No se sabe si Rusia pretende invadir la zona oriental del país o sólo está sacando músculo para poder negociar, y es que Moscú ha puesto un gran cuidado en que nadie pueda averiguarlo. A simple vista, parece una maqueta diseñada con gran nivel de detalle. Hileras de bloques rectangulares, ordenados a vista de pájaro sobre un fondo pardusco y estepario. Pero no es una maqueta. Son fotografías de satélite, y revelan que más de 100.000 tropas rusas, con sus tanques, camiones, depósitos de combustible y hospitales de campaña, aguardan la orden de avanzar; posadas, como los cuervos de Hitchcock, sobre la frágil línea de la frontera ucraniana.
Aunque este número de tropas aún resulta insuficiente para lanzar una invasión (la proporción ideal sería de dos o tres veces las que tenga el defensor), la maniobra no deja de representar una amenaza muy clara para Ucrania, así como un desafío para Occidente. Ciertamente, 2021 era el año idóneo para hacerlo: EEUU está debilitado tras la desastrosa retirada de Afganistán, y su electorado salvajemente dividido; negando abiertamente los resultados electorales del año anterior.
El último frente bélico de Europa
Hace ya unos años, Viktor Yanukóvich presidía una Ucrania extraordinariamente corrupta, dominada por oligarcas ex-soviéticos e infiltrada ocasionalmente por los servicios de Inteligencia rusos. Dando un súbito volantazo a finales de 2013, Yanukóvich canceló un acuerdo inminente con la Unión Europea, ante las amenazas rusas de asfixiar su economía. El resultado fueron manifestaciones multitudinarias de corte nacionalista y europeísta, con barricadas y neumáticos ardiendo en la célebre Plaza del Maidán en Kiev. El presidente las reprimió primero con la ley, luego con hileras interminables de antidisturbios y finalmente con fuego de francotirador, mientras los manifestantes blandían sus propias armas, protegidos a su vez con cascos y armaduras improvisadas hechas de chapa. Con más de cien muertos en las calles, Yanúkovich huyó a Rusia.
Pero los problemas no iban a acabar ahí. La mitad oriental del país era fervientemente prorrusa, y no apreciaba en exceso aquella revolución de signo contrario. En Crimea, particularmente, que siempre ha sido un lugar estratégico para Moscú dado que allí se cobija la Flota del Mar Negro, comenzaron a aparecer unos extraños "hombres verdes", armados, con casco y pasamontañas también verdes, claramente militares pero sin lucir distintivo alguno; aguardando pacientemente frente a los edificios clave del lugar. Eran Spetznaz, fuerzas especiales rusas. A la señal de sus mandos, tomaron sus objetivos sin disparar un solo tiro. La anexión estaba completa: Crimea había vuelto gustosamente al regazo de la "madre Patria."
Por si esto fuera poco, las regiones de Lugansk y Donetsk, que eran igualmente prorrusas, vieron como una masa ocupaba en abril los edificios oficiales con banderas, globos y música soviética, y se constituían sendas "repúblicas populares" que coordinaban sus movimientos con el Kremlin. Kiev, entonces, lanzó a su débil ejército, pertrechado con chatarra soviética y debilitado por la corrupción, contra aquellos oasis de rebeldía. Rusia, por su parte, se encargaría de armar a los separatistas y proporcionarles batallones de tropas "voluntarias." Había nacido así el último (y único) frente bélico de Europa, uno que produciría no menos de 13.000 muertos.
Tras meses de tiroteos en bosques, ruinas nevadas o campos de cultivo, los contendientes acabaron por aceptar, bajo mediación alemana y francesa, el llamado Acuerdo de Minsk, que facilitó una tregua más bien frágil para 2015. Para entonces, el número de víctimas incluía a las 298 personas que viajaban en el vuelo Malasia Airlines 17. En verano del 2014, la nave recibió el impacto de un misil tierra-aire mientras sobrevolaba zona rebelde y se desintegró en lo que testigos locales describieron como una lluvia de trozos de metal y cuerpos humanos.
