Los datos de afiliación y contratos del mes de abril han sido muy positivos. Es extraño ver cómo el entorno económico se deteriora mientras el mercado de trabajo parece seguir inmune. Acostumbrados a una reacción más que proporcional de la ocupación y del desempleo al ciclo, los datos de estos últimos meses parecen mostrar una realidad completamente diferente a la habitual en la economía española.
Sin embargo, los datos más llamativos y que han supuesto un shock para muchos, han sido los asociados a los supuestos efectos, a muy corto plazo, de la reforma laboral (Real Decreto-ley 32/2021 de 28 de diciembre). Como hemos podido observar por los datos publicados, el número de contratos indefinidos, que normalmente venía siendo de un 10 % de los firmados cada mes, se ha disparado hasta suponer la mitad de ellos. Además, la transición entre temporal e indefinido parece haberse iniciado, por lo que es indudable que la reforma laboral está, de momento, cumpliendo su objetivo.
Sin embargo, de algún modo, esta dinámica era previsible. Si por norma, por ley, impides gestionar las contrataciones a partir de una determinada fecha con un tipo de contrato muy usado en los años anteriores (el de obra y servicios), es de esperar que lo observado en los datos de estos últimos meses ocurriría. No es complicado, por lo tanto, poder analizar estas primeras consecuencias de la reforma laboral y, además, no nos debería sorprender que las cifras acompañen como lo están haciendo.
Es decir, por mucho que la reforma pueda estar teniendo efecto sobre el mercado de trabajo, este es meramente nominal, sin cambios reales en la dirección en la que la reforma laboral busca sus objetivos
Sin embargo, hasta aquí lo obvio. Muchos, a la luz de los datos, han sucumbido a la tentación de interpretar estos sucesos con un análisis de urgencia simple y sencillo: lo que vemos es simplemente un cambio de nombre a una misma realidad y poco más. Es decir, por mucho que la reforma pueda estar teniendo efecto sobre el mercado de trabajo, este es meramente nominal, sin cambios reales en la dirección en la que la reforma laboral busca sus objetivos. Más aún, y aunque estemos ante un cambio nominal, si existiera un posible efecto, para no pocos estos deberían ser meramente negativos, porque cuando las cosas se prohíben, en general, no es para nada nuevo.
Sin embargo, vayamos a un análisis con algo más de perspectiva que el mencionado en el párrafo anterior. Trataré de articular mi reflexión en tres puntos encadenados, uno detrás del otro. Empecemos, pues, por el principio.
Primer punto: reformar el mercado de trabajo siempre ha sido necesario. Nuestro mercado de trabajo presenta muchas aberraciones que le han acompañado desde hace no menos de cuatro décadas. Para empezar, muestra una elevada tasa de paro que, desde los años 70, difícilmente ha bajado de los dos dígitos. Salvo el caso de Grecia, esta tasa de paro es una clara anomalía europea. Más allá del paro, la precariedad laboral, además de elevada, no es reciente en España. Desde que se aprobara el uso de la contratación temporal, allá por 1984, entre una cuarta parte y un tercio de los trabajadores españoles han tenido en cada momento un contrato de este tipo. En tercer lugar, y aunque no parezca muy intuitivo, ambas variables están estrechamente relacionadas.
Una regulación que discrimine positivamente o incentive la temporalidad es una regulación que reduce el crecimiento potencial de la economía
Segundo punto: las consecuencias de la temporalidad. El exceso de temporalidad corroe el mercado de trabajo, a los que participan en él y da alas a un tipo de tejido productivo de baja eficiencia y bajo valor añadido. Sabemos muy bien que buena parte de la temporalidad en España venía motivada por una regulación que la incentivaba, lo que justifica el punto uno. Es decir, no había argumentos reales, como puede ser por ejemplo la especialización productiva, que explicara la elevada tasa de temporalidad en España comparada con las cifras medias europeas. Siendo, por ello, una consecuencia de la regulación, es evidente que esta situación distara mucho de ser la óptima. Y es que la temporalidad reduce la formación en el mercado de trabajo, así como la inversión de las empresas. Además, una regulación que favorece la temporalidad moldea al tejido productivo, lo que condiciona la evolución a largo plazo de la economía, al poner alfombra roja a las empresas menos eficientes discriminando negativamente a aquellas que buscan la estabilidad, la inversión y la formación de sus trabajadores. Es decir, una regulación que discrimine positivamente o incentive la temporalidad es una regulación que reduce el crecimiento potencial de la economía. Reducir, por lo tanto, la temporalidad es una política que debería favorecer el crecimiento y bienestar a largo plazo.
Tercer punto: el giro copernicano. Muchos creen que buena parte de las empresas españolas solo pueden funcionar si tienen acceso a empleo flexible y barato. Sin embargo, la cuestión es la contraria. Estas empresas se han desarrollado y existen simplemente porque las regulaciones les ha dotado de un sistema que las discrimina en positivo. Es decir, con la regulación generamos un hábitat y luego las empresas que mejor se adaptan a ese hábitat son las que terminan por “reproducirse”. Al facilitar de forma extrema e incentivar el uso de la temporalidad solo estamos fomentando la evolución y desarrollo de un tejido que se siente cómodo con dichas reglas de juego. Por lo tanto, y enlazándolo con el punto dos, el argumento no es tener una regulación acorde con el tejido productivo que tenemos, sino con el que queremos tener.
Dicho esto, la nueva regulación puede suponer, evidentemente, un shock para buena parte del tejido español. Hemos cambiado las reglas de juego y no de forma sutil, por lo que habrá muchas empresas que se vean en dificultades. También habrá trabajadores a los cuales no les beneficie el nuevo sistema. Es muy probable que muchas empresas busquen resquicios, figuras e, incluso, el fraude de ley para sortear las nuevas restricciones a la contratación, pero en mi opinión, este coste había que asumirlo. El paso había que darlo.
Si esta reforma será o no un éxito solo lo sabremos con el paso del tiempo; y no unos meses, sino años. La idea es que la reforma no es solo un paso para cambiar la forma legal de las relaciones laborales en nuestro país, no es solo un cambio nominal, sino que puede suponer un cambio en las reglas de juego, en la formación de incentivos tanto en empresas como trabajadores que pueden orientar a nuestro mercado de trabajo, a nuestro tejido productivo e incluso, piénsenlo, a decisiones familiares (como los de inversión, fertilidad o educación), hacia perfiles de decisiones mejores y más cercanas de lo óptimo. Es cierto que no sabemos si esta reforma tendrá éxito. Pero lo que es esperanzador, desde luego y a la luz de los datos conocidos estos días, es ver cómo los indicadores mencionados al inicio de esta columna han reaccionado. Crucemos los dedos.