora de turno hacer una breve, brevísima y veloz mención de los actos de homenaje a las víctimas que tuvieron lugar en Madrid. Constaté así que los cerca de doscientos muertos y miles de heridos, ya no eran prácticamente noticia. Habían sido relegados al final del telediario y sustituidos por otros muertos, por los de la pandemia que obligó al gobierno a decretar un estado de alarma que entró en vigor hace justo ahora cinco años y por los fallecidos de la Dana cuyos cuerpos todavía escuecen, aunque no queman tanto como para renunciar al poder. Así se escribe lamentablemente la historia. Así la escribimos nosotros cada vez más aferrados a aquello de que “los periódicos de hoy llenarán los cubos de basura de mañana”. Qué líquida y frágil es la memoria. Qué cambiante la actualidad.
Hace varios fines de semana viajé a Valencia con mi familia para visitar el Oceanográfico y el Museo de las Ciencias -ambos altamente recomendables, por cierto-. Lo cuento aquí porque hay precisamente en este último lugar una exposición dedicada a la memoria en la que me enredé varios minutos leyendo los textos informativos y poniendo a prueba mi destreza con el recuerdo en los diversos juegos didácticos allí presentes. Me dediqué, por ejemplo, a recomponer las piezas de una cara que acababa de ver o a abrir los cajones de una antigua cómoda que guardaban, entre otras cosas, unas pinturas de la marca Alpino cuya misión no era otra que evocar en mí aquel tiempo en el que lucía uniforme y llevaba en la mochila un estuche con la cremallera a reventar repleto de esos lápices de colores. Del pasado al presente de un plumazo a través de un objeto. Fue toda una experiencia poder parar y comprobar cómo a menudo borramos y reinterpretamos imágenes y acontecimientos aparentemente lejanos, aunque no tanto. Una sensación que reviví este último martes 11 de marzo al corroborar tristemente que uno de los mayores dramas de nuestra historia reciente formaba parte ya del amplio archivo del olvido.
“Si lo recordáramos todo, en la mayoría de ocasiones estaríamos tan enfermos como si no recordáramos nada”. Su autor es el filósofo y psicólogo estadounidense William James. Fotografié la frase en uno de los paneles que complementaban la muestra del museo y la recuerdo hoy aquí porque la memoria tiene muchas virtudes, aunque en ocasiones resulte más sencillo olvidar.
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