Llegué a los Arctic Monkeys demasiado tarde, como a casi todas las cosas buenas. Convivo con la certeza de que, si algo merece la pena, lo disfrutaré casi seguro, pero a deshora, que es como disfrutarlo un poco menos. Soy consciente de que más vale tarde que nunca y de que nunca es tarde si blablablá, pero eso, lo siento, no termina de consolarme. Tengo una sensación idéntica a la de quien llega a una fiesta cuando el anfitrión ya está limpiando la porquería. Lamento, pese a todo, no haber escuchado a los Arctic Monkeys seriamente hasta 2023. No porque 2023 sea un año especialmente inoportuno para hacerlo, qué va, sino porque no puede participar del entusiasmo colectivo ni en 2007, cuando publicaron Favourite Worst Nightmare, ni en 2013, cuando vio la luz esa genialidad llamada AM. Ahora vivo desacompasado; siento el cosquilleo de los inicios justo cuando lo que los demás sienten es nostalgia ―gozosa, pero nostalgia al fin y al cabo― de los Arctic Monkeys de antes, de ésos que aún no habían decidido cambiar hasta hacerse casi irreconocibles.
La banda presentó a inicios de esta semana ―el lunes con un llenazo y el martes con otro― el segundo de sus discos peculiares, The Car. Presentaba en el Palacio de los Deportes de Madrid su nuevo álbum, el de 2022, pero dudo que algún madrileño acudiera ex profeso a tal presentación. Acaso los propios integrantes del grupo también lo dudaran, porque lo cierto es que sólo tocaron tres o cuatro de sus canciones, y menos mal. Cuando sonaba una de ellas, el público entraba en trance, se adueñaba de él un sopor como letárgico. Escuchaba las canciones, cierto, incluso las apreciaba estéticamente ―"¡qué bien suenan!"―, pero era la suya una escucha impaciente, con su puntito anhelante: "Esto está fenomenal, pero ¿cuándo vuelve el rock?". No puede decirse que "Body paint" o "There'd better be a mirrorball" sean malas canciones, porque no lo son, pero sí que están más hechas para la intimidad y el sosiego de un pequeño teatro que para el frenesí de un gran recinto. Uno se imagina a sí mismo paladeándolas en el penumbroso salón de su casa durante una noche cualquiera, mientras cavila y de paso bebe whisky o bebe whisey y de paso cavila.
Pero, como digo, los Arctic Monkeys tuvieron la inaudita sensatez de no anteponer su criterio al del público, la inaudita sensatez de desoír la llamada de su voluntad y escuchar en cambio los deseos de sus seguidores. Inaudita, sí, porque debe de ser doloroso, casi corrosivo, reconocer que lo último que has publicado, que para ti además será lo mejor, interesa más bien poco. Apenas sonaron las peculiares canciones de los últimos discos y los momentos de sopor fueron, por tanto, los justos y los necesarios para que el júbilo se desatase más impetuoso. La banda nos dio esa miaja de tedio que todos los hombres necesitamos para luego apreciar bien el éxtasis.
Un concierto que fue concierto
Lo mejor del concierto fue, con todo, que tan sólo fue un concierto: siete músicos interpretando canciones y una multitud escuchándolas. Quien lea esto puede acusarme de escribir perogrulladas y además cobrar por ellas, pero yo responderé que nada más inhabitual hoy que un concierto que acaba siendo tan sólo un concierto. Hoy se dan shows, espectáculos, superproducciones. Tengo grabada en mi mente la imagen, ya no sé si ficticia, de un artista recorriendo en llamas el escenario. Es respetable, naturalmente, pero yo valoro a los artistas que se exponen desnudos, sin más defensa que su música, y celebro también los conciertos que no tienen ni trampa ni cartón, ésos que serán buenos en caso de que los músicos estén inspirados y malos en caso de que no.
A los Arctic Monkeys les deseo, en consecuencia, que se apeen del frenesí innovador de nuestra época y que descubran el fecundísimo arte de la renovación
Si bien el de los Arctic Monkeys fue bueno, muy bueno, se nos impone una reflexión antes de concluir. En sus dos últimos discos ―ésos que hemos motejado de peculiares unas líneas más arriba―, la banda británica se ha limitado a hacer lo que los entendidos del asunto les exigen a todos los artistas: que no se acomoden en su estilo, que abandonen la zona de confort, que experimenten, que evolucionen. Mi amigo Dani de Fernando, que acierta en todo salvo en esto, ha llegado al extremo de desdeñar algunos discos por continuistas y de aplaudir otros por originales. Prolifera entre los expertos una visión progresista de la música, una que vincula innovación y valor, una según la cual el artista no puede sino avanzar para serlo de veras.
Yo, por mi parte, no tengo nada contra la evolución, pero tampoco nada reseñable a favor de ella. Soy uno de esos arcaicos conservadores que se aferran a la idea de que, para cambiar a peor, mejor no cambiar en absoluto y de que, además, es preferible recrearse en la belleza conocida que fantasear con la sublimidad por conocer. A los Arctic Monkeys les deseo, en consecuencia, que se apeen del frenesí innovador de nuestra época y que descubran el fecundísimo arte de la renovación, que lo mismo lo hace distinto.