Los saqueos y las violaciones, mientras tanto, seguían siendo algo cotidiano, como suelen serlo en las guerras del Este
El Acuerdo de Minsk era un pacto favorable a Rusia que bendecía la autonomía del oriente rebelde. Estipulaba, además, la creación de una zona libre de artillería: algo que pronto se rompería año tras año, cuando los cohetes de unos y otros llovieran de nuevo sobre escuelas y hospitales. En Donetsk, en 2018, los rebeldes arrastraron a un grupo de prisioneros ucranianos frente a un autobús que había sido eviscerado por los bombardeos: la muchedumbre, furiosa, los apaleó. Los saqueos y las violaciones, mientras tanto, seguían siendo algo cotidiano, como suelen serlo en las guerras del Este. Y las calzadas en Berezove lucían carteles rojizos donde se veía el símbolo inequívoco de la calavera y las dos tibias: "¡Cuidado! ¡Minas! ¡No salgas de la carretera!"
Faltan armas y aliados
El ejército ucraniano está ahora mucho mejor preparado. Tiene asesores occidentales y una amplia experiencia de combate. Tampoco le falta moral: desde las trincheras nevadas, sus comandantes afirman sin ambages su voluntad de empuñar las armas contra los rusos si estos les atacan, algo que parece chocar con las tesis desplegadas este mismo verano por el presidente ruso Vladimir Putin, quien afirmaba solemnemente que los "ucranianos y rusos son el mismo pueblo", citando ascendentes históricos comunes y desdeñando la evidente enemistad entre Kiev y Moscú como una táctica malévola puesta en marcha por Occidente para "sembrar la discordia."
Lo que sí parece faltarle al ejército ucraniano, no obstante, son armas: las que EEUU le suministra son sofisticadas, pero escasas. Por esto y por su inferioridad numérica se calcula que, en el mejor de los casos, los ucranianos podrían taponar con todo lo que tienen el avance de los rusos, siempre a la defensiva, pero si la línea se rompiera, les resultaría muy difícil resistir.
Tampoco contarían con refuerzos externos; no llegaría ningún Séptimo de Caballería galopante entre tañidos ahogados de clarín. Ni Estados Unidos ni Europa quieren gastar una sola vida en proteger a un Estado que entra claramente dentro de la esfera de influencia rusa, y sus electorados, por otra parte, jamás lo permitirían. Lo que sí se han comprometido a hacer ambos es a tratar de asfixiar la economía rusa bajo una lluvia de sanciones, planteándose incluso la posibilidad de excluir a Moscú del sistema bancario internacional Swift.
¿Invasión o negociación?
En todo caso, la pregunta no es si Ucrania podría resistir frente a Rusia sino si Rusia va a invadir o no. ¿Qué busca Moscú; atacar a Ucrania o que los demás crean que está a punto de hacerlo? No es una pregunta rebuscada. Si Rusia convence al mundo de que puede invadir en cualquier momento, su poder de negociación aumenta considerablemente. No podemos olvidar que Moscú -una vez admitió la existencia de sus tropas en la frontera-, no tardó en entregar una lista de exigencias que, entre otras cosas, reclamaba el compromiso de que Ucrania (o cualquier otro Estado ex-soviético) no entrase en la OTAN, algo que Kiev se estaba planteando seriamente. Desde tiempos de Stalin, el principio inamovible de la política exterior rusa parece ser el de protegerse de una posible invasión occidental rodeando su flanco izquierdo de un "cordón sanitario" de regiones afines, cuando no directamente sometidas a Moscú; una suerte de cinturón defensivo. Y una Ucrania que fuera miembro de la OTAN amenazaría ese principio.
Puede, también, que Rusia esté intentando que el ejército ucraniano deje de combatir a los bastiones separatistas: al fin y al cabo, si ayudó a formarlos en su día fue para hacer de ellos la nueva línea de defensa de su célebre cordón sanitario ante la deriva hostil que había tomado Ucrania con la expulsión de Yanukóvich, y Kiev suele amenazar con aplastarlos regularmente.
