Cuesta decidir qué ha sido lo más relevante de la semana, pero lo que parece claro es que gira en torno a una votación. Tres, en realidad: Eurovisión, mascarillas y reforma laboral.
Empecemos por lo más ligero, aunque en realidad es una broma pesada. En diciembre se aprobó mediante decreto ministerial la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. El decreto debía ser convalidado en el Congreso. Su aprobación era esencial, una cuestión de salud pública; así se hizo el martes pasado. Y el jueves, dos días después de la convalidación, la ministra de Sanidad anunciaba que el Gobierno aprobaría esta misma semana la derogación de la medida. Ximo Puig había dado unos días antes la descripción perfecta: llevar la mascarilla en una calle desierta no es ningún problema, y “es un símbolo de que la pandemia está entre nosotros”. Es un símbolo, efectivamente, pero no de la pandemia sino de la sumisión al poder arbitrario y de la aceptación supersticiosa de La Ciencia como criterio de autoridad absoluta. Lo que está entre nosotros no es ya una pandemia, sino el Gobierno; casi cuatro años con el síndrome del PSOE persistente.
Lo siguiente es el festival de la canción ligera, que poco a poco se va convirtiendo en el festival de la canción profunda, plomiza, con mensaje. En Benidorm no se decidía el mejor candidato para Eurovisión, sino que al parecer debía manifestarse una cosmovisión. Tanxugueiras representaba la posibilidad de una España diversa y plural, con la condición de que previamente se sometiera a un cambio de género y pasara a llamarse ‘Estado español’; Bandini podría haberse limitado a cantar, pero quiso ofrecer un mensaje al mundo, un himno generacional y una revolución en ciernes, en palabras de sus profetas. Contra todo pronóstico, el concurso musical no lo ganó un tratado de sociología sino una mujer que dedicó su actuación a cantar y bailar bien. Bandini y Tanxugueiras venían avaladas por la turra interseccional, mientras que Chanel contaba sólo con el apoyo de una discográfica y con la preparación de compositores y coreógrafos de prestigio. Un auténtico escándalo, presentarse sin el apoyo de una ministra, sin la legitimidad de los nacionalistas y sin ser previamente elegida por Mediaset como icono del feminismo porno-sentimental. Y así, cuando se consumó la derrota de las candidatas ministeriales, los representantes públicos comenzaron a hablar de decepción, de error e incluso de tongo.
Los días siguientes me resultó extraño leer en tantos sitios que los sindicatos y las ministras no están a lo que tienen que estar, y que dedican su tiempo a tareas inútiles
El sábado, horas antes de que Chanel resultase ganadora, me extrañaba que nadie contemplase la posibilidad de que se impusiera a las candidatas oficialistas. Los días siguientes me resultó extraño leer en tantos sitios que los sindicatos y las ministras no están a lo que tienen que estar, y que dedican su tiempo a tareas inútiles. Me extrañó porque es una nueva muestra de que aún no se ha entendido lo más elemental: la principal tarea de este Gobierno es extender el relato sobre el consenso y dejar fuera a los no alineados. Entre la invitación de Operación Triunfo a Anna Pacheco para que explicase a los jóvenes que hay un feminismo bueno y tres partidos malos y las reacciones a lo de Benidorm hay un continuo cultural claro que, por una vez, se ha roto.
La tercera votación es la más compleja, y también la que presenta las hipótesis más siniestras. La posición particular de los dos diputados de UPN, que decidieron votar en contra a pesar del mandato de su partido, estuvo a punto de condenar al fracaso la que decían que era la reforma laboral con el mayor consenso de la historia. Pero ahí apareció un diputado del PP para salvarla con un error en el voto telemático. Los populares dijeron primero que había sido un error informático, después que no se había comprobado correctamente el sentido de ese voto, y por último acusaron a Batet de no haber permitido la rectificación. El caso es que la reforma salió adelante, probablemente porque los caminos del consenso son inescrutables y subterráneos, y porque estamos ya en un punto en el que preocuparse por los protocolos y por la aplicación correcta de las normas es de carcas y en un par de días ya nadie se acordará de esto.
Mencionaba al comienzo tres votaciones, pero en realidad han sido cuatro. Dejo para el final la más importante, que es precisamente de la que menos se ha hablado. La semana pasada se aprobó también una ley para penalizar un tipo específico de “acoso”: los rezos y la entrega de folletos delante de clínicas abortistas. A partir de ahora este tipo de acciones podrán ser castigadas con cárcel gracias a los votos del PSOE, Podemos, ERC y Ciudadanos, entre otros.
Todos esos grupos lo tienen claro. En su visión del mundo, en su modelo de sociedad, el aborto es un derecho. Y los derechos, como sabemos, son expansionistas. PP y Vox han votado en contra de esta ley, pero si esto no se acompaña de un mensaje claro y bien articulado, un mensaje conscientemente antiprogresista, veremos cómo dentro de un tiempo el derecho al aborto desbordará incluso el límite de los plazos. Veremos que se defenderá el aborto hasta el instante previo al nacimiento porque un derecho absoluto no entiende de matices, porque la decisión de las mujeres no puede ser tutelada y porque el fundamento básico es que la autonomía sobre el cuerpo prevalece sobre el derecho a la vida. Cuando esto se convierta en el nuevo consenso habrá que confiar al menos en que la oposición no se equivoque en la votación.