Nos separan de ellas quinientos años y sin embargo su vigencia no caduca. Habitaron un mundo gobernado por hombres. Formaron parte de un tiempo donde sólo podían alumbrar hijos, recluirse en el claustro de un convento o formar parte de una corte y sin embargo, a pesar de eso, crearon un imperio, algunas; una obra, una filosofía y un alegato, otras. Hicieron de la creación un gesto político, incluso cuando el feminismo ni soñaba en ser acuñado como tal. Aportaron una sensibilidad propia e inauguraron un tiempo que convendría recordar en días en los que más de uno cree estar descubriendo el agua tibia.
Isabel de Castilla tenía 23 años cuando se coronó como monarca en el atrio de la Iglesia de San Miguel, en Segovia. Asumió el trono del reino más poderoso y extenso de la Península Ibérica, habitado por cuatro millones de personas y azotado por la lucha entre facciones. Se impuso en una corte dominada por hombres. Reconquistó el último reducto moro de la península y favoreció los descubrimientos de Cristóbal Colón que convertirían a España en un imperio. Como se había negado a que alguien decidiera por ella con quién debía casarse, eligió como marido a Fernando de Aragón, un personaje crucial para su cometido. Todo eso lo hizo en el siglo XV.
Isabel de Castilla tenía 23 años cuando se coronó como monarca en el atrio de la Iglesia de San Miguel, en Segovia
En pleno Siglo de Oro, con apenas 25 años, Oliva Sabuco (1562-1622), natural de Alcaraz (Albacete), escribió una obra cuya vigencia alcanza nuestros días. Se trata de Nueva filosofía, un tratado en forma de diálogos científico-teóricos sobre las pasiones, sentimientos y la medicina de su época. En sus páginas se hallan textos como el Coloquio de los auxilios o los coloquios sobre el Conocimiento de sí mismo; sobre la Compostura del Mundo o las Cosas que mejoran, piezas que reflejan la precoz sabiduría de aquella mujer a la que Lope se refirió como la Musa Décima en su libro Representación moral del viaje del alma y a la que hace unos años el escritor y académico José María Merino dedicó una novela.
Todavía hoy se conserva un ejemplar que Oliva Sabuco dedicada al rey Felipe II. “Pues así yo con este atrevimiento y osadía, oso ofrecer y dedicar este mi libro a vuestra católica Majestad (…) Y reciba vuestra Majestad este servicio de una mujer, que pienso es mayor en calidad que cuantos han hecho los hombres, vasallos o señores que han deseado servir a vuestra Majestad; y aun que la cesárea y católica Majestad tenga dedicados muchos libros de hombres, a lo menos de mujeres, pocos y raros, y ninguno de esta materia”, escribió la joven, quien tuvo que hacer frente entonces a no pocos reveses. Su padre intentó desautorizarla al negar que el libro lo hubiese escrito ella y prácticamente sepultó su autoría. Sin embargo, los estudios posteriores, que rescataron la identidad de Oliva Sabuco como creadora de ese texto, demuestran incluso de qué forma su Nueva filosofía pudo influir en la teoría del surco nervioso, cuyo descubrimiento se atribuye a los ingleses.
En pleno Siglo de Oro, con apenas 25 años, Oliva Sabuco escribió una obra cuya vigencia alcanza nuestros días
También en el Siglo de Oro, destaca otro personaje. Se trata de, Teresa de Cepeda y Ahumada. Religiosa, mística, ideóloga y escritora. Fundó 17 conventos en 20 años: Ávila, Medina del Campo, Ciudad Real, Valladolid, Salamanca, Segovia, Jaén, Sevilla, Murcia, Granada... Los últimos tres –los de Burgos, Soria y Palencia- los fundó entre 1581 y 1582, el año de su muerte. Santa Teresa se volcó en la orden que fundó, así como en la propia reflexión y escritura. Cultivó la poesía místico-religiosa de la que se conservan obras como Camino de perfección (1562–1564); Conceptos del amor de Dios y El castillo interior . Además, entre otros, de los volúmenes Vida de santa Teresa de Jesús; Libro de las relaciones; Libro de las fundaciones ; Libro de las constituciones.
