Le ocurre a Edmundo Bal lo mismo que a Ángel Gabilondo. Ambos son candidatos Bartleby, o sea, que 'preferirían no hacerlo'. Son candidatos a su pesar, malgré leur. Preferirían estar en otra parte. El socialista, en su despacho del Defensor del Pueblo. El ciudadano, en el Congreso. De hecho, Bal ni siquiera ha renunciado a su escaño, en previsión de males mayores. Gabilondo no disimula el tedio por el encargo. En el debate del miércoles pareció despertarse dos o tres veces para sumergirse de nuevo en ese agradable sopor que produce una disputa entre políticos furiosos. Gabilondo abría los ojos, contemplaba el duelo entre las chaquetillas rojas (Ayuso, una García y la presentadora) que se desarrollaba en el plató, y retornaba a su plácido sueño metafísico.
Bal se lo ha tomado más en serio. Consciente de que su misión es imposible, sabedor de que le ha tocado el peor papel en el peor momento, está dispuesto a sucumbir sin maldecir siquiera a su destino. Norma de la casa. Bal forma parte de esa estirpe política de los pactistas/pacifistas que siempre ponen la otra mejilla con un gesto de integridad irrenunciable, a lo James Stewart. "Tu violencia es tu impotencia", podría responder cuando le sacuden, con esa sonrisa jovial y amable con la que se maneja en las trifulcas parlamentarias en las que se desenvuelve con soltura pese a que siempre tiene las de perder.
Ocurrió hace nada, apenas tres años, y ya lo han sepultado en el mismo agujero de la memoria en el que pretenden enterrar el discurso del Rey del 3 de octubre que frenó el golpe separatista
En un país desbordado de cobarduelos y sanguijuelas no resulta extraño que se haya olvidado ya su valeroso gesto frente a los golpistas catalanes, que le costó el puesto de abogado del Estado y yuguló su prometedora carrera. Ocurrió hace nada, apenas tres años, y ya lo han sepultado en el mismo agujero de la memoria en el que pretenden enterrar el discurso del Rey del 3 de octubre. Actuó Bal con una gallardía sobria e inusitada y no es necedad reivindicarlo en estos tiempos desgalichados.
Rivera lo fichó en las generales de abril del 19. Lo presentaba en los mítines como 'el cesado'. Fue cuando Ciudadanos se quedó a nueve escaños del PP y el cielo se tornó súbitamente naranja. Un empecinamiento obsesivo acompañado de una estrategia delirante transformaron aquel júbilo en un escenario preabismal. Medio partido se fue tras Rivera, el otro medio se había borrado ya por su causa. Y ahí quedó Bal, con su perfil escurrido y su actitud estoica, su verbo fluido y su voluntariosa dialéctica, en medio de un escenario mohoso, enlutado y en descomposición.
Ayuso, rápida de reflejos, movió ficha y convocó a los madrileños a un 4-M épico, una cruzada contra el comunismo y el sanchismo, hasta enterrarlos en el mar. Por la libertad
La torpe jugada murciana, una apuesta más bien estúpida, arrebató a Cs el escaso crédito que aún le sostenía. Navajeo provinciano que derivó en un calambrazo de descrédito que abrasó las arterias de la formación. Urdir una censura para sumarse al bando del PSOE era artimaña harto indigesta para quien enarbola la bandera del centrismo liberal. Ayuso, rápida de reflejos, movió ficha y convocó a los madrileños a un 4-M épico, una cruzada contra el comunismo y el sanchismo, hasta enterrarlos en el mar. Por la libertad.
Y allí, Edmundo, con su flor como en la canción de Krahe, con su letanía ciudadana, ni rojos ni azules, ni izquierdas ni derechas, sin proyecto claro ni propuestas concretas, abandonadito como un refugiado sirio en medio de la nada, con ese rostro triste y escueto, figurilla de banderillero y pantalones de pitillo. Forma parte del amplio club de afectados de Chaves Nogales, periodista y mártir venerado de la tercera España. Predica sin fatiga esa retahíla de la conciliación, pactos, consensos, diálogo y abrazos en una plegaria machacona y estéril. Una formación centrista suele ser de utilidad en un ámbito democrático, con partidos respetuosos de la Constitución y del Estado de Derecho. Un biotopo civilizado en el que la gente cede la palabra, se muda de camisa, debate con mesura y no recurre a la amenaza o el insulto como sólido recurso argumental. Lamentablemente, no estamos en esas. "Pensaban que era catedral y resultó una perra rabiosa", cabría recordar, con Breton, a quienes defienden esa entelequia del centro en un país conducido por un Gobierno absolutista y feroz que, no sin razón, el pérfido Rubalcaba calificó de Frankenstein.
Bal tiene el encargo improbable de mantener vivo su partido en la Asamblea madrileña. Todas las encuestas le son adversas y anuncian desastre. No todo está perdido, un resquicio de salvación ha emergido súbitamente en el horizonte. El previsible hundimiento de Gabilondo, y su reencuentro electoral con Iglesias y su pandilla basura comunista, puede producir el trasvase de socialistas democráticos (al parecer, aún quedan) hacia las filas naranjas. Y ahí Bal, el arrojado escudero de Arrimadas, podría cumplir su destino de héroe inesperado: salvar a la chica en el último minuto.
"Madrileños por Edmundo", es su eslogan de campaña, inspirado ingenuamente en una burleta de FJL. Más adecuado sería "To Edmundo é güeno", en homenaje a Summers. Querido por todos, apreciado hasta por los suyos, algo inconcebible en política, Bal -como otra gente de sus siglas, Cañas, Pagaza, o la esplendorosa Esther Ruiz, tan admirada- quizás no se merece un último acto tan horrísono. Shakespeare escribió que son dulces los empleos de la adversidad y Ovidio que hay cierto placer en el llanto. Es lo que tiene el centrismo, que recuerda al capítulo de De Quincey dedicado a las serpientes en Islandia. "Es muy breve, suficiente y lacónico; consta de una única frase: serpientes en Islandia no hay". Eso es todo. El centrismo es como la felicidad, sólo los ingleses creen en eso.