Cultura

Paloma O’Shea y el canto del colimbo

Este 5 de agosto se celebró la entrega de premios de la XX edición del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea. El protagonista fue, como es lógico, el ganador, el canadiense Jaeden Izik-Dzurko, de 23 años, que se llevó, además, el premio del público y el de mejor intérprete de música de cámara

Paloma O’Shea y Artiñano nació en Guecho (Vizcaya) el 19 de febrero de 1936. Es una de los siete hijos que tuvieron José O’Shea Sebastián de Erice, ingeniero de minas, descendiente de irlandeses y de brillante familia diplomática, y su esposa, María Asunción Artiñano Luzarraga. Estamos ante dos de los más poderosos (y numerosos) clanes de la aristocracia vasca de los últimos dos siglos y medio; clanes que, sin embargo, no habían alcanzado aún su máximo esplendor, que llegó en el último tramo del siglo XX y en el principio del XXI.

Hay que decir que la familia de Paloma O’Shea es, desde hace generaciones, católica a machamartillo. Como ella misma. Varios miembros del clan pertenecen al Opus Dei en diversos grados de participación y hay quien asegura que ella misma, Paloma, es “supernumeraria” del influyente grupo fundado hace casi un siglo por José María Escrivá. Esto, en cualquier caso, no ha tenido una influencia determinante en la actividad profesional de Paloma, aunque sí en su vida familiar y en su carácter.

Fue una niña ante todo seria, responsable y mucho más madura de lo que correspondía a su edad. Nacida cuando estaba a punto de estallar la guerra civil, Paloma, que desde niña mostró unas llamativas aptitudes para la música, comenzó a estudiar piano a los cinco años. Le fue bien, pero la España de la posguerra no estaba para muchas músicas (aparte de las militares) y la joven aristócrata fue enviada a Francia para que completase su formación. Obtuvo el premio extraordinario de fin de carrera. Dio conciertos. Fue solista con la Sinfónica de Bilbao.

Pero apenas tenía 23 años cuando se casó con Emilio Botín Sanz de Sautuola. Era 1959 y el novio, vástago de la aristocracia financiera santanderina, acababa de comenzar la ascensión que le llevaría hasta la cúpula del Banco Santander unos pocos años después, primero como director general y luego como presidente. Ha habido matrimonios de Estado entre hijos o nietos de la reina Victoria de Inglaterra mucho peor planeados y con menos éxito. Pero Paloma O’Shea, conforme a sus convicciones, apartó el piano y se dedicó durante años a su familia. Tuvo seis hijos pero, a pesar del inamovible código moral familiar, el matrimonio no acabó bien. Emilio Botín, hombre extremadamente temperamental, en sus últimos años planeaba divorciarse de Paloma y casarse con María Sánchez del Corral, a la que había hecho directora de Márketing corporativo del banco, cuando le llegó la muerte en septiembre de 2014. A la boda del “patrón” se oponían frontalmente todos sus hijos.

Su gran amor: la música

El resultado de todo esto fue que Paloma O’Shea, además de ser una madraza siempre presente e indispensable para todos sus hijos (a todos les hizo estudiar piano), se dedicó al que ha sido el gran amor de su vida: la música. Ya no como intérprete, desde luego, pero sí como la mecenas más importante que ha tenido la música en España desde el siglo XVIII. Hoy puede decirse que si España tiene la importancia que tiene –y no es poca– en la élite mundial de la interpretación y de la educación musical de primer nivel, hay que mencionar inexcusablemente el nombre de Paloma O’Shea.

Tenía todo lo necesario para lograr sus propósitos: dinero, amigos poderosos que le ayudasen a conseguir más dinero y otros amigos muy influyentes (los que más) que otorgasen prestigio y solidez a sus proyectos de mecenazgo.

El primero de esos proyectos lo puso en marcha en 1972, cuando aún estaba lejos de cumplir los 40 años. Fue un certamen pianístico que se había de celebrar en Santander cada tres años y que tenía un modesto ámbito nacional. Pero ya en la segunda edición, la de 1974 (durante los primeros 12 años la periodicidad del concurso fue variable), el certamen adquirió rango internacional y un creciente prestigio que no ha hecho más que crecer, como luego veremos. Hoy es el Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea.

En 1987 nació la Fundación Albéniz, que al principio tuvo su sede en Pozuelo de Alarcón (donde vive la mecenas) y que, desde septiembre de 2008, ocupa una soberbia sede en la zona más privilegiada de Madrid, la plaza de Oriente, a dos pasos del Palacio Real y a otros dos del Teatro Real. La Fundación Albéniz había de ser la “madre” que albergase a todas las demás iniciativas de Paloma O’Shea: el concurso de piano, desde luego, pero también el Centro de Archivo y Documentación Albéniz (CADA), el premio Yehudi Menuhin (destinado a profesores extraordinariamente brillantes), el anual Encuentro de Música y Academia de Santander y, desde luego, la otra “joya de la corona” creada por Paloma O’Shea en 1991: la Escuela Superior de Música Reina Sofía

Este es uno de los centros de enseñanza musical más importantes del mundo. No tiene nada que envidiar al Royal College of Music, a la Royal Academy of Music de Londres (salvo la edad: el centro británico cumple ahora dos siglos), a la Juilliard de Nueva York, al Conservatorio de París, a la Oberlin de Ohio ni a ningún otro, público o privado, de todo el planeta. Es, literalmente, una fábrica de genios. Allí no entra quien quiere sino quien puede, y ese “poder” no se debe al dinero que tenga papá para pagar matrículas sino al talento. Las pruebas de admisión son rigurosísimas. Solo poner en tu currículo que has sido “alumno” del Reina Sofía abre puertas profesionales (o ayuda a abrirlas) que de otro modo permanecerían cerradas.

