Las trompetas del Apocalipsis han vuelto a sonar, como cada semana, anunciando otra vez el final inminente de nuestra democracia. Un acontecimiento de tal magnitud requiere un tono sombrío, siniestro y dramático en su revelación, pero los heraldos del desastre que siempre está llegando y nunca llega suenan cada vez más como Peter Sellers en la escena inicial de El guateque. La diferencia es que aquí no hay directores que digan “¡Corten!” o que se pregunten “Qué está haciendo ese idiota”. Aquí nuestros Peter Sellers se pasan los 90 minutos de la película exhibiendo su agonía democrática ante la vuelta del fascismo, sin soltar la trompeta.
“Algo se ha roto en la democracia española”, decían el jueves. Las metáforas son muy útiles para estas cosas porque permiten fijarse en lo inmaterial, que no hace ruido. Lo material puede hacer crash, como cuando se lanzan botellas e impactan contra el suelo. Puede hacer bong, como cuando se vuelcan contenedores. O puede incluso hacer que griten personas concretas, cuando se lanzan piedras y se rompen cabezas o narices. Pero en estos casos la democracia no se rompe, incluso aunque todo eso pase en medio de una campaña electoral. En estos casos la realidad hace inútil la metáfora, y sin metáfora el analista de tono severo se aburre.
“El PP, al legitimar a la extrema derecha, ha roto el pacto constitucional. Ya no hay consenso sobre el régimen del 78”, decía también el jueves otro analista. La apelación sentida y lacrimógena al consenso, que es algo que también se rompe, nunca puede faltar. El consenso es de hecho otra metáfora, incluso un eufemismo para referirse al sectarismo. El consenso es algo así como el fin natural de nuestra democracia, convenientemente entregada a la teleología, y para alcanzarlo y mantenerse en él basta con no dejar nunca de asumir los principios del progresismo patrio. Es decir: privilegios territoriales, desigualdad de los ciudadanos ante la ley, defensa de la voluntad política sin límites ni controles. Cuando se intenta construir una alternativa a esos principios aparece el analista político responsable: “no hay consenso sobre el régimen del 78”. Bien. Ya iba siendo hora.
En España, según nuestros analistas políticos más razonables y racionalistas, lo ultra es no creer a ciegas y lo moderado es ser un verdadero creyente
De todos los lamentos de estos días hay uno que me parece especialmente interesante, porque además se ha repetido desde varios canales. En España, viene a decir el argumento, estamos viendo a los ultras entrar en un Parlamento por primera vez. Y se ponen dos ejemplos en esa ontología apresurada de lo ultra: no creen en las autonomías y tienen posiciones dudosas respecto a Europa. Les falta fe, vaya. En España, según nuestros analistas políticos más razonables y racionalistas, lo ultra es no creer a ciegas y lo moderado es ser un verdadero creyente. Llevar la política al terreno de la fe no suele ser buena idea, pero entremos al juego.
Tomemos el Manifiesto en favor de la democracia publicado hace dos años, una ilustración perfecta de ese consenso que se rompe. Tenemos ahí a partidos que no creen en la unidad de España; partidos que no creen en la igualdad de todos los españoles ante la ley; partidos que no creen que la ley deba ser siempre un límite a la voluntad popular, que es algo así como el requisito mínimo para ser admitido en el club. Por tener, tenemos incluso un partido -al menos- que no cree en el derecho a la vida. Lo importante, con todo, es que no se limitan a no creer; son partidos que trabajan desde las instituciones para disolver España, para disolver los lazos entre los españoles y para disolver los mecanismos de control a la voluntad política. Pero algo se ha roto en la democracia, señalan los analistas comprometidos, porque el PP ha metido en el Parlamento castellanoleonés a un partido que “no cree en las autonomías”, y que pretende otorgar más poder de decisión al Gobierno central y a las provincias, por la razón que sea.
Vox ya gobernaba
Hablemos, ya que estamos, de la razón. Hemos visto a dirigentes y simpatizantes de otro partido político señalar esta falta de fe autonómica como un gran déficit democrático. Es un partido que se llama Ciudadanos. No Autonomías; Ciudadanos. Es decir, ciudadanía española, común, ante todo; al menos hasta que deja de ser conveniente. Un partido cuya misión principal era precisamente combatir la cesión constante de competencias a las autonomías, que es lo que ha permitido que en muchas regiones españolas los partidos nacionalistas hayan construido regímenes para controlar incluso la lengua en la que han de hablar los ciudadanos. Es normal que los heraldos del bloque progresista se muestren incómodos ante cualquier mínima desviación respecto del consenso. “Su carencia de fe resulta preocupante”, ya se sabe. Lo que extraña un poco es que un partido como Ciudadanos, el partido racional e ilustrado, haga suyo ese análisis. Pero en fin, cosas más raras se han visto estos días.
Terminemos con una de ellas. En Deia, un cronista autonómico dejaba el viernes uno de los análisis más finos que se han podido leer sobre el pacto que traerá oscuridad, horror y destrucción a la política española. Terminaba su artículo con esta frase: “Si lo piensan, lo cierto es que Vox ya había gobernado en Castilla y León: cuando todavía formaba parte del PP”.
Tantas trompetas apocalípticas para acabar revelando que lo que ha llegado a nuestros parlamentos no es más que lo que ya había antes.