Opinión

La regeneración incompleta de Núñez Feijóo

Solo si primero se pone fin al ilimitado poder de las cúpulas de los partidos será factible abordar un proyecto regenerador convincente

La palabra de los políticos cotiza desde hace mucho a la baja. Peor aún, las encuestas confirman que en España su valor ha tocado fondo. Recordemos el Eurobarómetro número 97 del pasado mes de septiembre: en la UE la confianza de los ciudadanos en los políticos se situaba en un 21% -media de los 27-. Mal dato. En España no superaba el 8%. Nefasto. Promesas reiteradamente incumplidas, compromisos alegremente traicionados, la normalización de la mentira como ordinaria herramienta de trabajo. No sé de qué nos extrañamos.

El plan de regeneración de Alberto Núñez Feijóo suena bien, pero ya sonaba estupendamente el que vendió Mariano Rajoy a los españoles en 2011 y luego, pese a contar con mayoría absoluta, metió en un cajón bajo siete llaves. Ese, la escasa fiabilidad de los políticos, es el en gran obstáculo que deben superar las promesas de Feijóo. No es que se dude de su palabra; es que, más allá de la natural credulidad del respetable, no hay razones objetivas para no dudar a priori de su palabra. ¿Por qué creer ahora a un PP que ya nos engañó? ¿Qué garantías, salvando el respeto que nos puedan merecer sus buenas intenciones, ofrece Núñez Feijóo?

Para trocar el escepticismo en confianza no basta con el sugestivo catálogo de medidas anunciadas. Hay que ir más allá. No hay regeneración posible si no se interviene en la raíz del problema. No existe la menor posibilidad de recuperar la fe ciudadana en la palabra de los dirigentes públicos si la regeneración anunciada, como es el caso, deja al margen de la misma a esos mismos dirigentes y a las estructuras en las que se refugian, los partidos políticos, origen habitual, dada su posición dominante en la pirámide de poder, de casi todo proceso de deterioro institucional.

No existe la menor posibilidad de recuperar la fe ciudadana en la palabra de los dirigentes públicos si la regeneración anunciada, como es el caso, deja al margen de la misma a esos mismos dirigentes

La ley concede a los partidos el monopolio de la representación política. Hasta ahí normal. El problema es el uso que se ha hecho de ese monopolio. Como ha recordado César Molinas, fue en la etapa de la Transición “cuando los políticos de entonces, muy influenciados por el recuerdo de la inestabilidad política de la Segunda República y tratando de asegurar la gobernabilidad de la nueva democracia por encima de cualquier otra consideración, decidieron ceder a las cúpulas dirigentes de los partidos un poder casi ilimitado, confiando en que unos partidos estables darían lugar a una democracia estable (Qué hacer con España. Editorial Destino).

Aquel modelo sirvió para lo que sirvió. Cumplió las expectativas mientras la democracia estuvo en el alambre. Hoy es un modelo sobrepasado y contraproducente. Como también denuncia Molinas, el monopolio de la representación política, financiado con el dinero de todos, no puede seguir practicándose “sin un riguroso control legal” que evite que “los partidos acaben convirtiéndose, como en España, en élites extractivas”. Auditorías anuales realizadas por organismos realmente independientes, cuentas transparentes, voto secreto para elegir a los delegados a los congresos, que, al igual que en otros países europeos, deberían celebrarse como mínimo cada dos años…

Transparencia y rendición de cuentas. Esa es la receta. Una nueva Ley de Partidos que acabe con la autorregulación y abra de verdad las puertas de las formaciones políticas a la sociedad, que ayude a oxigenar una militancia cada vez más sectaria y, a partir de ese principio constitucional que describe a los partidos como entidades de derecho público, contrarreste el poder de las estructuras funcionariales que controlan las formaciones políticas como si fueran sus exclusivas propietarias.

En el plan de calidad institucional de Feijóo no hay ni un solo epígrafe que sugiera la voluntad de poner fin a lo que César Molinas llama ‘la gran anomalía española’, una regresiva y opresiva partitocracia

No hay ni una sola palabra sobre esto en el plan de calidad institucional que ha hecho público esta semana Núñez Feijóo; ningún compromiso adquirido para el caso de incumplimiento no justificado de sus promesas; ni un solo epígrafe en el que siquiera se sugiera la voluntad de poner fin a lo que Molinas llama “la gran anomalía española”, una regresiva y opresiva partitocracia. Esto es, que los partidos políticos, en la práctica, dejen de ser entes opacos, sin apenas contrapesos, con un poder omnímodo que les ha permitido en muchas ocasiones sortear los controles a los que deben someterse el resto de instituciones.

No cuestiono las buenas intenciones de Feijóo. Estoy seguro de que cree en lo que dice, de que su intención, si un día obtiene el respaldo de la mayoría de los ciudadanos, es sacar las manos de la Fiscalía, el CIS, RTVE o el Consejo del Poder Judicial. Pero la palabra de un político, lamentablemente, hoy ya no es suficiente. Hace falta algo más. Primero, aplicarse el cuento, adecentar la casa propia antes de exigir limpieza y transparencia en las de los demás. Y después, imprescindible, el compromiso personal de vincular la supervivencia política al cumplimiento de una promesa: la renuncia a exigir desde el poder la cuota parte correspondiente del botín institucional. ¿Política ficción?

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