Opinión

¿Y la borriquilla?

Usted, con sus rabietas y su vanidad y su falta de luces, es uno de los más notorios causantes de que la unidad de los indepes se haya ido a hacer gárgaras, algo que millones de personas le agradeceremos siempre

  • Carles Puigdemont, este jueves, en Barcelona.

Se les ha olvidado la borriquilla. Si es que no estamos a lo que tenemos que estar. Hacemos las cosas deprisa y corriendo y así sale todo, que se nos olvida la borriquilla. Cuando uno regresa a Jerusalén después de siete años de andar por ahí pegando saltos, haciendo lo posible y lo imposible para que no le olviden, lo menos que puede hacer es entrar en la ciudad –trayecto corto: del Arco de Triunfo al parque de la Ciutadella hay un paseíto– a lomos de una borriquilla, que es lo que manda la tradición. Estaba todo lo demás: las palmas (que ahora se llaman pancartas y banderas), los hosannas, los cánticos y hasta los apóstoles, porque por allí andaban Artur Mas, Quim Torra, Albert Batet, Turull (que es el San Pedro de todo este montaje)y algún otro. Pero el olvido de la borriquilla es un error imperdonable, hombre.

La multitud (que tampoco era para tanto, ¿eh?) se inclinaba ante Él, le cantaba y le halagaba, que eso es algo que a este hombre le encanta: “Bendito el que viene en nombre de Sí mismo”. Pero como no había borriquilla, caramba, el ungido tuvo que darse una carrerita muy cómica hasta el tendejón que se había dispuesto allí cerca para que hablase a los feligreses y se dejase adorar. Se les apareció, muy emocionado, agitando el puño, aplaudiéndose, y les dijo… ¿Qué les dijo? Bueno, pues no les dijo gran cosa, esa es la verdad, pero el mensaje estaba claro: “Ahora me veis, aunque luego no me veréis. Pero después me volveréis a ver, porque me voy al Padre”.

Cuando en su discursito nervioso y desabrido (Turull observaba desde un rincón) dijo que ahí sigue porque “no tenemos derecho a la renuncia”, está repitiendo el argumento de decenas de tiranos, tiranuelos, autócratas y entrenadores de fútbol a lo largo de la historia

Y así sucedió. El Ungido se esfumó de nuevo ante las narices de sus discípulos, de los escribas, de los fariseos y de los mossos que habían ido allí a prenderle para llevarle ante Caifás… o ante el juez Llarena, que tanto da. Hay quien asegura que se coló en el edificio del Parlament por una gatera o postigo, y que allí aguardaba el momento de aparecerse de nuevo. Otros exégetas dan testimonio de que escapó en un coche que le facilitó un agente. Un coche de color blanco. Como la borriquilla, menos mal.

Ustedes sabrán perdonar pero me resulta muy difícil hablar en serio de estas cosas o, por ser más preciso, de este personaje. Cuando en su discursito nervioso y desabrido (Turull observaba desde un rincón) dijo que ahí sigue porque “no tenemos derecho a la renuncia”, está repitiendo el argumento de decenas de tiranos, tiranuelos, autócratas y entrenadores de fútbol a lo largo de la historia: “No puedo dimitir ahora”, gime el líder, “sería una cobardía dejar a mi pueblo en medio de esta crisis”, ignorando deliberadamente que la crisis es él, la ha traído él, la ha generado él.

A cualquiera podrá parecerle bien o mal que un hombre sosegado como Salvador Illa sea por fin investido presidente de la Generalitat. Podremos indignarnos más o menos ante el espantoso precio que el gobierno de Sánchez se ha avenido a pagar por esa investidura… y por su propia supervivencia, que cada vez se presenta más débil. Pero nadie sensato podrá discutir que esos son los usos democráticos: la gente vota, los votados intentan ponerse de acuerdo entre ellos y, si lo logran, se produce una sesión de investidura en la que los representantes de los ciudadanos eligen a un presidente. Eso es lo que entendemos por normal.

