Cultura

'Esperanza de España': recuperar la hidalguía en pleno siglo XXI

Una nación decae cuando ya no es fiel a su esencia vital, a su naturaleza, a su condición

Hemos concluido que España está en decadencia. Es algo en lo que coinciden los analistas de una ideología o de otra. Abundan los signos y también sus intérpretes: una clase política despreocupada del bien común, el separatismo, la alarmante tasa de natalidad, una crisis económica que parece menos coyuntural que estructural. En este contexto, el optimismo es poco más que una inadmisible falta de atención. No obstante, el desacuerdo aparece cuando pasamos de la consideración del problema al análisis de sus causas. Es relativamente fácil ponerse de acuerdo en que las cosas están mal, pero harto complicado lograrlo cuando se discuten los motivos por los que lo están. Algunos señalan como causa lo que probablemente sea una consecuencia; otros señalan como consecuencia lo que es, sin duda, una causa. Probablemente aplaudamos a cualquiera que afirme que España está en crisis, pero arquearemos la ceja si añade que lo está por el maltrato animal.

Por eso celebro la reciente publicación de Esperanza de España (Ediciones Encuentro, 2024), donde se recoge una conferencia inédita del filósofo Manuel García Morente sobre la esencia de España, su decadencia y el posible remedio. Quizá sorprenda al lector que algo que debatimos hoy, nuestro declive, ya se debatiese entonces, en 1934. Desde el siglo XIX, quizá excluyendo el interregno del tardofranquismo y de la Transición, convivimos con la certeza de un crepúsculo, con la sospecha de un proyecto frustrado. Asumimos que España no ha alcanzado las cumbres a las que estaba llamada. «Somos un pueblo que desde hace cuarenta o cincuenta años se ha dedicado, con una extraña y curiosa monomanía, a pensar y a hablar sobre sí mismo», dice Morente. 

¿Por qué ha decaído España?

Conviene partir de una premisa que todos podamos aceptar. Para hablar del declive de España conviene indicar en qué consiste el declive de las naciones. No podremos registrar una decadencia si ni siquiera podemos definirla. En este sentido, García Morente introduce un concepto fecundo, el de «esencia vital». Una nación decae cuando ya no es fiel a su esencia vital, a su naturaleza, a su condición. Cuando lamentamos el ocaso de España, insinuamos algo así como que la España de hoy es menos española que la de hace siglos, que le ha dado la espalda a su origen y se deja seducir por modas. 

Pero ¿es legítimo hablar de esencias cuando nos referimos a las naciones? ¿No nos aleja esto de la noción liberal, renaniana, del plebiscito cotidiano entre ciudadanos libres e iguales para acercarnos peligrosamente, acercarnos hasta el coqueteo, a un lisérgico identitarismo? Es probable que sí, pero yo, con García Morente, proclamo que en este caso el peligro es salvífico y no lisérgico. Sólo podemos distinguir España de otras naciones si aceptamos el sencillo axioma de que la esencia de España es distinta de la de otras naciones. Frente a Inglaterra o a Holanda, movidas desde hace siglos por la avidez de riquezas, o a la antigua Roma, impulsa por la voluntad de dominio, o a la vieja Grecia, insaciablemente deseosa de verdades, España siempre ha pretendido para sí y para todo el orbe la hidalguía, la dignidad moral, la nobleza de espíritu

«El querer del alma española, si no nos equivocamos en el relato histórico que hemos hecho hasta ahora, es la afirmación de una dignidad moral; lo que el alma española quiere es un mundo en donde cada alma, sea la que sea, lo sea con dignidad moral; no quiere mandar en los demás, ni tampoco cogerles su dinero ni sus bienes, pero sí ser ella, autonómicamente, plenamente, digna, imponer respeto (…) Porque puede decirse de nosotros en la historia que hemos sido torpes, que no hemos alumbrado riquezas en América, que nos hemos abstenido de convertir en emporio comercial nuestras colonias, que no hemos impuesto nuestra voluntad férreamente sobre pueblos a quienes hemos vencido; pero nada de eso queríamos nosotros, y si no lo queríamos hacer, ¿por qué se nos tacha de no haberlo hecho, puesto que no queríamos hacerlo?».

España siempre ha pretendido para sí y para todo el orbe la hidalguía, la dignidad moral, la nobleza de espíritu

Intuimos ahora la diferencia entre nuestra patria y el resto de las naciones modernas. España tenía un proyecto para el mundo; Inglaterra tenía un proyecto para sí misma. España quería difundir una vida; Holanda quería procurarse una opulencia. La pregunta que se nos impone, sin embargo, es si nuestra España es la misma que la de hace siglos, si acaso no se ha entregado la otrora abanderada de la hidalguía a una descarnada, alienante raison d´ État. ¿No hemos llegado incluso al extremo de incumplir el deber que nos ata a los pueblos con los que compartimos una historia? ¿Acaso no hemos rendido el Sáhara Occidental al sátrapa marroquí? ¿Acaso no hemos abandonado a su suerte a los países hispanoamericanos, que están ora a merced de dictadorzuelos locales, ora a merced del tirano septentrional?

La esperanza de España es parecerse más a sí misma y la esperanza del mundo, por su parte, es parecerse un poco más a España: «España es el país de la hidalguía; la cultura española es la cultura de los hidalgos. Si algún día entrara la política mundial por ese camino, el país de los hidalgos estaría llamado a representar en el mundo un papel preeminente. Yo profundamente lo deseo, como lo deseamos todos los hombres que vivimos en España y nos hacemos solidarios de las virtudes de nuestros antepasados y queremos continuarlas en nuestros hijos». Tal vez siendo hidalgos no lleguemos a dominar la tierra, pero sí estaremos en disposición de transformarla. Tal vez no nos erijamos en señores del mundo, pero sí haremos de él un lugar menos hostil, más amable. 


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