Opinión

Un país a la deriva

Son claras las debilidades de los regímenes democráticos, máxime en situaciones de crisis como la actual, en que una pandemia contribuye a potenciar el descontento social y a incrementar una

  • Congreso de los Diputados -

Son claras las debilidades de los regímenes democráticos, máxime en situaciones de crisis como la actual, en que una pandemia contribuye a potenciar el descontento social y a incrementar una crisis de representación que alcanza a gobernantes que, sistemáticamente, obtienen un rango de aceptación en las encuestas absolutamente inidóneo.

España no es una excepción a lo que sucede en grandes democracias en el mundo; en nuestro caso, contamos con instrumentos adecuados para comprobar con toda claridad la debilidad de nuestro sistema democrático. Una polarización indeseable, una vocación antagónica, que trabaja mucho más para agudizar los disensos que para construir consensos hacen que la política resulte objetivamente tóxica para la sociedad y para el progreso; afecta a la convivencia, paraliza al país, mata las reformas necesarias antes de que éstas nazcan, y nos convierte en un país de segundo nivel en la escena internacional. Caminamos hacia lo que podría denominarse tribalismo, la política concebida en grupos cerrados que encuentran su cohesión en la negación del rival, en el rechazo radical de éste que ofrece a su vez el combustible para permanecer unidos y apoyados.

Provoca accesos de pánico pensar que lo que quede de esta lastimosa legislatura, atravesada por una pandemia feroz, no vaya a ser sino una repetición de lo que desde el primer día venimos observando. No parece que la formación de un Gobierno de coalición justo en vísperas de la aparición de la pandemia fuera la mejor de las opciones para gobernar razonablemente España; gobierno de coalición asentado en el apoyo de unos socios parlamentarios claramente ineptos, partidos antisistema que proclaman la voluntad de destruir el régimen democrático del 78 desde dentro.

Las fuerzas centrales no pueden seguir gobernando haciendo tabla rasa de los principios y valores sobre los que se asentó nuestra Transición

De seguir por este camino estrecho y oscuro tendremos la garantía de un país en declive, ajeno a las necesidades que cualquiera interpreta como inminentes. Las fuerzas centrales no pueden seguir gobernando haciendo tabla rasa de los principios y valores sobre los que se asentó nuestra Transición. La izquierda no puede dejar la nación en manos de los nacionalistas. Porque si eso sigue sucediendo, las consecuencias están muy a la vista y son ciertamente graves.

En Cataluña, el empeño del gobierno en construir “mesas de diálogo” con el Govern de esa comunidad sobre objetivos o no explicitados, o de imposible cumplimiento –la autodeterminación-, no es sino un objetivo vacuo que no lleva a ninguna parte distinta a hechos como el sucedido en Canet en materia de imposición lingüística, o a una percepción de decadencia de Cataluña, y de la ciudad de Barcelona, sobre la que las cifras nos vienen advirtiendo de manera incontestable en los últimos años. En el País Vasco, asistimos objetivamente al blanqueamiento de los herederos políticos del terrorismo. No parece que su promesa de poner punto y final a los “ongi etorri” se haya cumplido en modo alguno. Más bien al contrario: la recepción con todos los honores al etarra Mikel Antza, investigado por asesinar a Gregorio Ordóñez. Me contó mi hermano Rubén, que es abogado de la familia Ordóñez, que el tal Antza, para decir ante el juez la mentira mil veces contada de que las pruebas que hay contra él han sido obtenidas mediante tortura, tuvo que sacar del bolsillo un folio para leer dos líneas. Resulta grotesco, pero hiriente, que un tarugo como Antza, incapaz de decir una sola frase sin leerla, sea considerado entre su piara como el intelectual del grupo. Seguimos en esta galería de rufianes tiradores: la entronización del etarra David Pla en la estructura política de Sortu –partido decisivo en Bildu-, la recepción del etarra Mortadelo o la sucesión de marchas en los últimos días a lo largo del País Vasco en reclamación de derechos de los presos terroristas da medida de que ese mundo sigue navegando en la plenitud otorgada por el hecho de ser socio del gobierno de la nación. No, no son buenos aliados estratégicos para sustentar la acción de ningún gobierno, deplorablemente asentada sobre quien quiere destruir la nación y nuestro sistema de libertades, sin tener empacho alguno a la hora de proclamarlo.

Y así, todo se desarrolla en una cascada de acontecimientos en progresiva cuesta abajo. Da igual, cada día nos ofrece constantes oportunidades de comprenderlo. El último, el ministro Garzón, que en un medio de comunicación británico descalifica al sector cárnico de España, lo que equivale a descalificar, en forma por entero gratuita e irresponsable, al sector ganadero de nuestro país. Una polémica que, al cabo, es propia de partidos que carecen de vocación de gobierno.

El desprestigio cae sobre los políticos, y los partidos políticos en la vida española. Y así, no alcanzaremos nunca la modernidad

Es así como peligran las democracias, cómo los países, este país, corren el riesgo de ir quedando atrás. La recuperación de la política exige asumir el compromiso de que hay que hacer muchas transformaciones hacia metas ideales de justicia. Porque, de no ser así, el desprestigio cae sobre los políticos, y los partidos políticos en la vida española. Y así, no alcanzaremos nunca la modernidad, ni haremos de este país un país respetado y respetable hacia dentro y hacia fuera de nuestras fronteras.

Los partidos centrales no pueden proseguir su política de erosión institucional, su pragmatismo endiablado en el que vale todo para alcanzar el poder y luego continuar en él. Porque, de seguir en esta línea que no obedece a ningún proyecto de país, que tiene enfrente de forma creciente a más y más ciudadanos, lo que por desgracia está llamado a crecer es justamente la hermandad de los huérfanos que creen en la política como empresa colectiva, que creen en la comunidad que nos une, mucho más que en las identidades que nos dividen, que creen en el Estado y en las reglas del juego de que nos dotamos, que aspira al bien colectivo, aún sabiéndose carentes desgraciadamente de representación, porque nadie se la otorga. Amarga orfandad que puede acabar agrupando a los sectores más valiosos de nuestra sociedad, abandonados por las fuerzas políticas ajenas al respeto debido a la ciudadanía.

No, los partidos centrales (que no de centro), por la izquierda o por la derecha, no tienen las facultades para poner en peligro las reglas del juego democrático que consagramos a través de la Constitución de 1978. Demasiado patrimonio a preservar, porque de todos es y a todos nos pertenece, y que no puede ir descarrilando paulatinamente en una marcha sin rumbo que a nadie favorece.

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