Opinión

Venga, vale, feliz año nuevo

Lo que está pasando ahora no se sabe dónde acabará. Pero los precedentes históricos no invitan precisamente a felicitar el año a nadie

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Siempre es igual. Dos semanas después del día de Reyes, tres como mucho, nadie recuerda ya quién le deseó, en diciembre, feliz año nuevo. Ahora, con el guasap, queda testimonio escrito, eso es verdad, pero no sirve de gran cosa porque las puñeteras “listas de difusión” hacen que un solo mensaje llegue a innumerables personas en segundo y medio, y el teléfono se abarrota con una marabunta de besos, corazoncitos, purpurinas, gatitos y yo qué sé.

Digo esto porque, a lo largo del año, algunas veces entran ganas de pedir explicaciones a los felicitantes. No por hipócritas, que probablemente no lo son, sino porque alguno de ellos tiene –por fuerza– que ser el gafe cuya despreocupada felicitación ha provocado los desastres que luego nos caen sobre la cabeza. Otra explicación no le veo.

Yo felicito poco el año nuevo, cada vez menos. Y no por sieso sino porque temo que luego me pidan cuentas si la cosa se tuerce. Pongamos algunos ejemplos. Este tenía que haber sido el año feliz de la post-pandemia. Y lo fue, pero mucho menos de lo que esperábamos. Hubo sanfermines, procesiones, fallas, carnavales, y todos nos echamos a la calle (y al fútbol, y al Teatro Real, y a los festivales, y a todas partes, cada cual a la suya) con un cierto aire de gozosa venganza sobre el puñetero virus. Pero nos faltaban 117.000 personas que se quedaron en el camino, y eso duele. Y además, un matón sin vergüenza ni escrúpulos (ni capacidad de cálculo, por lo que se va viendo) decidió invadir Ucrania cuando aún era invierno, y eso fue un arreón que nos dejó a todos con el miedo contenido en la garganta y con muchas dificultades para pagar la luz, comprar comida o llenar el depósito del coche. ¿Qué pensarán los ucranianos de quienes, hace ahora mismo doce meses, les deseaban feliz año nuevo?

A ver, buenas noticias: este fue el año de Carlitos Alcaraz, que nos tuvo a todos pegados a la tele cuando venció a Djokovic y a Nadal en Madrid (se agarraba la cabeza con las manos: no se lo podía creer), y sobre todo cuando ganó el Abierto de Estados Unidos después de jugar el que seguramente haya sido el mejor partido de tenis de todos los tiempos, el que peleó contra el italiano Jannick Sinner. Pero el príncipe heredero del rey Nadal le ha sucedido también en su propensión a las lesiones. Para él sí ha sido feliz este año, porque lo ha terminado como número uno del mundo. Pero veremos cuánto le dura. Cualquiera le felicita ahora y le desea un nuevo año como el pasado, ¿eh?

El gobierno chalaneando con no menos indecencia la compra de los votos separatistas que necesita a cambio de cambiar las leyes y decir que ya no es delito (ahora será delitín) lo que los indepes perpetraron hace cinco otoños

¿Aprendimos algo de la pandemia? Yo creo que muy poco. Los políticos, desde luego, nada. A pesar del eclipse parcial de la extrema derecha trumpetera, golpeada por la defección de Macarena Olona (anda la pobre por ahí, como la Tarasca, sola y gemebunda cual vaca sin cencerro), el ruido no ha disminuido. Todo lo contrario. Nunca habíamos visto desvergüenza como la de estos meses de atrás: la oposición saboteando con toda indecencia la renovación de los órganos de gobierno de la Justicia (se han tenido que poner de acuerdo los magistrados entre sí, sin pedir permiso) y el gobierno chalaneando con no menos indecencia la compra de los votos separatistas que necesita a cambio de cambiar las leyes y decir que ya no es delito (ahora será delitín) lo que los indepes perpetraron hace cinco otoños. Y todos llamándose perrerías unos a otros, voceando a diario que lo que hacen los de enfrente es un golpe de Estado (ha habido días en los que se han producido, por lo visto, dos o tres, con lo que cuesta eso) y tomándonos a todos por idiotas. O por niños. O por niños idiotas. Vaya feliz año nuevo que nos han dado sus señorías.

Cuando lean ustedes el impresionante libro que han escrito José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu (España en su laberinto, publicado en Almuzara; pronto hablaremos largamente de él) comprobarán que este circo no es nuevo. Ya lo vieron nuestros abuelos en los tiempos de Alfonso XIII y más tarde durante la segunda república. La miopía y el egoísmo de aquellos políticos acabaron con la caída de la monarquía, en el primer caso, y con una dictadura de 40 años, en el segundo, guerra feroz de por medio. Lo que está pasando ahora no se sabe dónde acabará. Pero los precedentes históricos no invitan precisamente a felicitar el año a nadie.

