Cultura

No diga humanización de los animales, diga animalización de los hombres

Las teorías de Singer se sitúan en la mismísima frontera que se alza entre la estupidez y la farsa 

  • El filósofo animalista Peter Singer -

El BBVA le ha concedido a Peter Singer, filósofo animalista, el Premio Fronteras del Conocimiento. Se lo ha concedido por su «contribución al progreso moral» y por haber marcado «un punto de inflexión al entender y fundamentar la ética aplicándola al dominio de los animales, con notables consecuencias para la legislación internacional sobre el bienestar animal». Progreso moral es obviar las esencialísimas diferencias que existen entre el hombre y el animal. Progreso moral es afirmar que hombre y perro deben recibir un mismo trato. Progreso moral es decir ―¡lo hace Singer!― que entre salvar a una persona enferma y salvar a un animal sano debe elegirse la segunda opción. El progreso moral consiste, al parecer, en razonar como a un párvulo y que al BBVA le guste el razonamiento. 

Querría centrarme, sin embargo, en uno de los aspectos de la filosofía de Singer. Tras algunos años de atenta observación he concluido que los animalistas no defienden tanto que a los animales se les trate igual que a los hombres como que a los hombres se les trate igual que a los animales. Es una redención a la inversa, una igualación a la baja, similar a la que promueve el sistema educativo español. Es menos una humanización de los animales que una animalización del hombre, menos una elevación del inferior que una degradación del superior.  

El filósofo australiano, que corrobora mi tesis, afirma que hombre y animal son esencialmente lo mismo porque ambos sienten, son seres sintientes. ¡El progreso moral era igualar al hombre y al gusano! La dignidad ya no vendría de nuestra semejanza a Dios, ni siquiera de nuestra condición racional y de nuestra consecuente apertura al infinito. Vendría del sentir, de las sensaciones, de la experiencia del dolor y del placer. Del cosquilleo. Por eso puede eliminarse a un feto humano sin demasiado reparo: porque, según Singer, no siente. ¡Progreso moral era concluir que el ciempiés vale más que el feto! Uno se imagina a Singer investigando qué seres sienten gustito y cuáles no, y su filosofía adquiere de improviso una dimensión cómica, como de gag cutre. 

El sistema tiene su complejidad, no obstante. A la distinción entre ser sintiente y ser no sintiente hay que añadirle la distinción entre ser humano y persona. Ni todos los seres humanos son personas, ni todas las personas son seres humanos. En el delirio de Singer, hay chimpancés-personas y seres humanos que, por no ser personas, valen menos que según qué chimpancés. Recuerda esto a la cuñadez perezrevertiana de que hay hombres menos dignos que muchos perros. Pero, ¿qué seres humanos son menos valiosos que los animales superiores? Quienes no piensan ―no tienen conciencia― y sienten más bien poquito: los bebés discapacitados, los señores comatosos o los ancianos aquejados de alguna enfermedad mental. A todos estos seres, aun siendo humanos, es legítimo, casi imperativo, matarles. Nótese que hay en Singer una obsesión patológica por la muerte, que su filosofía podría concebirse como una filosofía del deceso: no se pregunta para qué hemos de vivir ni cómo hemos de hacerlo, como el resto de los filósofos, sino quién debe morir, como un carnicero. ¡Es el filósofo-carnicero! «¿Se puede acabar con la vida de los humanos»?, se titula el capítulo de uno de sus libros. La respuesta puede imaginársela el lector. 

Las teorías de Singer se sitúan en la mismísima frontera que se alza entre la estupidez y la farsa 

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Lo peor de Singer es en su momento tuvo una oportunidad pintiparada para predicar con el ejemplo y, sin embargo, la desaprovechó. Su madre enfermó de alzhéimer y el filósofo-carnicero, lejos de eutanasiarla para ahorrarle así un sufrimiento gratuito, contrató a tres enfermeras para que velasen por ella día y noche. El gesto se lo alabo ―qué bien que un hijo cuide de su madre―, pero la impostura no puedo sino afeársela. 

Con todo, no habría ocurrido nada si, habiendo constatado la imposibilidad práctica de su filosofía, Singer hubiera reconocido también su falsedad teórica. Si hubiera reconocido su error. Pero nada de eso. Ha seguido vendiéndonos una mercancía que él sabía averiada ―¡quiere la eutanasia para nuestras madres!―, vicio éste relativamente frecuente entre los filósofos modernos: los escépticos que niegan la posibilidad de conocer la verdad nunca terminan de aplicarle el cuento a su teoría; los nihilistas que proclaman la absurdidad de la vida y la consecuente conveniencia del suicidio nunca terminan de posar la pistola sobre su sien; y los utilitaristas que, como Singer, cantan las bondades de la eutanasia nunca terminan de «suministrársela», ejem, a sus seres queridos. 

Tiene mucho sentido que el Premio Fronteras del Conocimiento se lo hayan concedido a Singer, cuyas teorías se sitúan, en efecto, en la mismísima frontera que se alza entre la estupidez y la farsa. 

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