El Dragon Rapide surcaba el cielo norteafricano destino a Tetuán con el general Francisco Franco a bordo para dirigir la rebelión del protectorado. Emilio Mola, el “Director” del golpe, leía desde Radio Navarra el bando de guerra. Y en aquel caluroso domingo 19 de julio, las calles de Madrid reemplazaban las “corbatas y señoras refinadas” por las patrullas milicianas de monos azules y pañuelos rojinegros.
Un día antes, la Segunda República había encajado un golpe que produjo una sucesión de hasta tres presidentes en 24 horas. En menos de una semana, se terminaron por repartir las cartas con las que cada bando tendría que disputar los más cruentos años de la historia española reciente. La historiadora Pilar Mera Costas radiografía en '18 de julio de 1936. El día que comenzó la Guerra Civil', las claves del golpe, dentro de la colección 'La España del siglo XX en siete días' en la que se analizan siete fechas claves de la historia reciente del país enmarcadas por el desastre del 1898, y los atentados del 11-M de 2004, pasando por el 23-F, o los Juegos Olímpicos de 1992.
Estrictamente, el golpe lo inició el comandante Joaquín Rios Capapé en la guarnición de Melilla la tarde del 17 de julio. Fue el único que siguió las indicaciones de Mola que había marcado “el 17 a las 17” como el momento en el que romper con la legalidad vigente del régimen democrático nacido cinco años atrás.
Mola, "el Director"
Los arquitectos del golpe habían comenzado su plan muchos meses antes. La obra señala cómo desde el momento en el que se abrieron las urnas de las elecciones de febrero del 36, había comenzado a fraguarse la conspiración que desembocaría en el golpe de estado de julio. Una trama transversal que trataba de incluir a una amplia gama de fuerzas socioeconómicas de carácter cívico-militar en la que se repartirían los esfuerzos de la organización. Al frente de la misma, el general Emilio Mola, que aparecía en los mensajes como “el Director”, y que destacaba del resto por su capacidad de liderazgo, y especialmente, por la fama de intelectual que había cosechado a través de varias publicaciones en las que reflejaba su pensamiento nacionalista, antipolítico, militarista y contrario al régimen, por entenderlo como antimilitarista, y por tanto antispañol.
En el porvenir, nunca debe volverse a fundamentar el estado ni sobre las bases del sufragio inorgánico, ni sobre el sistema de partidosEl general del Ejército, Emilio Mola.
A finales de diciembre de 1935, la lealtad constitucional del militar era una quimera. “Nada de turnos ni transacciones; un corte definitivo, un ataque contrarrevolucionario a fondo es lo que se impone”, “En el porvenir, nunca debe volverse a fundamentar el estado ni sobre las bases del sufragio inorgánico, ni sobre el sistema de partidos”, declaraba en un documento secreto dirigido a la UME (Unión Militar Española, de cariz antirrepublicano que sirvió como captación y conexión entre los rebeldes).
Los rumores de un golpe volvían a resonar por las calles y el presidente del Gobierno, Santiago Casares Quiroga, se reunió con responsables políticos y militares las primeras semanas de 1936. La propuesta de potenciar un partido de centro fuerte que aliviara las tensiones no satisfizo a Mola. La reseña en el diario del futuro golpista fue más que reveladora: ”Comprendí que en España ya no había nada que hacer por las buenas”.
La obra dedica la mitad de sus páginas a contextualizar las tensiones de los primeros cinco años de la República. Un nuevo régimen con grandes avances sociales y graves problemas de orden público que polarizaron la opinión sobre la Guardia Civil. Una república atenazada por complots monárquicos que no terminaron de estallar hasta la sanjurjada de 1932 y las insurrecciones anarquistas, tal y como la describió Azaña en 1933.
Reparto de tareas
La huelga insurreccional de los socialistas de octubre de 1934 como reacción a la llegada al Gobierno de tres ministros de la CEDA, marcó un nuevo hito en la escalada de tensión, con especial gravedad en Cataluña y Asturias. Y la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 ratificó la decisión de los generales golpistas que el 8 de marzo de 1936 habían acordado preparar un “alzamiento nacional”, en el que Sanjurjo, exiliado en Estoril, sería el líder. Un “movimiento de primacía militar, con el apoyo subordinado de las fuerzas políticas de las derechas”, como detalla Mera: Falange aportaría hombres con experiencia callejera, los alfonsinos financiación y apoyos internacionales, los carlistas pondrían efectivos militarizados, y la CEDA la capacidad de atracción con el catolicismo militante.
El libro también indaga en aspectos como la estrategia de agitación política; los acuerdo con la Italia fascista; o el novelesco operativo para trasladar a Franco de Canarias a Marruecos, con la incuestionable participación de Juan de la Cierva, que tanto ha dado que hablar durante las últimas semanas. Unos planes que incluyeron desde la dificultosa contratación del famoso Dragon Rapide, hasta la participación de dos “rubias guapas y vistosas” para que el traslado del avión hasta Canarias en el prólogo golpista pasara por una farra extramarital.
Saltan las alarmas golpistas
Durante estos meses el presidente de la República y el del Gobierno, Manuel Azaña y Casares Quiroga, respectivamente, no habían atendido a las alertas del runrún golpista, que sectores como los socialistas de Prieto o parte del Ejército, en especial la UMRA (Unión militar Republicana Antifascista), apremiaban en cauterizar de raíz.
