Opinión

Nullius in verba

Mientras en Argentina imaginan la luz al final del túnel, en España adivinan el túnel al final de la luz.

El triunfo de Javier Milei es el espejo en el cual los españoles de bien contemplan su imagen invertida. En

  • Javier Milei -

Mientras en Argentina imaginan la luz al final del túnel, en España adivinan el túnel al final de la luz.

El triunfo de Javier Milei es el espejo en el cual los españoles de bien contemplan su imagen invertida. En España han triunfado los colectivistas de siempre, en Argentina sucederá lo que nunca: asumirá la presidencia un libertario místico.

“Se está consumando un auténtico cambio de régimen por la puerta de atrás”, ha dicho Isabel Díaz Ayuso, ominosa sombra ubicua de quienes promueven la demolición del estado de derecho. No se equivoca. Los déspotas irrumpen por atrás, y desde atrás, con inopinadas puñaladas traperas. En España, el régimen ha decidido llamar a las cosas por su nombre: elevó a Don Pedro a la categoría de Restaurador de las Leyes y proclamó la suma del poder público. “El Estado soy yo”, dictaminó el Rey Sol, cuando no era ridículo afirmarlo.

En España “no va a haber ni Trump, ni Milei, ni Bolsonaro, ni Wilders, ni Feijóo, ni Abascal”, exclamó Don Pietro con pasmosa naturalidad, como si estuviese hablando de su propia hacienda, en un acto del Partido Socialista Obrero Español (¿alguna de esas cuatro palabras aún tiene pulso?). “Señálame un hombre y te diré el crimen”, bien podría haber agregado a modo de justo homenaje a la gesta de 1917. Si no olvidó mencionar a algún otro archivillano, es asunto concluido. Comuníquese, publíquese y archívese.

Por si todo eso fuese poco, días después, el Karai Guasu de la Moncloa, decidió propinar a Díaz Ayuso un escarmiento ejemplar: no la invitó a una ceremonia ferroviaria. ¿Cuál será la próxima estación de este triste tren fantasma? ¿Se celebrarán tributos al doctor Rodríguez de Francia y se instaurará el título de Dictador Perpetuo? Todo es posible si la ley es obstáculo antes que sustancia.

En Le Surmâle, Alfred Jarry narra las aventuras de André Marcueil, un hombre capaz de realizar prodigiosas proezas de vigor y ​​atletismo sexual. La novela, publicada en 1903, es una sátira sobre la obsesión de principios de siglo XX con la revolución de las máquinas y los récords de resistencia en toda su infinita e inútil variedad. Marcueil es la encarnación paródica del indio de Teofrasto quien, según Rabelais, con la ayuda de cierta hierba, lo hizo en un día más de setenta veces. Sus hazañas intrascendentes y la banalidad de su existencia habrían convertido hoy a Marcueil en algo parecido a una celebridad por derecho propio.

Al disponer de privilegios exorbitantes, impunidad ilimitada y la posibilidad de ejercer cargos públicos indefinidamente, las burocracias modernas crean y conservan un estado de corrupción crónica

La novela incluye el capítulo La Carrera de las Diez Mil Millas entre un tren y un equipo de cinco ciclistas impulsados ​​por una droga sintética. La vana competencia es una alegoría del mundo en el cual vivía Jarry, un lugar muy diferente, pero también muy similar al actual. Otras son las modas, pero la constante sigue siendo invariable. Lo que merece ser pensado en esta época de vacuas locuacidades es que no pensamos.

Pero, mientras Jarry, un hombre culto e inteligente, expone con humor el mito del superhombre y lo revela como artificio grotesco, Occidente desborda de impostores que emulan a Marcueil y se convierten en la caricatura de la caricatura. Al disponer de privilegios exorbitantes, impunidad ilimitada y la posibilidad de ejercer cargos públicos indefinidamente, las burocracias modernas crean y conservan un estado de corrupción crónica que degenera todo lo que toca.

La caída de España, tierra de adelantados, no es accidente, sino el primer episodio estelar en un proceso de degradación global

El lema clásico Nullius in verba significa En la palabra de nadie. Expresa la resolución de oponer a la dominación del poder de turno los hechos de la inapelable experiencia. La frase proviene de la Epístola de Horacio a su benefactor Mecenas donde afirma no ser devoto de ninguna secta en particular ni estar ligado a ninguna escuela filosófica. El lema fue extraído del primero de dos hexámetros: “No estoy obligado a jurar lealtad a ningún maestro. Encontraré refugio dondequiera me arrastre la tormenta”. Para que la civilización tenga alguna oportunidad de sobrevivir, la gente pensante -o lo que quede de ellos- debería abandonar el hábito de respetar al funcionario público, en tanto el Estado continúe siendo el aguantadero desde donde se persiguen y castigan las libertades individuales.

La caída de España, tierra de adelantados, no es accidente, sino el primer episodio estelar en un proceso de degradación global. El modelo hegemónico se consolida como combinación de oligarquía hereditaria y oclocracia caótica. Deimocracia, en todo caso, es el nombre apropiado para denominar la decadencia digital del antiguo régimen. El rótulo remite a Deimos, la personificación del terror en la mitología griega.

Glorificar el terror es la misión del déspota. Combatirlo es la obligación del ciudadano honesto y el funcionario probo. “Una democracia saludable es aquella en la que el poder legislativo controla al ejecutivo con luz y taquígrafos. Y donde ninguno de esos dos poderes invade, corrige ni coarta al judicial que es garantía frente a cualquier exceso o arbitrariedad”, ha declarado la presidenta de la Comunidad de Madrid con singular precisión. Y toda la razón está de su lado.

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