Las estrellas siguen luciendo por la noche y el sol vuelve a salir por el Este. Nos levantamos a la misma hora y al conectarnos para ver como despiertan los medios de comunicación leemos que en enero habrá un nuevo inquilino en la Casa Blanca pero atención, no se asusten, pese a compartir origen neerlandés y cierta similitud física, Donald Trump no es el siempre positivo, Louis Van Gaal.
Las causas de la victoria del magnate norteamericano son varias pero no por ello simples. Es cierto que el sistema electoral estadounidense se caracteriza por su complejidad y por mantener un siempre difícil equilibrio entre lo federal y lo estatal. De ahí la razón por la que en lugar de la ciudadanía, sean los compromisarios de cada Estado los que elijan, como miembros del Colegio Electoral, al presidente y que en la mayoría de los mismos Estados, todos los compromisarios se alineen con el candidato más votado, aunque sea por un solo voto. Este sistema nos recuerda temas tan recurrentes en España como la localización de la soberanía o la representatividad de las Cortes Generales.
Otra causa que puede explicar el triunfo de Trump es la campaña electoral seguida tanto por él como por Hillary Clinton. Los dos comparten un fracaso. Han sido los candidatos presidenciales que mayor porcentaje de desaprobación y opiniones negativas han obtenido, por encima del 50% - 60% en el caso de Trump - y eso en unos momentos en los que la ausencia de un auténtico debate de fondo sobre cuestiones como la economía o la política internacional han brillado por su ausencia, centrándose los aspectos más destacados de las últimas semanas en temas externos, como los exabruptos de Trump o la filtración de correos electrónicos personales de Hillary. En este sentido, parece que los americanos hayan tenido que escoger al candidato, a su juicio, menos malo en lugar del mejor.
La tercera causa, quizá la más acertada en comunión con las otras dos, es la que destaca el presidente del Hispanic Council, Daniel Ureña, al apuntar al voto silente como la razón que ha impulsado el meteórico ascenso del candidato demócrata a la presidencia del país más poderoso del mundo. Es la espiral del silencio, por la que los votantes no reconocen en las encuestas su voto si éste es rechazado por la mayoría de medios de comunicación, prescriptores o en general la opinión pública, y que se ve finalmente reflejado el día de la votación. Pasó en España, sucedió en Gran Bretaña y ha ocurrido ahora en Estados Unidos.
Pues bien, un año y medio después de que se iniciara este proceso, meses después de que las encuestas ya comenzaran a sugerir que Trump podría ser algo más que un fenómeno y con la experiencia del populismo instalada en el continente europeo, llama la atención que Europa no haya diseñado un Plan B. Además de expresar incertidumbre y sus temores hacia lo desconocido en temas tan trascendentales como el futuro del TTIP, las relaciones transatlánticas, el giro copernicano de los Estados Unidos hacia Asia, el fracking y su repercusión en los precios del petróleo o el más que previsible laissez faire en materia de estabilidad política en Estados fallidos, poco podemos esperar de Europa, el otrora gigante económico, enano político y como apuntaban muchos analistas en el pasado, gusano militar, que se ha convertido en un actor inane en la escena internacional.
El hecho de no tener un Plan B demuestra de nuevo que Europa quedará fuera de juego y que sus políticas tendrán que reconstruirse en los aspectos que más afectan a las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea. Más que coser, que diría algún líder regional socialista, Europa tendrá que hilar y lo tendrá que hacer muy fino para recomponer su relación con un líder al que desde el púlpito bruselense se tachó de histriónico, misógino, populista o incluso loco. En un claro ejemplo de falta de discreción diplomática. Poco tardaremos en ver este cambio de relato.
Las anquilosadas estructuras europeas, todavía maltrechas por el Brexit, tendrán que engrasarse para romper el futuro eje USA – Reino Unido que está llamado a ofrecer un panorama alternativo a la supranacionalidad comunitaria con un sistema flexible, basado en la soberanía de cada país y sustentado en la fortaleza de dos economías que lejos de prejuicios se caracterizan por su apertura y liberalismo. No en vano, si observamos la lista de las 50 empresas más importantes de Estados Unidos de los años 90 y la comparamos con la de hoy en día, comprobaremos que apenas unas cuantas se mantienen en el ranking. Hagan lo mismo con las empresas europeas y verán la diferencia entre el dinamismo de una y otra economía.
No todo el panorama es sombrío. Estados Unidos es una sociedad abierta tanto en materia económica como social y lo seguirá siendo aunque gobierne Donald Trump. De hecho el líder estadounidense nos ofrecerá su espíritu más benevolente en breve, ayer ya dio muestra de ello. La apuesta de Estados Unidos por Europa siempre ha sido un signo distintivo de su política pero su paciencia puede llegar a agotarse algún día esperando que Europa se mueva en uno u otro sentido y deje de llamar a su puerta únicamente cuando no puede enfrentarse a un enemigo grande, como el yihadismo, o incluso pequeño como sucedió en los Balcanes en la década de los 90.
A fin de cuentas, Trump encarna el sueño americano, el premio al esfuerzo por salir de la nada para convertirse en todo y en el que cualquier persona, con independencia de su raza, sexo o lugar de procedencia, puede llegar a ser presidente de la Nación más poderosa del mundo, siempre que lo haga desde el sistema y con el trabajo duro como principal valor. Este es el sueño americano mientras Europa no sueña, únicamente tiene pesadillas.