¿De huida de qué? De la justicia, sin duda; de algunos jueces especialmente pertinaces, eso también. Pero sobre todo de huida de la realidad

Lo que no es normal es que, de pronto, alguien que hace muchísimo tiempo decidió escapar de la justicia y que lleva siete años dando por saco (ustedes disculparán lo grueso de la expresión) desde quién sabe dónde, decida reaparecer, como si él o su reaparición tuviesen ya la menor importancia. Y monte para ello un espectáculo bufo, puro vodevil, en el que lo único que faltó, mecachis, fue la borriquilla. Ahora me ves, ahora no me ves. Ahora estoy, ahora me esfumo. ¿Y todo para qué? Pues para que se siga hablando de él, para alimentar un ego hipertrofiado y elefantiásico después de siete años de huida. ¿De huida de qué? De la justicia, sin duda; de algunos jueces especialmente pertinaces, eso también. Pero sobre todo de huida de la realidad.

Usted ha perdido las elecciones, señor Puigdemont, ¿no se da cuenta? Usted y sus delirios de grandeza, su carácter de personaje de ópera –don Carlo, Manrico el del “Trovatore”, hay muchos–, son los responsables directos de que cientos de miles de ciudadanos de Cataluña se hayan desencantado de la quimera independentista y les hayan vuelto la espalda. Usted y su enfermizo afán de protagonismo han logrado el prodigio de enfrentarse con la otra mitad de los “procesistas”: los que sí arrostraron la prisión, los que no huyeron, los que han sabido maniobrar y adaptarse a una realidad cuyos rápidos cambios usted no podía ver, entretenido como estaba en mirarse al espejo y en sentirse un héroe. Usted, con sus rabietas y su vanidad y su falta de luces, es uno de los más notorios causantes de que la unidad de los indepes se haya ido a hacer gárgaras, algo que millones de personas le agradeceremos siempre. Cuando usted dice ahora que, si al final le detienen, los culpables serán los de ERC, deja ver la asombrosa distancia que hay entre usted y el mundo en que vivimos los demás. No sabe lo que dice.

Quien cría vocación de prócer o de caudillo casi nunca se da cuenta de que con el heroísmo y el patetismo (o el ridículo) pasa lo mismo que con los dedos de una mano: que están muy próximos y que nacen los dos del mismo sitio

Este baile de máscaras, este juego de las sillas, este “ahora me aparezco, ahora desaparezco”, como si usted fuese Houdini o ese ilusionista que se hace llamar David Copperfield, consigue dos cosas. La primera, que usted se ponga en ridículo. Y la segunda, que una enorme cantidad de gente –catalanes y no catalanes– se tome a chirigota algo incuestionablemente serio, como es la investidura de un presidente de la Generalitat. Para contraprogramar la toma de posesión de Illa, solo ha faltado que usted se descolgase desde el techo del Parlament agarrado a un trapecio, vestido de lentejuelas y agitando la banderita.

A usted, don Puchi –así le llaman incluso los suyos– le pasa lo mismo que al general francés Georges Boulanger, un protopopulista del siglo XIX que también iba para libertador del mundo pero que acabó huyendo a Bélgica para escapar, entre otros, de sus propios partidarios decepcionados con él. Boulanger era una de esas personas que creen haber nacido para pasar a la historia, lo cual suele provocar terribles complicaciones tanto en su propia vida como, sobre todo, en las vidas de los demás. Quien cría vocación de prócer o de caudillo casi nunca se da cuenta de que con el heroísmo y el patetismo (o el ridículo) pasa lo mismo que con los dedos de una mano: que están muy próximos y que nacen los dos del mismo sitio.

Pero consuélese: al pobre Boulanger, que iba para leyenda y se quedó en cuento chino, tampoco le pusieron borriquilla.

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