Muchos socialistas y comunistas siempre han considerado que el proletariado era una víctima de la opresión y paradójicamente las peores opresiones se han dado bajo estos sistemas políticos, mientras profesaban el deseo de abolir las condiciones y producir buenos seres humanos. “Los niños fueron idealizados por Wordsworth y no idealizados por Freud. Marx era el Wordsworth del proletariado; el Freud aún está por llegar” dice Bertrand Russell en The Superior virtue of the Oppressed. La izquierda ya ha dejado de idealizar al proletariado, pero lo que Russell no vio venir es la aparición de una cultura victimista imbuida de virtuosismo basada en las identidades.
Como el Mal habla ahora el lenguaje del Bien, se propaga a toda velocidad. La epidemia de victimismo de los nuevos oprimidos está sostenida bajo la noción de que los oprimidos poseen una virtud superior debido a haber experimentado una opresión. Este buenismo se entremezcla con la creencia de que el individuo debe ser subyugado al grupo y sacrificado por el bien común, que es la óptica de muchos militantes de izquierdas, afanados en sus teorías de los cuidados, o en su tarea de renovar los lazos sociales, apostar por el poliamor, por la tribu y otras formas de colectivismo. La gente está aceptando el colectivismo como un ideal moral: no es solo un crimen ser individualista o tener valores personales diferentes, es una transgresión moral.
Existe una necesidad básica del parásito que se asegura de que los “oprimidos” nunca superen su condición, pues solo así logra asegurar sus vínculos con las víctimas para que lo alimenten
Russell expone la paradoja de este mecanismo de opresión: si la virtud es el mayor de los bienes, y si la sujeción y la opresión hace a las personas virtuosas por el mero hecho de ser víctimas, es bueno negarles el poder y la superación personal, ya que esto destruiría su virtud. La grandilocuencia moral solo se sostiene bajo esa condición de opresión. Además, existe una necesidad básica del parásito que se asegura de que los “oprimidos” nunca superen su condición, pues solo así logra asegurar sus vínculos con las víctimas para que lo alimenten, como señala Ayn Rand en sus reflexiones sobre el colectivismo. Bajo el mantra del bien social y el buenismo se predica el altruismo social. El altruismo es la doctrina que exige que el hombre viva para los demás y coloque a los otros sobre sí mismo. Y al aceptar esto como un ideal, se convierten en los garantes de su propia esclavitud.
Los falsos amigos del bien común nos están vendiendo el mito de que el colectivismo promueve la solidaridad entre las personas y el individualismo es sinónimo de atomización social, egoísmo e indiferencia
Las amenazas que se ciernen sobre el individualista son cada vez mayores. Los individualistas siempre ha desconfiado de la manipulación que hace el colectivismo de la defensa del bien común y nunca ha comprado su mercancía averiada, tampoco ha caído en mitos como la falacia de la reificación o en la trampa de otorgar a determinados colectivos conceptos como “la autoridad moral”, o “el bien”. Con todo, sería un error cantar victoria. Los falsos amigos del bien común nos están vendiendo el mito de que el colectivismo promueve la solidaridad entre las personas y el individualismo es sinónimo de atomización social, egoísmo e indiferencia. Elaboran un análisis megasimplista del mundo en base a apreciaciones subjetivas y argumentos psicológicos, que entre otras cosas asumen que el progreso es un juego de suma cero que solo produce verdugos y víctimas. También repiten el mantra de un mal entendido igualitarismo que se intenta imponer a todas las áreas de la vida humana, y tiende a la homogeneización del pensamiento y las conductas, a cuyo suplicio sometemos el pensamiento y la cultura humanista. Toda eminencia es vista como arrogancia, toda irradiación de éxito basado en el mérito es percibida como indecorosa, o una especie de perpetuación de la injusticia y un subterfugio de los poderosos para mantener su posición y sus privilegios.
Estos políticos y hombres de la cultura disfrazados de dulces soñadores van tiñendo con sus opiniones el carácter de nuestras sociedades, lo cual me produce un sentimiento de horror y de escalofrío. No hay peor obstáculo para el desarrollo del individualismo que el prestigio de moralistas elevados al rango de grandes dignatarios. No hay trabajo más esterilizante que la imposición del pensamiento colectivo. Solo consigue convencer al individuo de que es conveniente regirse por una única moral, le evita el trabajo de pensar por sí mismo y le hace perder toda la confianza en sus propias capacidades.