Opinión

Todo lo sólido se desvanece

La inmensa mayoría de las ideas de Trump son profundamente estúpidas, y su mercantilismo infantil, contraproducente

  • Donald Trump, oídos sordos -

A principios de noviembre de 2024, Estados Unidos estaba en una posición a todas luces envidiable. La economía crecía con fuerza, la inflación había caído por debajo del 3 %, y la tasa de desempleo oscilaba alrededor del 4 %. Por primera vez en décadas, sus ejércitos no estaban en guerra. Su industria tecnológica era, de nuevo, la envidia del mundo. Su influencia cultural, casi hegemónica.

Como todos los países, Estados Unidos tenía algunos problemas. Aunque las desigualdades sociales se habían reducido, seguían siendo muy amplias. Su situación presupuestaria a medio y largo plazo iba a requerir una subida de impuestos, aunque sus políticos parecían incapaces de admitirlo. A pesar de su riqueza, seguía siendo un país violento y con una esperanza de vida impropia de una nación desarrollada. Estos, sin embargo, eran problemas de país rico, no tragedias incontrolables. Eran la clase de problemas que puede afrontar una democracia funcional.

El presidente se veía a sí mismo como un salvapatrias al frente de una nación al borde del abismo, y se ha lanzado a gobernar como si estuviera en una emergencia, rescatando un país en barrena

Los resultados electorales ese mismo mes, sin embargo, dieron el poder a un hombre convencido de que Estados Unidos no era la nación más rica y poderosa de la Tierra, sino una catástrofe económica en ciernes, más parecida a Venezuela o Argentina. Donald Trump se pasó toda la campaña bramando sobre un país inventado en el que todo se estaba cayendo a pedazos. Muchos analistas se lo tomaron a broma, un ejemplo de las constantes exageraciones de la retórica electoral trumpista. Por desgracia, el ahora presidente estaba hablando en serio y se creía a pies juntillas esa retórica apocalíptica.

Así que, una vez llegado a la Casa Blanca, Trump ha rechazado la moderación y la mesura. El presidente se veía a sí mismo como un salvapatrias al frente de una nación al borde del abismo, y se ha lanzado a gobernar como si estuviera en una emergencia, rescatando un país en barrena.

Esto genera tres problemas importantes. El primero es que Estados Unidos no es Argentina, y todos estos recortes alocados, la disolución de departamentos enteros, los intentos de redefinir de golpe media administración pública y una política comercial entre errática e histérica para intentar solventar una crisis inexistente de balanzas comerciales hacen más daño que bien. La incertidumbre se ha adueñado de gran parte de la economía, la confianza de los consumidores ha caído en picado y se empieza a hablar de una recesión.

El segundo es que la inmensa mayoría de ideas de Trump son profundamente estúpidas, y su mercantilismo infantil, contraproducente.

El tercero, y más preocupante para el resto del planeta, es que el mundo está acostumbrado a catástrofes financieras ocasionales en Argentina, y al ser un país relativamente pequeño, sus pifias no tienen grandes consecuencias más allá de sus fronteras. Estados Unidos, en cambio, tiene una economía mucho más grande que la argentina, y tanto su moneda como sus instituciones juegan un papel central en la economía mundial. Cuando su presidente decide adoptar una agenda consistente en declarar una guerra económica contra todos, tenemos un problema grave.

Cualquier acuerdo preexistente es papel mojado. Cualquier solidez regulatoria o estabilidad económica del país está ahora en duda. Más allá de lo estrictamente económico, cualquier política de defensa ha dejado de tener valor

Durante los próximos tres años y medio, y especialmente entre hoy y las elecciones legislativas de noviembre de 2026, muchas de las certezas y estructuras que servían como ancla en la economía internacional han dejado de existir. La administración Trump, al frente del país más rico de la Tierra, se ha autoimpuesto un plan de choque sin motivo aparente, mientras intenta revisar las instituciones internacionales que garantizan su poder político y económico. Cualquier acuerdo preexistente es papel mojado. Cualquier solidez regulatoria o estabilidad económica del país está ahora en duda. Más allá de lo estrictamente económico, cualquier política de defensa ha dejado de tener valor.

Sin anclas ni cimientos

España y la Unión Europea se enfrentan a tres años de incertidumbre. Nuestra economía se va a ver expuesta al cierre de un mercado enorme de exportación sin motivo aparente. Nuestros presupuestos van a tener que asumir un aumento considerable del gasto en defensa. Problemas globales como el cambio climático se enfrentarán a Estados Unidos remando en dirección contraria. Viviremos incluso consecuencias indirectas, como una erosión considerable de la innovación tecnológica fruto de los ataques de la administración Trump contra el sistema universitario estadounidense.

Durante décadas, una parte considerable de nuestra política económica y relaciones internacionales se basaba en la idea de que Estados Unidos era un país que entendía el valor de las alianzas y todo lo que ganaba gracias a ellas. Un lugar que no estaba gobernado por chiflados insensatos. Esto ahora ha cambiado. No hay anclas, no hay cimientos; esa relación sólida en la que podíamos confiar se ha desvanecido. Hemos vuelto a una era de incertidumbre, y el culpable resulta ser el país más privilegiado del sistema internacional. Debemos estar preparados.

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