El nivel ha bajado mucho y nuestras exigencias aún más. La vida social, lo cotidiano, se ha visto comprometido del tal modo que estamos intimidados. Intimidados por las mentiras que tienen un período de caducidad cada vez más limitado. Intimidados por lo que rodea a la pandemia, en ocasiones tan letal como la pandemia misma; una ciudadanía embozada de mascarillas provoca un rechazo visceral. ¿Alguien se imagina las playas del verano llenas de sujetos con dos piezas sobre el cuerpo: el bañador y la máscara? Será alucinante y dará pie a que los cuerpos serranos se animen al nudismo y aparezcan con una única prenda que les evite el escándalo; se cubrirán la cara, que es algo más singular en el ser humano que los culos y las tetas. Un chiste siniestro que no se les hubiera ocurrido ni a Chumi Chúmez ni a Azcona.
Si se paran un momento a pensarlo estamos bajo el imperio de la estupidez reblandecido por una capa de mediocridad. Ciencia ficción para colegiales aburridos; con eso bastaría para llegar a la conclusión de que nuestro nivel ha bajado mucho y amenaza con seguir cayendo. Mientras la gente pelea por cómo llegar a fin de mes sin dejar la dignidad en el intento, la izquierda asentada repite como un mantra la novedad filológica y nos fuerza a hacer el ridículo grupal de la división en géneros: nosotros, nosotras y nosotres. Vuelve el olvidado epiceno del viejo bachillerato, traído por quienes parecen haberlo aprendido todo de redes, series y circos mediáticos.
Curioso atolladero donde nos han metido; creíamos que la lucha de clases se había amortiguado con recetas socialdemócratas… y aparecieron los signos de la estulticia hegemónica. Reconozco que cada vez que escucho a Irene Montero en su nuevo cargo honorífico de Académica de la Lengua con salario de ministro, o ministra o menistre, me entra un vahído de repugnancia y me pregunto una vez más cómo hemos caído tan bajo y sin un grito de ¡socorro! Si no fuera un gesto más, habría que adaptar la figura del violador o violadora para quien asalta el lenguaje en detrimento de la comunicación entre gentes que no acosan a menores indefensos y que intentan entenderse en una sociedad de estúpidos charlatanes.
Este país nuestro está confinado en una burbuja de autosatisfacción que produce la más pobre prosa que se registra desde nuestro misérrimo siglo XVIII
Ahora que se celebra la Feria Anual del Ganado Literario, más conocido como Día del Libro o Sant Jordi, sería una buena ocasión para dejarse de chorradas y exhibiciones, gritar ¡basta! y empezar reconociendo que desde la humilde y digna literatura de los años sesenta del pasado siglo este país nuestro está confinado en una burbuja de autosatisfacción que produce la más pobre prosa que se registra desde nuestro misérrimo siglo XVIII. Como entonces, estamos llenos de aristócratas de la pluma que ejercen de faranduleros de lo intocable, el Poder del Gobierno. Y no les parece suficiente, quieren más. La carta firmada por plumas y plumillas pidiendo que en Madrid ganen sus amigos para así terminar “con 26 años de infernales atentados contra los derechos y la dignidad de la mayoría ciudadana” no es un exceso de bocazas ansiosos sino pornografía en forma de solicitudes de ascenso. ¿A qué se referirán con los 26 años de infernales atentados? No tienen suficiente con ser mediocres, sino que además quieren que les premien por serlo. Las derechas pueden estar tranquilas, con este ganado sólo hace falta aumentarles las raciones de alfalfa. La presunta literatura crítica que nos hace bostezar resulta una granja de animales voraces que se lengüetean los jarretes. No había visto cosa igual desde el Manifiesto pro-OTAN de 1986. Con el Gobierno siempre.
Nos dejan solos cuando nos echan del rincón, cuando nos censuran las mismas editoriales que los premian, cuando nos aíslan como perros asilvestrados, y ahí los tienes ahora, después de “26 años de infernales atentados”: frescos, serios y responsables, como recién salidos del orfanato de infantes de la pluma. Si esa es “la izquierda real” ocurrirá como cuando llamábamos “socialismo real” a aquellas siniestras dictaduras grisáceas.
Que Ayuso sea una alternativa para la mayoría de los madrileños debería conmover hasta los chalets de Galapagar; es su vergüenza y la de todos nosotros. Ganando ella, pone el listón de la inteligencia tan bajo que puede competir e incluso superar la carrera de sacos de los mentirosos
Soy ciudadano de Madrid y viví varias décadas de infernales atentados de verdad, quizá por eso me siento humillado ante el ridículo de esta casta que jalea a los suyos. No me interesa ni su prosa, ni sus artes variadas, ni nada de lo que producen con notable rentabilidad. Que les aproveche, pero no embarren aún más una situación en la que han dejado caer sus zurullos hasta formar esa charca de mierda cuyo olor llevaremos pegado al cuerpo hasta la cercana hora de decir adiós a nadie. Que Ayuso sea una alternativa para la mayoría de los madrileños debería conmover hasta los chalets de Galapagar; es su vergüenza y la de todos nosotros. Ganando ella, pone el listón de la inteligencia tan bajo que puede competir e incluso superar la carrera de sacos de los mentirosos.
Recuerdo aquella ocasión sublime en la que Nanni Moretti interrumpió un mitin del entonces secretario general del PCI, Achille Occhetto, para gritarle “por favor, di algo de izquierda”. Nosotros tendríamos que ampliar el espectro y entrar al salón donde los seis dirigentes de los partidos compiten por Madrid y gritarles: “Por favor, decid algo que vayáis a cumplir”. Ya sé que me lincharían los medios y las redes, o más aún, ni siquiera merecería una línea, que es el modo con el que por acá se ocultan las realidades. ¿Por qué a los debates televisivos, tan jaleados por quienes viven de ellos, no les ponemos un título común y al alcance de todos? Propongo “Vamos a contar mentiras, tralará", como hacíamos de niños cuando aún creíamos que el mundo, más allá de nosotros, era grande y podía cambiar.
Si hay algo que el día de mañana podría salvarnos de la vergüenza, aunque ya no estaremos para verlo, sería poder seguir paso a paso el calvario de nuestras esperanzas. Porque ilusiones, la verdad, siempre tuvimos muy pocas, pero confianza en que el futuro no sería peor es claro que la teníamos. Y es cierto: no es peor salvo para los cínicos de los “26 años de infernales atentados”; hemos avanzado por más que uno tenga la impresión de que camina de espaldas hacia un abismo que nos pilla demasiado cansados. No podemos pasar media vida diciendo que viene el lobo y acabar descubriendo que hemos sido tan estúpidos como para no darnos cuenta de que llevamos muchos años viviendo en su compañía. Sobrevivir a la estupidez es algo más difícil aún que convivir con ella.