Recorrer las entrañas de un museo para ver de cerca la mortaja de un prócer. Más que una visita, el asunto parece un acto de contrición, una gustosa penitencia -miles de veces solicitada- a la que a los responsables del madrileño Museo del Romanticismo acceden voluntariosos y educados, generosos y entusiastas. ¿Quiere usted, en verdad, ver la levita de Mariano José Larra? ¿Desea auscultar una camisa –todavía hoy manchada en sangre- que cruje como la piel quebrada de una cebolla? ¿Desea buscar en los papeles del naufragio una pista de lo que acontece? Pues pase usted. Adelante. Que el XIX nos habla a gritos. Por eso aún hoy lo escuchamos. ¿De qué forma? Pues así: en el guardarropa de un fantasma liberal.
Que el XIX nos habla a gritos. Por eso aún hoy lo escuchamos. ¿De qué forma? Pues así: en los restos de un naufragio, en el guardarropa de un fantasma liberal
Hay quienes aseguran que Mariano José Larra era uno de los periodistas mejor pagados de su época. De ahí su esmerada indumentaria. Así lo atestigua una levita de botones redondos, pequeños artefactos cosidos a una tela y que aún dejan rastro, como las piedras o las palabras arrojadas a un estanque. Son las once de una mañana de otoño de 2015 y la levita de Larra cuelga, exánime y fantasmal, de una percha. No es una prenda inocente, los ojos del que mira procuran lo mismo.
Romántico, liberal y dandi –así lo bautizó Umbral- en el Madrid de los últimos años del absolutismo, Larra atravesaba salones y tertulias con su elegante y afrancesado proceder –se crió los primeros años de su vida en París-. Pero si su guardarropa delataba cosmopolitismo, sus preocupaciones estaban enraizadas en una tierra, España, que como él, iba rumbo al descalabro. Para muestra, el botón de... ¿una levita? Larra vivió –y se quitó la vida- en un siglo desagüe, aquel al que fueron a parar los errores cometidos y los que habrían de llegar. Un siglo en el que se licuaron el genio y la desgracia, aquel en el que se conocieron los necios y los avispados. ¿A cuál otro nos referimos sino aquel? Al XIX, huerta de la decadencia y la fruta amarga.
De aquellos años nos quedan estas cajas: diecinueve en total, pequeños baúles que honran una memoria como si de una herida se tratara. En ellas llegaron, muy bien envueltas, una levita, una calavera color oro y crema, unos tirantes, un mechón de cabello, tarjetas de presentación, unos naipes y no pocos manuscritos… Los adminículos de un fantasma, de un hombre que murió pensando que escribir en su tiempo era llorar, perseguir una voz sin encontrarla. Aquel sujeto colocado años luz de su lugar en el mundo.
De aquellos años nos quedan estas cajas: diecinueve en total, pequeños baúles que honran una memoria como si de una herida se tratara.
En el número trece de las madrileña calle de San Mateo, el Museo del Romanticismo guarda un equipaje. El de uno de los mayores escritores y columnistas del XIX español: El pobrecito hablador, Fígaro, el plumilla de una época en la que todo era pérdida y confusión: Mariano José Larra. El autor de una obra que ha de entenderse en la bisagra que forman las Cortes recién nacidas tras la década que se reparte entre 1823 y 1833 y la primera guerra carlista (1833–1840).Autor de una prosa que se entiende de tú a tú con el Quevedo del siglo XVII o la de Jovellanos en el XVIII, hay algo trágico, acaso ejemplar que mana, como un vapor, de entre sus objetos.
Larra. Su nombre es inmenso, sonoro e infalible como un balazo. No en vano eligió un fogonazo –pistola en la sien, de pie ante un espejo- para silenciar con pólvora el amor no correspondido de una mujer, aunque también de una nación. Mariano José de Larra, un personaje excesivo y romántico a más no poder, al que el museo dedica su sala número XVII: el gabinete de Larra. Aquella, dicen, fue la primera estancia de la institución. En ella se exhiben, todavía hoy, objetos del periodistas: desde aquellas dos pistolas de lasque se dice que fueron el arma con la se quitó la vida hasta aquellos manuscritos autógrafos en los que fisgón de turno puede auscultar una letra pequeña y apretada que tuerce por no gritar. Aunque ya sabemos que la caligrafía también alza la voz.
"Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta.
"Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?”, escribió en la que ha sido una de sus más citadas evocaciones.
Acaso filtrado por la mirada pesimista de la Generación del 98, Mariano José de Larra permanece hoy como una figura tan lúcida como castigada. Ya fuese como Fígaro o El Pobrecito Hablador, Larra convirtió la crítica literaria en fértil escaparate colectivo. Hizo poesía y también teatro, del que forma parte su drama Macías, dedicado al desdichado amor del trovador gallego. Símbolo de la nación como frustración, el lustre de la pistola con la que se quitó la vida se alza como metáfora redonda de un siglo que prometía claridad y sin embargo terminó en penumbra. Su muerte fue, acaso, un excesivo gesto del genio romántico pero también una metáfora que sobrevuela y todavía interpela a quien la piensa, casi de la misma forma como esas dos pistolas de duelo exhibidas en una vitrina en la sala número XVII del museo. Porque a veces, todo suicidio parece la forma que consiguen algunos de interpelara su generación: al país y la sociedad de un tiempo.
Una parte del archivo de Larra constituyó el primero de los tesoros que convirtieron en relicario civil el palacio del marqués de Matallana, un edificio de estilo neoclásico realizado bajo la dirección del arquitecto Manuel Rodríguez en 1776, y en el que Benigno Vega-Inclán situó el Museo Romántico, un lugar que todavía mantiene abiertas sus puertas a melancólicos y angustiados: el museo del Romanticismo. Algo hermoso e inquietante queda en quien lo visita: acaso una cierta ansiedad, una necesidad de regresar, como quien quiere meter los dedos en una llaga.
Una parte del archivo de Larra constituyó el primero de los tesoros que convirtieron en relicario civil el palacio del marqués de Matallana
Corría el año 1924 cuando el marqués Benigno de la Vega-Inclán y Flaquer, destacado personaje de la vida cultural española, decidió crear un museo que contara cómo habían vivido sus antepasados. La primera sala que ideó fue el gabinete de El pobrecito hablador. Lo hizo con los archivos que entonces donó la familia del escritor a la institución. Y acaso porque todo en Larra es trágico, estos se extraviaron. Una parte fue retirada por los herederos, la otra sencillamente desapareció sin dejar rastro. Años después, justo cuado el Museo del Romanticismo reabría sus puertas, en 2010, Don Jesús Miranda de Larra, el hijo de la tataranieta del escritor, donó todo cuanto hoy esparce cuidosamente dispuesto sobre la mesa de un departamento de conservación: el contenido de 19 cajas entre cuyos objetos se cuenta la ya mencionada levita, una camisa con gruesos lunares de sangre seca que perteneció al periodista –como con las pistolas exhibidas en su gabinete, no existe la plena certeza de que aquella fuese la que llevara puesta el día de su muerte, en febrero de 1837-, un mechón de cabello que hace las veces de reliquia, los tirantes color crema, una tarjeta de visita, algunas naipes de baraja española ...
Un hombre que lo combatió y lo criticó todo, desde la organización del Estado, el absolutismo hasta carlismo, y que practicó con elegancia la burla de la sociedad, Mariano José Larra se revela como un desterrado, el representante de un romanticismo democrático en acción: el perpetuo descontento, la crítica feroz expresada en En este país, El castellano viejo, El día de difuntos de 1836 o Vuelva usted mañana... ¿En cuál de las dos orillas quedó él? ¿La de los genios o los necios? ¿La de los malogrados o los insepultos? La de los genios; sin duda. La de aquellos que, una vez avistado el porvenir, no soportaron su propio talento. Porque si la vida pesa, aquella que vio venir su vacío, todavía más. Tanto como esa minúscula levita, almidonada durante más de un siglo, apetece probársela. Ajustarla como una piel prodigiosa y castigada. Un bello guante en la víscera de un corazón estropeado: el suyo... y, a veces, el nuestro. Todo eso, ante los ojos de quien quiere encontrar en el guardarropa de un liberal moderado las claves de un sisglo que no se extingue. Que percute en el raro mecanismo de los naufragios.