Cuando enseñaba Sociología de la Religión en la Universidad Complutense propuse a varios alumnos investigar modestamente la marcha de la secularización en la diócesis madrileña. Usábamos para ello la medida de un dato --puesto en circulación, si no recuerdo mal, por la influencia de Berger y Luckmann--conocido como “índice de frecuentación sacramental”, consistente en medir estadísticamente la evolución de la práctica religiosa en la postguerra española.
En algunas iglesias no se autorizó la consulta pero en otras, no pocas, los estudiantes consiguieron obtener en los registros parroquiales datos reveladores que permitían esbozar siquiera –la investigación no pasaba de obedecer, por supuesto, a una simple e ingenua curiosidad—la sorprendente curva de esas prácticas. Y el resultado, como suele ocurrir con las hipótesis elementales, resultó por completo previsible: los bautizos, confesiones y penitencias, confirmaciones, extremas unciones y casamientos crecían exponencialmente tras el fin de la guerra civil, frenaban a partir de los años del primer desarrollismo y decaían, al fin, como rebotados, en los decenios siguientes, lo que parecía demostrar la estrecha relación existente entre las condiciones económicas y el proceso de secularización. Rumbo al 68 la religiosidad de los madrileños fue enfriándose con ritmo idéntico al que intensificaba la urbanización y los intensos cambios experimentados por la sociedad.
Nada de todo aquello permitía imaginar siquiera en aquel entonces la crisis actual de las feligresías –no estaban tan lejos aún imágenes como las del cardenal Segura manteniéndoselas tiesas con el propio Franco o la de Gomá saludando en público brazo en alto—y, por descontado, ni se atisbaba el menor indicio de la profunda crisis actual. La noticia de unos curas rogando públicamante a Dios que se llevara al Papa reinante, la de unas monjas pasteleras declarando usurpadores a todos los pontífices sucesores de Pio XII o denunciado a su Ordinario, hubiera sido entonces, como es lógico, pura ficción, sueño tal vez de imaginaciones malignas, mientras que hoy, como saben, no solo son acogidas por el público con normalidad sino –y eso es lo, a mi juicio, decisivo— que se divulgan ante la impotencia de una jerarquía eclesiástica petrificada en un mar de dudas como el que en su día se agitó amenazante con motivo de la pintoresca aventura del Palmar de Troya.
Lo que no se percibe ni por una rendija, sin embargo, es un signo fiable, siquiera embrionario, de resistencia decidida frente a la corrupción rampante, a la mentira entronizada o al mismísimo terrorismo
Claro que, bien pensado, eso era lo natural y lógico que esté ocurriendo en un ambiente social hondamente deprimido por una crisis ética y moral implacable como la que vivimos, porque no veo preciso insistir en que la circunstancia religiosa depende de modo directo y sin remedio del actual desfondamiento de la disciplina social. ¿Por qué los obispos iban a ser más enérgicos con sus desertores que el propio Gobierno con sus disidentes internos, a santo de qué iban esos monseñores a aplicar el Código Canónico a unos curas más o menos trabucaires que ultrajan al mismísimo Papa o a unas sorores rebeldes, enredadas, al parecer, en pingües negocios urbanísticos, si los narcos del Estrecho se pitorrean de un Gobierno que se la pilla con papel de fumar incluso cuando tiene sobre la mesa la tragedia de unos cuantos agentes asesinados?
Hay hoy en España gente alarmada ante una crisis económica latente que dicen que se agita como gusanera bajo un Gobierno heteróclito enredado diariamente en fías y porfías, como hay otra que se asusta –viendo las iglesias vacías o la Justicia avasallada—ante la patente crisis ética y moral. Lo que no se percibe ni por una rendija, sin embargo, es un signo fiable, siquiera embrionario, de resistencia decidida frente a la corrupción rampante, a la mentira entronizada o al mismísimo terrorismo, con el que el Poder se alía a ojos vista y con el que trata de evitar incómodas colisiones. A esos curas rompetechos no ha de faltarles el pan nuestro ni a las clarisas levantiscas, en el peor de los casos, un hábito de beguinas. Es España, somos “nosotros” –sea lo que, a estas alturas, signifique ese pronombre--, somos usted y yo y los que vienen detrás, quienes únicamente tenemos ya derecho siquiera al pataleo.
Norne Gaest
Habla Vd. de hace mucho tiempo, cuando España pasó del nacional catolicismo de posguerra a la secularización y el desarrollismo de los años 60. Tuvo su culmen en el Congreso Eucarístico en Barcelona, año 1952, y el Concordato con el Vaticano del año siguiente. Pero desde los años 60 citados la Iglesia fue perdiendo influencia: los seminarios se vacían, en las iglesias (salvo ceremonias como bodas, entierros, etc.) en lo cotidiano van quedando viejas y España va dejando, poco a poco pero inexorablemente, de ser mayoritariamente católica. Hoy la historia de las clarisas, el tunante que se disfraza de papa y el ex barman reciente que se disfraza de cura y tutela o lo pretende a las monjas, es un asunto estrafalario que parece propio del antiguo periódico de "El caso" y desde luego carnaza ideal para ser comentado en los medios de comunicación. En cuanto a la crisis moral de la sociedad secularizada, es evidente. Y tiene un nombre: el progresismo buenista que domina culturalmente, que ha rebajado las exigencias educativas y abandonado la enseñanza humanística, y que en nombre de la libertad y el progreso, resulta ser censor, nos oprime y además nos desarme frente a lo exterior, sobre todo frente al Islam. Los precipitados naturales los tenemos en el gobierno, ratificando en el cargo de un tahur sin escrúpulos al que las mentiras descaradas le resultan gratis, mientras sus lacayos colocados y los subvencionados del mundo sindical o del espectáculos le piden que no se vaya. Y todo ello en nombre de la cultura y democracia.... El mundo al revés, sectario y desvergonzado, está instalado, sustituyendo al católico de antaño.
Casandro
Comprao, perdón. Lo he dicho en español y no en el andalusí de la pareja aria de Cai.