De hecho, y pese a que casi nadie lo recuerda estos días, no es la primera vez que Moscú reúne una fuerza de invasión en la frontera como forma de advertencia. Ya lo hizo en marzo, mientras se intensificaban los combates entre el ejército ucraniano y los separatistas, amasando algo más de 100.000 tropas, y advirtiendo que "si existe una amenaza de masacre [en las regiones rebeldes], nos veremos obligados a intervenir." Al mismo tiempo, camufló aquella maniobra como un ejercicio para demostrar su "preparación para el combate." Esto no quitó que los temidos misiles intercontinentales rusos fueran colocados en posición de disparo. "Rusia está lista para el peor de los escenarios con EEUU", afirmó entonces el portavoz del Kremlin Dimitri Peskov. "Cuando uno se enfrenta a un adversario agresivo e impredecible, ha de estar siempre movilizado."
En suma, ya sea para evitar el ingreso de Ucrania en la OTAN o para proteger a sus repúblicas-títere, es probable que Moscú busque forzar una negociación diplomática ventajosa antes que una invasión. Como dijo en diciembre el propio viceministro de Exteriores ruso en unas declaraciones algo esquizoides: "Esto no es un ultimátum (...) Pero la seriedad de nuestra advertencia no debería ser infravalorada."
Si los ejércitos de Putin invaden, lo más probable es que contemplemos cómo se despliegan por la costa norte del Mar de Azov, uniendo ambos puntos, y luego presionen hacia el oeste, tratando de llegar al Río Dniéper
Aun así, la posibilidad de una invasión no queda completamente desechada, porque Moscú podría emplear sus tropas para defender a los rebeldes, como hizo en Georgia en el 2008 para apoyar a los separatistas osetios (que también forman parte de su consabido "cinturón"). En el caso de Ucrania oriental, los bastiones separatistas están separados entre sí: Crimea queda al sur y las repúblicas populares al este. Por eso mismo, Moscú podría invadir para conectar ambos en una sola -y sólida- línea de frente que cubriría por completo la frontera rusa. Si los ejércitos de Putin invaden, lo más probable es que contemplemos cómo se despliegan por la costa norte del Mar de Azov, uniendo ambos puntos, y luego presionen hacia el oeste, tratando de llegar al Río Dniéper, que marcaría una línea de defensa natural.
Es difícil saber si Moscú tratará de usar la fuerza para lograr blindar su "cinturón de seguridad" o sólo la amenaza de la fuerza. Los analistas de la CIA sudan copiosamente tratando de dilucidar esta cuestión. Todos ellos buscan una señal inequívoca de que Moscú, efectivamente, vaya a dar luz verde a la invasión. Pero Moscú mantiene sus cartas pegadas al chaleco.
Lo ideal, en estos casos, sería recurrir a una fuente de Inteligencia humana, a un espía, en otras palabras, que tenga acceso a las decisiones que tomen los mandatarios rusos. El problema es que eso, precisamente, es lo que la CIA perdió en Moscú hace algo más de cinco años.
Agente en peligro
El Kremlin se está convirtiendo rápidamente en lo que se conoce en Inteligencia como un "área denegada": un lugar extremadamente hostil, protegido por fortísimas medidas de seguridad. Eso hacía aún más valiosa a la que probablemente era la mejor fuente con la que contaba la CIA dentro de los suntuosos pasillos del Kremlin; la única con acceso directo al círculo del poder, lo que incluía al mismísimo Vladimir Putin y los documentos que pasaban por la mesa de su despacho.
En el año 2017, Washington empezó a temer que su espía fuera a ser descubierto de forma inminente. Esto significaba un destino poco envidiable: el contraespionaje ruso es famoso por la escasa delicadeza con la que trata a los traidores. En su día, la CIA ya se había ofrecido a "extraer" al agente -es decir, ayudarle a desertar-, pero este se negó a interrumpir su misión. Ahora, se daba cuenta de que no le quedaba alternativa si quería seguir con vida.
