Nunca pensé que añoraría el rostro displicente del camarero que responde a mi saludo con una mueca; ni el del vecino que me mira torvamente cuantas veces se cruza conmigo, como si yo fuese el responsable de los males que le afligen; tampoco el de la 'charo' ―ya socialista, ya pepera― que se cuela en la fila del supermercado y encima me amonesta a mí por tratar de impedírselo. Pero el caso ―considérenme masoquista― es que los añoraba y que por eso vivo más alegre desde que las mascarillas no son obligatorias.
A mi añoranza de rostros que no debería añorar en ningún caso, de rostros malhumorados, hieráticos, desabridos, desdeñosos, etcétera se le añade un motivo menos prosaico. La no-obligatoriedad-de-las-mascarillas, que es así como se refieren a la vida de siempre los tertulianos que nos hemos dado y que merecemos, nos brinda unas estimables oportunidades de análisis sociológico. Uno puede saber qué clase de persona tiene enfrente ―su nivel de exposición a las televisiones, su compromiso social, incluso su concepción del Estado― atendiendo al aparentemente insignificante detalle de si lleva mascarilla y si, en caso de que sí, cuál.
Hay gente que sigue recorriendo las calles embozada. Antes, cuando la mascarilla aún era obligatoria en espacios cerrados, estas personas tenían disculpa; siempre podían alegar que estaban transitando de un interior a otro y que despojarse de la mascarilla para volver a ponérsela inmediatamente constituía una incomodidad evitable. Ahora no. Quien sigue llevando la mascarilla por la calle lo hace porque lo estima sensato, juicioso, y ese juicio nos dice algo a nosotros de la persona en cuestión, de su identidad y de sus hábitos. Descartada la opción de que se enmascarille para no exhibir por doquier su fealdad, uno se la imagina asustadiza e hipocondríaca, se la imagina viendo el telediario, aguzando el oído cada vez que los periodistas habituales dicen solemnes que muy bien que haya descendido la "incidencia" pero que ni por asomo podemos bajar la guardia, porque el virus sigue ahí, probablemente suspendido en el aire, bailando al son del viento como partícula de polen, tal vez adherido a farolas, árboles, marquesinas, deseoso de que un humano cualquiera pose sus manos en el lugar equivocado.
Rebeldía y mascarillas
Hay también quienes, no llevándola fuera, sí la llevan dentro. Son los ciudadanos moderadamente concienciados, los que temen al virus pero sólo una miaja, los que hacen caso a los popes mediáticos, por supuesto, pero únicamente hasta cierto punto (¡qué se han creído!). O viceversa. Son los que se rebelan pero con matices, los que resisten la opresión farmacéutico-gubernamental pero, al tiempo, en una imposible contorsión intelectual, la agradecen. Llevar la mascarilla en exteriores, impidiendo que los rayos del sol primaveral lo engalanen a uno para el inminente verano, es pura superchería, pero en interiores… Ay, amigo, en interiores tiene todo el sentido del mundo. Ya han advertido los expertos que ahí, en espacios cerrados, el contagio es más probable, y uno ya no vive para ser feliz, qué va, sino para evitar el contagio. Ésa es la meta de la sociedad pospandémica, el fin al que aspira el occidental contemporáneo: que el bichito no penetre en sus entrañas. De ahí la mascarilla en interiores; es indispensable para que el hombre realice eso a lo que está llamado, que es preservarse sano hasta morir (del asco).
Qué grado de concienciación, de compromiso social, ha de haber alcanzado uno para aguantar ese constante tirón de orejas, esa opresiva falta de aire!
Ahora bien, existen espacios en los que la mascarilla sigue siendo obligatoria. En esas zonas seguras, áreas libres de virus, también podemos recabar datos que enriquecen nuestro análisis sociológico. Sostengo que se puede deducir si una persona lleva mascarilla fuera del autobús considerando cuál lleva dentro. Si es la quirúrgica, una de ésas que terminan despeluchadas al cabo de tres horas de uso y que son de color azul, lo más probable es que el propio la lleve sólo por cumplir. Respeta el poder del Estado e intuye oscuramente que, si aquí cada ser hiciese lo que se le antojara, el mundo sería un lugar inhabitable. También los hay, pero menos, que la portan por simple táctica, para ahorrarse la desagradable experiencia de una voz chillona conminándolos a cubrirse el rostro y recordándoles acto seguido la cantidad de gente que ha muerto desde inicios de 2020. Yo, que llevo la mascarilla en el metro por esto y no por reverencia alguna hacia la autoridad estatal, atestiguo que es un motivo sensato, respetable, de peso, que todo medio es legítimo cuando el fin radica en eludir la estridente reprimenda de una sexagenaria sanchista.
Frente a los individuos de las mascarillas quirúrgicas, hallamos a los ciudadanos ejemplares que se protegen con las FFP2. Si un señor lleva esta mascarilla allá donde es obligatorio ir embozado, tengan por seguro que la llevará también en esos lugares donde no lo es. Estamos ante personas concienciadas, preocupadas por la salud pública hasta unos extremos inimaginables para los indómitos ácratas que clamamos contra la mascarilla desde el principio, cuando aún había motivos para creer en su eficacia. ¡Qué grado de concienciación, de compromiso social, ha de haber alcanzado uno para aguantar ese constante tirón de orejas, esa opresiva falta de aire! Y cómo no reconocer cierto heroísmo ahí, en el hombre que se mantiene vigilante cuando sus congéneres se han entregado ya a la despreocupación, a la ligereza, incluso al desenfreno, en el hombre que sacrifica sus orejas y su respiración por el bien de la comunidad, en aras de la salud pública en general y de los sanitarios en particular. Su mascarilla FFP2 bien colocada, ocultando nariz y boca, evoca las armaduras, escudos, espadas de los antiguos héroes, y uno está convencido de que, de haber nacido el tipo en la época propicia, estaría rindiendo troyanos o bárbaros o británicos.
Supongo que cada época tiene los ídolos que merece, y que nosotros no merecemos ni a Aquiles, ni a Héctor, ni a Eneas, ni al Cid. Pero, aun asumiendo esta lacerante verdad, no puedo dejar de preguntarme qué imperdonable ofensa hemos cometido para que el ciudadano modélico, el ideal hacia el que todos debemos tender, sea el hombre concienciado que se esconde tras la mascarilla FFP2.