No hay Ley, como bien sabía Franz Kafka, que pueda contra el monstruo de la burocracia, contra el gigantismo del Estado, que no conoce a nadie ni se interesa por las personas

En lo personal (si es que a ustedes les interesa mi vida personal, que me imagino que no mucho) este “feliz” año nuevo ha sido el de la resistencia. Voy a llegar vivo al término de estos doce meses en que he sufrido la iniquidad de la Administración, de los funcionarios del INSS, que parecen divertirse en no levantarme el pie del cuello y en dilatar una y otra vez, deliberada, malignamente, un proceso que acabarán perdiendo. La Ley me da la razón, pero a ellos les importa muy poco eso: no hay Ley, como bien sabía Franz Kafka, que pueda contra el monstruo de la burocracia, contra el gigantismo del Estado, que no conoce a nadie ni se interesa por las personas. He aprendido, pobre de mí, que ese monstruo no está para servir a los ciudadanos sino para servirse de ellos, pues que los considera números o datos en un estadillo. Nada más.

No ha sido nada feliz este año. Nada. Mi sensación es de impotencia. No puedo nada (o nada más) contra la Administración, que se ha empeñado en vencerme por agotamiento sin saber siquiera quién soy, porque no lo saben. No puedo hacer nada para ayudar a las mujeres de Afganistán, que están padeciendo unas atrocidades mil veces peores, y cada vez mayores, de aquellas de las que yo me quejo, mientras el mundo finge que se escandaliza, aunque lo finge muy mal. Ni con la gente de Irán, harta de una sanguinaria dictadura religiosa gobernada por ancianos espantadizos y fanáticos que, sin embargo, cuentan con unos medios de represión (colectivos y personales, esto es lo peor) contra los que es dificilísimo luchar.

Tampoco será mejor el futuro después del adiós de Serrat y de Tricicle. Pero todo esto son minucias, ustedes lo saben. No tiene importancia. Porque la nación entera contiene ahora mismo la respiración, sobrecogida, ante la tragedia que se acaba de precipitar sobre nosotros: Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa han decidido “de común acuerdo” poner fin a su relación sentimental, que duraba ya ocho años. Eso sí que es un drama, coño, y no los de Shakespeare ni lo del cambio climático. El premio Nobel –se ha sabido, se ha sabido– estaba ya más que harto de la Prisli, como la ha llamado siempre mi amigo Paco; una señora cuya única preocupación era salir en el Hola y asistir a saraos insustanciales… a los que él tenía que acompañarla. Llega un momento en que uno se harta de hacer el tonto. Y de escribir mal, porque sus últimos artículos padecían una sintaxis indigna del bachillerato. Así que se ha ido a vivir a su antigua casa (aquí cerca) dispuesto a rehacer su vida, a los 86 años. Ella, a los 71, andará ya buscando a quién engolosinar, entre otras cosas porque ese es su medio de vida. Y nosotros, insensatos, preocupados por la inflación y por Ucrania y por el Tribunal Constitucional y por la mendacidad del Instituto Nacional de la Seguridad Social. Si es que no sabemos lo que es sufrir. No lo sabemos.

Llaman ahora mismo a la puerta y es Angelines, la cartera, la chica de Correos que me trae los certificados del INSS. Ya nos conocemos, claro. La miro con inquietud. Ella baja los ojos. Le digo: “Con la cara de buena persona que tú tienes, ¿cómo puede ser que siempre me traigas malas noticias?”. Ella se entristece: “Sí, para eso nos hemos quedado los de Correos. Antes llevábamos felicitaciones y cartas de novios y hasta libros, pero eso, ya ve usted…”. Firmo donde me dice y, antes de irse, me da dos besos y me desea un feliz año nuevo.

Suspiro y le digo que yo también, caramba, que yo también le deseo que el año que va a empezar le traiga estabilidad laboral, trabajo, ingresos regulares (tirando a buenos) y salud, elementos indispensables de la felicidad, diga el refranero lo que diga.

Y venga, lo mismo les deseo a todos ustedes. No creo que sirva de mucho lo que yo desee pero, caramba, por desearlo no tengo que pagar nada y me hace sentir mejor. Que se cumplan sus mejores deseos. Yo me conformo con que se me cumpla uno solo: que deje de sonar el guasap mientras escribo.

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