Son las dos de la tarde de un martes 16 de junio. No estoy del todo segura de por cuál día del estado de alarma vamos ya, pero sospecho que se trata del nonagésimo cuarto. La mañana ha comenzado muy pronto, con el monólogo de Carlos Alsina y algunos Whatsapp madrugadores. Me espera a las diez una rueda de prensa telemática y dos entrevistas por Facetime. Así que procuro darme prisa.
A las once ya he terminado con la primera actividad. Mientras escribo las dos noticias que debo redactar sobre la conferencia de prensa virtual, recibo un correo del departamento de atención al cliente de unos grandes almacenes en los que hace poco he hecho una compra por Internet. El mensaje es breve e indica que a lo largo del día recibiré el pedido.
Ha transcurrido más de una semana desde la compra, pero el paquete aún no ha llegado a mis manos y eso que faltan tres días para que caduque el plazo de entrega. No presto mucha importancia al correo, ya que doy por hecho que la empresa de mensajería se pondría en contacto conmigo, como en efecto ocurrió.
Después de ocho llamadas y varias discusiones sobre la dirección de envío, comienzo a dudar sobre la puntualidad de la entrega. El tiempo no me sobra, por no decir que se evapora, y aún queda mucho por hacer. Una vez redactadas las dos notas, me pongo con el cuestionario de la entrevista. Tengo diez minutos para prepararlo, no más.
Es entonces cuando todo empieza a torcerse, o mejor dicho a tele-torcerse. A las doce recibo la novena llamada de la empresa de transportes. La persona al otro lado de la línea, que habla un castellano muy escaso que apenas le permite hacerse entender, insiste en que no es correcta la dirección que le he descrito en las ocho llamadas anteriores.
“Así no es posible trabajar”, lo escucho gritar al otro lado del teléfono. Al menos en algo estamos de acuerdo
“Así no es posible trabajar. Esto no se puede hacer así”, lo escucho gritar al otro lado del teléfono. Al menos en algo estamos de acuerdo. Intento, en vano, repetir el nombre de la calle, el número y el portal, pero pierdo mi tiempo. Hace rato que el hombre a colgado, no sin antes advertiré que reclamará a la empresa. ¿No era ésa mi parte del diálogo?, me pregunto, con el teléfono aún en la mano.
Para estar cerca, la nueva normalidad comienza a parecerse más de la cuenta a la que ya existía. Se desescala lo cotidiano, con todos sus problemas. Yo, de momento, sigo esperando a que suene el timbre, aunque a estas alturas del día, y con tres entregas por delante, doy por perdido hasta el número correcto del portal. Tiene razón el repartidor, así no se puede teletrabajar.