Azaña insistía en que el Estado debía ser el primero en cumplir con la legalidad, respetar la libertad de todos y en que no se podía actuar sin pruebas concluyentes. Unas afirmaciones que militares como el aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros consideraban una broma propia de alguien despegado por completo de la realidad. Además del escrúpulo a las garantías jurídicas no querían precipitar la sublevación generando mártires y arrastrando al golpe a compañeros que consideraran el posible castigo del Estado una injusticia hacia sus camaradas.
La inteligencia estatal con sus informantes y espías en los cuarteles habían reunido una lista con más de 500 nombres implicados. Y el 10 de julio, el Consejo de Ministros al completo era informado de dicha conspiración. Se optó por repetir la fórmula que había resultado exitosa en la sanjurjada, dejar que los sublevados dieran el primer paso para comenzar las detenciones.
A pesar de los mensajes tranquilizando a la población, el sábado 18, la sublevación no era un mero tumor en África y las Canarias. Preocupaba que la metástasis ya recorría Andalucía con Queipo de Llano en Sevilla, y no tardaría en confirmarse la pérdida de otros enclaves como Pamplona, Burgos, Valladolid, Baleares, Galicia, Vitoria, Oviedo y Toledo.
¡Armas para el pueblo!
Así, el caluroso sábado 18 de julio de 1936, el centro de Madrid era un hervidero. Las organizaciones obreras pedían armas como únicos garantes de la República. Esa misma tarde algunas cocinas improvisaban bombas incendiarias caseras, granadas de mano, se asaltaban algunas armerías, y varios grupos libertarios y socialistas conseguían los primeros máuseres.
Al menos 2.000 fusiles del Parque de Artillería de Pacífico circulaban entre los socialistas, y algunos barrios de la capital levantaban las primeras barricadas, mientras que Azaña preparaba un sustituto para el presidente Casares Quiroga. El gabinete del elegido, Diego Martínez Barrio, murió con las primeras luces del 19 de julio. Una manifestación de socialistas, anarquistas y algún republicano recorrió el centro de Madrid, consideraban al nuevo Ejecutivo, de perfil moderado, una traición y una claudicación ante los golpistas.
Sin llegar a oficializar su cargo, Martínez Barrio dimitió y Azaña volvió a echar mano de un amigo y compañero de partido, José Giral. El nuevo presidente del Gobierno cedió ante la presión, y a primera hora de la mañana del 19 de julio, camiones de fusiles de los arsenales gubernamentales nutrieron las sedes de UGT y CNT.
La aparente normalidad de las calles del 18 de julio cambió en 24 horas con el reparto de armas. Los madrileños, obligados a abrir las ventanas para evitar acciones de francotiradores, comenzaban a familiarizarse con el sonido de disparos y acelerones de lujosos automóviles recientemente expropiados.
Un aspecto muy interesante de la obra es que pone la lupa en la trascendencia de las decisiones personales de los protagonistas. La clarividencia con la que apreciamos los hechos pasados nubla la realidad del momento, atreviéndonos a calificar de ingenuos a los responsables republicanos por confiar en militares como Yagüe, que había reiterado ante el presidente Casares su compromiso con la República. La historiadora expone la dificultad para explicar de manera general la decisión de militares y cuerpos del orden de secundar o no el golpe. Un “choque de lealtades” en el que muchas veces la balanza cayó de un lado por “la posición de los superiores y el sentir de la mayoría”.
Terror en la retaguardia
El preciso análisis del enfrentamiento de las últimas páginas destierra algunos mitos como el del peso de la población civil para frenar o asegurar el golpe. Una imagen romántica que en ocasiones también ha interpretado la adhesión o rechazo civil a la rebelión en función de las zonas controladas por cada bando.
El fracaso del golpe desembocó en una larga y cruenta guerra de la que siguen espantando las cifras de muertos en la retaguardia. A los 200.000 muertos en el campo de batalla, había que sumar 185.000 asesinados en la retaguardia (55.000 del republicano, y 100.000 a manos del bando sublevado, más 30.000 de la represión franquista).
También sigue helando la sangre el porcentaje de diputados asesinados durante la Guerra Civil. De los 487 políticos elegidos en los comicios de 1936, 70 fueron asesinados durante la contienda, 41 a manos de los sublevados y 29 por los republicanos, a los que se sumarían 19 de la represión franquista de la posguerra, según los trabajos del catedrático octavio Ruiz-Manjón.
La última semana de julio, el país había quedado partido en dos con un reparto de fuerzas que equilibraba los dos bandos. Con similar número de contendientes, pero diferente distribución de recursos: a grandes rasgos, mayor industria y recursos financieros en el lado Republicano; y mejores recursos agrarios y ganaderos en el bando golpista.
El sistema centralizado, jerarquizado y organizado de los sublevados potenciaba las fuerzas, que el bando republicano desparramaba en enfrentamientos internos y duplicidades de mandos y estructuras. Y mientras que Marina y Aviación se mantuvieron fieles a la República, los sublevados contaron con la ayuda internacional italiana y alemana, que las democracias europeas negaron a la República.
Las últimas páginas dedicadas al fin de algunos de estos protagonistas de estos días de julio pintan de gris el país resultante de represión y exilio. Mera parafrasea al poeta gallego Celso Emilio Ferreiro, dibujando una España que se encaminó a una larga noche de piedra que se prolongaría 40 años.