Durante los últimos días, por algún motivo que, he de confesarlo, desconozco, ha vuelto a hablarse sobre el recurrente tema de los abusos sexuales en la Iglesia católica; esto es, sobre los abusos sexuales perpetrados por sacerdotes, seminaristas, profesores de religión e incluso profesores que, no siendo de religión, lo son de otras asignaturas en colegios religiosos. Cuando esto ocurre, cuando los abusos sexuales copan de nuevo las portadas de los periódicos, siempre prospera entre mis correligionarios un argumento que a mí, a pesar de ser católico y amar por tanto la Iglesia, nunca me ha convencido demasiado: "¡Qué injusto es que se hable tanto de los abusos cometidos por miembros de la Iglesia, cuando éstos son comunes a muchas instituciones!".
Digo que no termina de convencerme porque, en cuanto oigo a alguno de sus defensores esgrimirlo, invade mi mente la imagen de un hombre gordo, calvo y encorbatado, diputado del PP por alguna provincia de Castilla y León, echándole en cara a uno del PSOE de idéntico mal aspecto el chanchullo de los EREs, y de éste respondiéndole irritado que qué hay de la Gürtel y los trajes del expresidente Camps.
No hace falta ser un prodigio de la inteligencia para reparar en que el mal ajeno ni excusa ni redime el mal propio y en que los abusos sexuales perpetrados por algunos miembros de la Iglesia católica hay que condenarlos los cometan o no también miembros de otras instituciones (como se puede ver casi cada semana en las páginas de Vozpópuli).
Pero el argumento me desagrada también por un motivo más profundo. Cuando decimos que la Iglesia católica comparte el mal ―la "lacra", en la jerga tertuliana― de los abusos con muchas otras instituciones humanas, y que a esas otras instituciones no se les reprocha el mal ni con tanta insistencia ni con tanta inquina, estamos sugiriendo, de hecho, que la Iglesia es una institución humana como otra cualquiera. Que podemos equipararla a los mass media, a las big tech o a las oenegés. Que sus miembros pueden ser juzgados con la misma severidad, con la misma indulgencia, con la que se juzga a los miembros de una federación deportiva.
Abusos sexuales e imperfección humana
Veo más verdad en la indignación de los críticos que en este argumento. Ellos, a su modo hiperbólico, sañudo, acaso malintencionado, reconocen que la Iglesia es una institución distinta de los demás, una a la que no puede medirse según los criterios del mundo. Si es la Esposa de Cristo, ¿cómo no exigirle que se haga digna de su Esposo, que vivió, murió y resucitó ejemplarmente? Si sus miembros aspiran a la vida buena, ¿cómo no instarles a que lo hagan con más tino? Si predican la virtud de la castidad, ¿cómo no pedirles que lo hagan con el ejemplo, que refrenen su ímpetu y que mantengan las manos quietas y la entrepierna en su sitio?
la Iglesia no es, no ha sido nunca, una institución de gentes moralmente inmaculadas, sino de pecadores que aspiran a la santidad
El riesgo es que, entre tanta putrescencia, entre tanta corrupción, el católico de a pie termine descreído. Parece incluso natural que uno pierda la fe en una institución tan hipócrita que, al tiempo que predica la santidad, se conduce como una ramera. "Creo en Dios, pero no en la Iglesia", he ahí la cantinela que, ante la riada de abusos, agresiones, violaciones, deberíamos corear a pleno pulmón todos los cristianos a los que nos resta una miaja de lucidez y otra poca de compasión.
Yo, sin embargo, no podría unirme a tales coros. Escudriño mi pasado, rebusco entre mis cavernidades, y no encuentro nada mejor que lo que impera en la Iglesia. Digamos que mi alma y sus recovecos son una reproducción a pequeña escala de la curia romana, que en mi breve historia hay tanto claroscuro como en la historia de la Iglesia. Es cierto que no he perpetrado ningún abuso sexual ―¡Dios me libre!― y que no tengo dinero con el que corromperme ―¡menos mal!―, pero cuantísimos pecados he cometido en la medida de mis limitadas posibilidades: calumnias, envidias, vanidades, mentiras, egoísmos. ¿Y si al final la imperfección de la Iglesia fuese, además de un mal contra el que sublevarse, una condición de posibilidad para que yo, miserable, pueda participar de ella? ¿Y si lo que se nos presenta como una carcoma obrase también, por intervención graciosa de Dios, como un fermento?
Los abusos sexuales nos indignan, y con razón: cuánto sufrimiento han provocado entre las familias, cuántos traumas indelebles. Sin embargo, cuando amenace la desesperanza y deduzcamos de estas desgracias la necesidad de cambiar de credo, habremos de recordar, primero, que la Iglesia no es, no ha sido nunca, una institución de gentes moralmente inmaculadas, sino de pecadores que aspiran a la santidad, y, segundo, que nosotros, tan frágiles, sólo nos podemos sentir parte de ella siendo ella así, tan imperfecta.