Nunca ataca un territorio sin presentar antes su ataque como una respuesta defensiva de algún tipo; el Kremlin es extremadamente sensible al debate propagandístico
La operación de extracción se ejecutó finalmente sin contratiempos. Pero encontrar una fuente de su misma calidad no iba a ser fácil: el reclutamiento puede llevar años. Ahora, sin acceso directo a Putin, sería complicado calcular las intenciones de Moscú, dado que todas las decisiones del Kremlin, en última instancia, pasan por la voluntad personal de su eterno presidente. Por tanto, sólo quedaba un método para calcular los movimientos de Rusia: la deducción pura y dura. La labor del analista.
Rusia, en ese sentido, presenta a sus enemigos con una ventaja: repite patrones de acción relativamente claros. Por ejemplo, nunca ataca un territorio sin presentar antes su ataque como una respuesta defensiva de algún tipo; el Kremlin es extremadamente sensible al debate propagandístico, ya desde tiempos de la Unión Soviética. Ese patrón (que está repitiendo ahora) fue lo que hizo que Washington desistiera recientemente de enviarle a Kiev los misiles tierra-aire Stinger y los helicópteros Mi-17 que le había prometido: Moscú suele presentar estas donaciones como una agresión -aunque no tenga problema en abastecer por su parte a los rebeldes-, y el envío de misiles y helicópteros bien podría haberle dado la excusa que necesitaba para intervenir.
Otro indicador mucho más claro de una invasión es la actividad de los comandos del Spetznaz y de los operativos de Inteligencia rusos dentro de la propia Ucrania, cosa que ha aumentado notablemente. Hace cosa de un mes, el presidente ucraniano Zelensky denunció un intento de golpe de Estado, previsto para el 1 de diciembre y teóricamente liderado por el hombre más rico de Ucrania, Rinat Akhmetov, al que invitó a sentarse con él para negociar. Desde luego, esta intentona bien podría ser obra de la Inteligencia rusa aunque, por otro lado, y dado el agresivo historial de Zelensky con los oligarcas locales, podría tratarse de un nuevo intento por parte del presidente para debilitar o cooptar a un posible rival político.
Una tercera alternativa, algo enrevesada pero igualmente plausible en la lógica de los servicios de Inteligencia rusos, sería que estos no hubieran pretendido dar un Golpe sino solamente convencer a Zelensky de que se gestaba uno, todo con el propósito de enfrentarle a sus propios oligarcas. Porque uno de los objetivos de los servicios secretos rusos, y esto es innegable, es sembrar la discordia en el campo ucraniano a fin de debilitarlo.
El peor enemigo de los tanques
En todo caso, el factor último que indicará si Rusia puede o no atacar con sus tropas, irónicamente, será el barro. Cuando llega el deshielo primaveral o las lluvias de otoño, toda la región se convierte en un inmenso barrizal, la rasputitsa. No se trata de un barro cualquiera, sino de un engrudo tan denso y peguntoso que paralizaría el avance de los blindados que forman la punta de lanza de las fuerzas rusas. Esto pudieron comprobarlo en su día los nazis, cuando su "guerra relámpago" se estancó en el otoño de 1941; justo a tiempo para que los soviéticos se reorganizaran a la desesperada.
Rusia, en suma, puede atacar en invierno o en verano, pero no en las temporadas intermedias. Atacar mientras dure la estación helada, además, le daría a Rusia una ventaja adicional, dado que Moscú controla el suministro del gas que pasa por Ucrania hacia el resto del continente.
En medio de la confusión y la especulación continua, esa es la única certeza que ofrece este conflicto incierto: será el deshielo -el deshielo geológico, ya que no el político-, el que marque, con toda probabilidad, el fin de este enervante duelo de naciones.