Opinión

Zapatero y otros gurús

La última vez que vi a aquel octogenario fue hace cosa de una semana. Serían las once de la mañana de uno de los escasos días de luz y calor de este verano tormentoso y gris que sacude el norte. Yo salí a pasear como tantos otros días y fue entonces,

  • El expresidente del Gobierno de España José Luis Rodríguez Zapatero. -

La última vez que vi a aquel octogenario fue hace cosa de una semana. Serían las once de la mañana de uno de los escasos días de luz y calor de este verano tormentoso y gris que sacude el norte. Yo salí a pasear como tantos otros días y fue entonces, durante mi recorrido por una ancha avenida de la ciudad, cuando me topé, de nuevo, con él. Caminaba encorvado como queriendo besar el suelo y sujeto a un bastón, tan despacio, tan lento que parecía haber entrado en guerra con el tiempo. Su figura desgastada por la edad me devolvió, por un instante, a mi abuelo del alma. Me recordó tanto a él que, de pronto, sentí que había vuelto, que nunca se había terminado de ir. Me detuve a observarle cuando cogía una esquina y me emocioné como el huérfano que recupera la ilusión tras la ausencia.

Llevaba semanas cruzándome con él por el barrio. Sentado con gorra y cabizbajo en uno de los bancos que dan a la playa o paseando nada más. Y no sé bien por qué comenzó este hombre a captar mi atención. Estas cosas que le pasan a alguien que de imaginar vidas ajenas ha alimentado su estómago hambriento de historias. Quizá fuera sólo él y lo que representaba -la vejez en toda su crudeza- o quizá fuera la pareja que forma con el joven que, atento, siempre le acompaña y que -intuyo- será su nieto. El cariño que desprende hacia el anciano, la ternura de un chico que apura los días con alguien que, más pronto que tarde, desaparecerá de las fotos de familia y se llevará con él, su voz y una sabiduría esculpida a base escarmientos.

En que su presencia debería ser obligatoria y perenne en todas las casas, como en tiempos de los romanos disponían en los hogares de un filósofo doméstico

Si son abuelo y nieto jamás lo sabré como tampoco ellos sabrán nunca que han inspirado esta columna. Porque he pensado mucho, estos días, en mi abuelo y en nuestros mayores. En todo lo que han visto y vivido. En lo que creían que ya no volverían a ver ni a vivir. En lo que pasará por sus cabezas al habitar un mundo ruidoso en el que la contienda se libra con revólveres cargados de mentiras y palabrería robotizada hasta el extremo. He pensado mucho en lo importante que es que estén, aunque nos empeñemos en borrarlos con una de esas gomas Milán que tanto gastamos de pequeños. En que su presencia debería ser obligatoria y perenne en todas las casas, como en tiempos de romanos disponían en los hogares de un filósofo doméstico que daba consejo y sosiego a sus moradores. En que su misión no debería ser únicamente la de ejercer de cuidadores de verano y fines de semana de los hijos de unos hijos que andan peleándose con la vida y los horarios incompatibles. He pensado mucho en que deberíamos escucharlos más y ningunearles menos. En que deberían ser tratados como gurús y no como trapos viejos.

Para mí son ellos, en realidad, esa especie excepcional de la que habló el expresidente Rodríguez Zapatero en un mitin delirante y viral en uno de los hoteles más imponentes de esta ciudad que habito. Parecía ido, por momentos, el José Luis que un día gobernó este país. Como si hubiera sido captado por un grupo de hippies colocados de los setenta. Confieso que, de tan disparatado el discurso, lo he escuchado una y otra vez analizando también, por supuesto, los rostros y las reacciones de los allí presentes. Medias sonrisas, toses aparentemente nerviosas, bocas semiabiertas y miradas de asombro y extrañeza entre unos y otros ante frases tan existencialistas que parecían sacadas de un manual de pensamiento filosófico. “No cabe en nuestra cabeza imaginarnos cómo es el infinito (…) Somos el único sitio del universo, seguramente del todo, si es que podemos concebir el todo, donde se puede leer un libro y donde puede amar”.

Suerte que ya se acaba el espectáculo. Suerte que la suerte ya está echada. Veremos a partir de mañana quién nos pone a salvo… si es que alguien, alguna vez, lo ha hecho o llega a hacerlo

Palabras que se esperan más de un guía, un mentor, un líder espiritual que de un político en campaña. Pero, cómo habrá sido el nivel que, aun siendo las más surrealistas, me han resultado hasta sensatas dentro de esta carrera electoral esperpéntica. Suerte que ya se acaba el espectáculo. Suerte que la suerte ya está echada. Veremos a partir de mañana quién nos pone a salvo… si es que alguien, alguna vez, lo ha hecho o llega a hacerlo. Deberíamos prestar más atención -insisto- a aquellos gurús reales de tanta carne como hueso dejan los años y las guerras; a los consejos de unos mayores que también votan -son más de nueve millones- y a los que, pese a todo, tratamos igual que a unas camionetas antiguas a las que hace tiempo les silenciaron los motores.

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