Un personaje completa la galería de sensibilidades adelantadas a su tiempo. Se trata de Clara Peeters. Es muy poco lo que se sabe ella. Que vivió en Amberes. Que nació hacia 1594 y que comenzó a pintar muy tempranamente. Su primera obra conocida, Bodegón de galletas, está fechada en 1607; entonces ella tenía catorce años de edad. Su estilo, minucioso y detallista, se ha hecho característico para los estudiosos, acaso por una singularidad: la presencia de pequeños autorretratos en miniatura hechos por Peeters en los reflejos de las copas de algunos de sus bodegones. En sus composiciones –de las cuales pueden verse algunas en el Museo del Prado- abundan los objetos de metal o cerámica, casi siempre junto a manjares y flores, sin apenas superponerse. Y es justamente en esos objetos es donde ella se autorretrata. Ahí -en el filo de esas formas- está el lugar que Peeters elige para atestiguar su paso por ese momento y por esa pintura. Ella es, al mismo tiempo, objeto y sujeto de la pintura.
Es muy poco lo que se sabe de Clara Peeters. Que vivió en Amberes. Que nació hacia 1594 y que comenzó a pintar muy tempranamente.
Hay algo poético y rebelde en ese gesto de crearse y representarse al mismo tiempo; de hacerse visible a partir de la mímesis, de la ocultación que toda mímesis entraña. Camuflada en el mobiliario doméstico que forma parte de sus bodegones, Peeters se retrata justo a partir de la luz que baña esos objetos. Ella va a buscarse en ese lugar en el que la luz hace que lo que está oculto emerja. Aquellos que realmente miran, los que recorren la pintura con el ojo sensible y atento, la encontrarán. Clara Peeters aprovecha copas, jarrones y piezas de orfebrería para dejarse ver impresa en el objeto, casi fantasmal. Hay complejidad en ese pensamiento pictórico, en la elaboración que ese pensamiento delata. El bodegón como género encierra en su alegoría del objeto (la fruta, la presa de caza, la flor) una conciencia implícita de finitud, de caducidad. Es la demostración esencial de que la vida acaba; de que se impone la muerte y con ella. Que ella se retrate en ese espacio adquiere una resonancia especial, una conciencia del yo, del autor.
No existe documentación sobre su formación, pero su estilo –según se refleja en los ensayos dedicados a su obra en los archivos del Prado- guarda múltiples similitudes con el de Osias Beert I, pintor flamenco considerado por los historiadores como uno de los más tempranos especialistas en el género del bodegón. Es probable que coincidieran, porque Osias -algo mayor que ella-, también había nacido en Amberes. A pesar de los pocos datos sobre su vida, es probable que se moviera a lo largo de distintas provincias holandesas, a juzgar por sus trabajos de madurez, influidos por el estilo de bodegones de la escuela neerlandesa de Haarlem, fundada por Albert van Ouwater en el siglo XV.
Ella, la pastora Marcela
A esta galería de adelantadas se suma un personaje de ficción. La creó Miguel de Cervantes como parte del Quijote. Se trata de la pastora Marcela. Su historia, reflejada en la segunda parte, arranca con la historia de infortunio de Grisóstomo. Considerada por algunos una novela pastoril insertada en la narración, el labrador Ambrosio denuncia la muerte del pastor Grisóstomo a causa del rechazo de la joven y hermosa Marcela, quien hace caso omiso de su enamorado. La contestación de Marcela al asunto de Grisóstomo, aquel infeliz muerto con su canción de agravio y amor no correspondido, es un alegato a la libertad de elegir. Y es justo eso lo que dota de tanto poder esta figura literaria. Marcela es la cólera de Aquiles para quienes nunca pudieron cantarla como propia. Las mujeres en la literatura habían sido hasta entonces objeto de rapto o deseo; la causa por la que se inicia una guerra. El remanente de la serpiente y la manzana, en otras variantes que la pastora de Cervantes interrumpe. Sin embargo, aun siendo ese prodigio, Marcela es algo más.
pastora Marcela, que nació libre y por eso elige la soledad de los campos, asegura ella, blande su derecho a no querer, a marcharse, a desairar e incumplir, a la vez que exige en el otro el gesto adulto de hacerse cargo de sus propios deseos. Existe, en un mismo alegato, la defensa de dos libertades elementales: la de admitir el desengaño como responsabilidad del que eligió creer y la que ejercen quienes se dan la vuelta. Bien dicho está aquello de que a Grisóstomo antes lo mató su porfía que la crueldad atribuida a Marcela. La pastora defiende el derecho al desapego, a la desafección. Y además obliga a quien la lee a colocarse en la baldosa floja de la verdad: ser querido no es un derecho, el mundo y quienes lo habitan no están obligados a permanecer en las vidas de otros. Toda derrota, acaso todo desamor y abandono, es la huella de un tránsito para que el que debimos tomar precauciones. "Tienen mis deseos por término estas montañas", decía Cervantes en boca de Marcela hace ya 400 años.