El Padrino III es la menos valorada de las partes que componen la trilogía cinematográfica de El Padrino que dirigió Ford Coppola. Las discusiones entre los amantes de esta obra parece que siempre versan en si El Padrino I es mejor que la II o al revés, quedándose la tercera como el cisne menos agraciado de los tres (porque aquí no hay patitos feos) de manera indudable. Sin embargo, en mi opinión, la tercera parte es tan buena como las demás y no me atrevería a decir que no pueda considerarse la mejor también.
Los que la hayan visto recordarán los intentos de Michael Corleone por abandonar los negocios de dudosa reputación para dedicarse a lo inmobiliario. Los intentos liquidando, esta vez con dinero, a sus socios de pasar desde el lado oscuro de la vida al claro y luminoso. Para ello, se acerca a la curia vaticana incluso. Le vemos entrevistarse con el arzobispo norteamericano Gilday, un fumador empedernido que media en el conflicto mafioso y que le procura el nombramiento de caballero de la Orden de San Esteban, uno de los más altos honores, en la película, si no el mayor, con el que el Papa premia los servicios prestados a la Iglesia, a imitación de la Orden de San Gregorio Magno en la realidad.
El gran servicio, al margen de una fundación, la Vito Corleone para la promoción educativa de los niños sicilianos, es una generosísima contribución económica a Gilday (600 millones de dólares de 1990) para que tape el agujero que se ha generado en las finanzas vaticanas (otro remedo pero en este caso de los sucesos del Banco Ambrosiano). En el momento en que Gilday negocia la cantidad, afirma que le parece que no queda más poder que el de absolver las deudas, a lo que Michael Corleone le contesta que no subestime el poder de absolver los pecados.
Este poder de absolver los pecados es el gran poder del PSOE en la sociedad española. Y a los que retienen los pecados, les quedan retenidos, y si no que se lo pregunten a Zaplana, a Rato, a Rajoy o al hermano de Díaz Ayuso
Y ese es el poder más grande que existe y que ya no tiene la Iglesia Católica sino, en España al menos, el Partido Socialista Obrero Español. El de absolver los pecados. No importa lo que hayas hecho, porque si tienes el carnet y aceptas la penitencia que te imponga el partido, tus faltas no existen. De hecho, no habrán existido jamás, lo que constituye una absolución aún mayor que la eclesiástica. Ahí tenemos los ejemplos de Chaves y Griñán. Este poder de absolver los pecados es el gran poder del PSOE en la sociedad española. Y a los que retienen los pecados, les quedan retenidos, y si no que se lo pregunten a Zaplana, a Rato, a Rajoy o al hermano de Díaz Ayuso.
Para ello, cuenta el PSOE con su numerosa parroquia de creyentes y sus púlpitos, desde donde un conjunto de clérigos del periodismo anuncia los edictos de excomunión y nos recuerdan que no hay salvación al margen del PSOE, y que los herejes de la ultraderecha están excomulgados latae sententiae. Es decir, sin necesidad de procedimiento alguno.
Un ángel que nunca cayó
Con tal poder, cuesta no comprender a Puigdemont que se pregunta por qué el no puede disfrutar de tan amplia reparación de sus faltas. Se comprende el santo temor de Feijoó, Abascal y Aitor Esteban a quedar fuera de la salvación. Se comprende la tranquilidad de las conciencias de los auténticos hijos del PSOE: Bildu, Sumar, Podemos… y su santa ira contra los impíos. Se comprenden tantas cosas…
Pero hete aquí que ha llegado un ángel que nunca cayó, porque desde el barro en donde estaba elevó a Sánchez y a su curia. Un ángel que no reconoce a nadie el poder para absolver sus pecados porque él nunca pecó. Porque, como decía Nixon, todo lo que hace el presidente es, por definición, legal. Y en eso estamos.