Los madrileños vivimos vueltos hacia nosotros mismos, en un ensimismamiento que nos impide conocer las realidades exteriores. A las personas que han nacido en España pero fuera de Madrid nos referimos con el término vago de "provincianos", el cual sólo significa que, siendo uno español, no ha nacido en la capital. En realidad, los provincianos de distintas provincias tienen tan poco ―¡o tanto!― que ver entre sí como los madrileños y los provincianos entre ellos; pero los capitolinos somos así y reunimos a los provincianos en un solo término, porque para nosotros el mundo se divide entre las personas a las que Dios ha bendecido con la suerte de nacer o crecer en Madrid y los infrahumanos a los que ese mismo Dios, travieso, se la ha negado. Por eso no debería extrañarnos que algunos madrileños, absortos como están en la contemplación de sí mismos, ignoren hechos tan importantes como, primero, que el lunes de Pascua sea festivo en algunas comunidades autónomas y, segundo, que en esas mismas regiones las vacaciones escolares tengan lugar durante la semana posterior al Domingo de Resurrección.
Quizá alguien esté pensando que qué artículo tan banal, que qué desperdicio que uno escriba sobre los días festivos cuando podría hacerlo, ay, sobre el significado de la resurrección de Cristo, que es lo que viene al caso en estas fechas. Niego la mayor y añado que el artículo no es tan banal y que, de hecho, podría considerarse incluso necesario. En primer lugar, porque voy a quitarnos la razón a los madrileños, que buena falta hacía ya; y, en segundo lugar, porque tras el hecho de que las fiestas se celebren antes o después del Domingo de Resurrección subyace toda una metafísica, y quiero demostrarlo.
No pretendo decir que haya que trabajar el Jueves y el Viernes Santo; por mí, que soy católico y no protestante, como si no trabajamos entre el Domingo de Ramos y Pentecostés
Cuando digo que me desagradan los madrileños y todos los que, como ellos, cogen vacaciones antes del Domingo de Resurrección, no lo digo porque crea que esos días deberíamos trabajar, qué va; lo digo porque dejamos de trabajar por el motivo equivocado. Si alguien emplea el término "fiesta", evoca una realidad digna de ser celebrada, un acontecimiento luminoso que debemos honrar comiendo, bebiendo, bailando, rezando. Piensen en el resto de las festividades de nuestro calendario. Todas conmemoran un hecho feliz, incluso la de Todos los Santos, aunque no lo parezca. Pero ¿acaso recordamos un acontecimiento de esas características el Jueves y el Viernes Santo? Sólo podríamos responder que sí si concibiéramos como tal la pasión y la crucifixión de Cristo, lo cual es, lo siento, más que discutible.
Alguien podría argumentar que la Pasión es un acontecimiento gozoso por todo lo que significa: un Dios que se entrega hasta la muerte para redimir al género humano, un Dios que se echa a sus espaldas los pecados de los hombres y, sacrificándose, accede hasta el tuétano de su dolor. ¡Qué belleza! Entiendo el razonamiento, cómo no, pero algo me dice que obvia lo fundamental del asunto: la pasión y la crucifixión son, ante todo, el asesinato de un inocente que, para más inri, es el Verbo de Dios encarnado.
Lunes de Pascua y el catolicismo festivo
No se alarmen. No pretendo decir que haya que trabajar el Jueves y el Viernes Santo; por mí, que soy católico y no protestante, como si no trabajamos entre el Domingo de Ramos y Pentecostés. Lo que creo, ya lo he insinuado, es simplemente que hay que dejar de trabajar por los motivos pertinentes: en lugar de llamarlo "fiesta", podríamos llamarlo "luto". Así haríamos más justicia a la realidad. No rellenaríamos tablillas de Excel, no escribiríamos textos, no revisaríamos facturas porque estaríamos demasiado ocupados llorando a nuestro Salvador. La lógica es la que sigue: como no tenemos nada que celebrar ―a pesar de que por un espóiler sui generis sepamos que en el fondo sí―, permanecemos en casa y nos recogemos en las iglesias.
La gran equivocación de los madrileños y otros tantos estriba en considerar el Jueves Santo como festivo y el Lunes de Pascua, en cambio, no. Empezar a concebirlo como tal, declararlo día no laborable, entrañaría muchas ventajas prácticas. Ahora sólo podemos celebrar la resurrección del Señor moderadamente, sin excesos, conscientes de que al día siguiente hay que trabajar. Uno comide su júbilo para llegar a la oficina en condiciones, bajo un aspecto presentable y no fantasmagórico. No ocurriría lo mismo si el Lunes de Pascua fuese proclamado festivo. Las cosas cambiarían y podríamos celebrar el acontecimiento más relevante de la historia despreocupadamente, por todo lo alto, con sobremesas que se prolongasen hasta la medianoche y cánticos y bailes que se reprodujeran hasta la extenuación de las cuerdas vocales y de los cuerpos.
Abandonaré mi abstencionismo electoral cuando un político prometa rebautizar el Viernes Santo como día de luto y establecer el Lunes de Pascua como festivo nacional
Por otra parte, la condición laborable del Lunes de Pascua provoca un sindiós que hemos de resolver. Resulta que el Viernes Santo, por el aparentemente fútil pero trascendental hecho de que aún quedan unos cuantos días para regresar a la oficina, uno está más alegre que el Domingo de Resurrección, cuando la negra sombra del trabajo ya se cierne sobre sí. Es un mal que podría subsanarse con una simple declaración institucional, con un decreto ley. Eso bastaría para que dejáramos de estar apesadumbrados en el preciso instante en deberíamos estar más pletóricos; el Jueves Santo lo viviríamos felices, qué bien, y el Domingo de Resurrección también, mejor que mejor.
Yo abandonaré mi abstencionismo electoral ―meditado, rotundo, diría incluso que pétreo― cuando un político prometa rebautizar el Viernes Santo como día de luto y establecer el Lunes de Pascua como festivo nacional. A ustedes les parecerá una estupidez, considerarán que hay motivos mucho más razonables, serios, profundos para volver a participar en la fiesta de la democracia, pero eso es porque, como víctimas que son del secularismo, han olvidado el contenido del tercer mandamiento de la ley de Dios. Santifiquemos las fiestas; todo lo demás vendrá por añadidura.