Por la Escuela Reina Sofía han pasado, a día de hoy, casi mil alumnos entre los que están Aquiles Machado, Asier Polo, Edar Nebolsin, Juan Pérez Floristán, Wen Xiao Zheng, Arcadi Volodos y una auténtica constelación más. Los profesores son o han sido Dimitri Bashkirov, Francisco Araiza, Alfredo Kraus, Teresa Berganza, Tom Krause, Marco Rizzi, Ana Chumachenco, José Luis García Asensio, Ralf Gothoni y por ahí seguido hasta los límites de la galaxia. La orquesta de la Escuela, llamada Orquesta Freixenet, ha tenido directores como Zubin Mehta, Lorin Maazel, Yehudi Menuhin, Sir Colin Davis, Luciano Berio, Jordi Savall, Vladimir Ashkenazy, Péter Eötvös, Antoni Ros Marbá o András Schiff. Con eso puede que quede claro qué ha conseguido, en el terreno de la educación musical, Paloma O’Shea… siempre con la amistad profunda y la ayuda de quien da nombre a la Escuela: la reina madre, Sofía de Grecia.

Sin españoles en la final

Estuvo Paloma O’Shea ayer mismo, 5 de agosto, en el escenario del Palacio de Festivales de Cantabria. Tiene 86 años y se la ve frágil como una figura de cristal. Pero allí estaba, en la entrega de premios. Se llevó todos los aplausos del mundo, porque su concurso cumplía 50 años. El protagonista fue, como es lógico, el ganador de la XX edición del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea, el canadiense Jaeden Izik-Dzurko, de 23 años, que se llevó, además, el premio del público y el de mejor intérprete de música de cámara. Podría haber ganado cualquiera de los otros cinco finalistas, pero el jurado que presidía Joaquín Achúcarro se decidió por él. Al muchacho, un pianista prodigioso, le espera una lluvia de conciertos y una carrera que se adivina espectacular, porque el “Paloma O’Shea” es uno de los tres concursos de piano más importantes del mundo, junto con el Rubinstein de Tel Aviv y el Chaikovski de Moscú.

Este año no hubo españoles en la final del Paloma O’Shea. Es raro que los haya. De hecho, solo hay dos jóvenes pianistas de nuestro país que se hayan llevado el primer premio: Josep Maria Colom (que lo ganó dos veces: en la primera edición, la de 1972, y en la de 1978) y el sevillano Juan Pérez Floristán, que logró el triunfo en 2015. Es el único pianista del mundo que ha ganado dos de los “tres grandes”: el de Santander y el Rubinstein. Nadie ha conseguido vencer en los tres. 

Ahora que levante el dedo quien pueda decir que ha hecho más por la música en España que esta mujer de apariencia quebradiza (pero es solo la apariencia), elegante, de voz queda y sonrisa constante, y de una actividad frenética desde hace cincuenta años. Y los que le quedan.

El colimbo grande

El colimbo grande (Gavia Immer) es ave migratoria de la familia de las gavídeas que habita en el norte de Europa y América. No es muy grande: tiene el tamaño de un ganso, pero vuela muy bien y sobre todo destaca por su plumaje: es un diseño elegantísimo blanco y negro que no hay forma de saber si les servirá para camuflarse, quizá sí o quizá no. Pero que recuerda inmediatamente, con un poco de fantasía, a las teclas de un piano. Con su figura proporcionada, su pico recto, su ojo rojo y su plumaje pianístico, no hay que tener miedo al decir que el colimbo es uno de los pájaros más bonitos del mundo.

Hay quien dice que el colimbo tiene las patas demasiado atrás y que por eso aterriza y despega torpemente. Bueno. Nunca falta un cuñao que lo haría muchísimo mejor que un colimbo profesional, dónde va a parar. Pero quien haya visto a un colimbo (o a dos; suelen volar en parejas) posarse sobre el agua, o levantar el vuelo desde un lago, difícilmente lo olvidará, porque parece ballet. Es un espectáculo delicioso.

Es muy llamativo el canto del colimbo. Tiene varios, todos sorprendentes: la trémola, el ulular, el gemido y el llamado tirolés. Es curioso esto: cuando canta el colimbo, el resto del bosque enmudece y se pone a escuchar. Respetuosamente.

El colimbo se alimenta de pececillos, como tantas aves acuáticas. No se mete con nadie si no se meten con él. Pero si esto sucede, el colimbo demuestra una energía que nadie le supondría viéndole así, tan lindo y tan armonioso. No espera a que le ataquen; es él quien agrede a nutrias ansiosas, mapaches maleducados, mofetas envidiosas, pianistas enchufaos o chupatintas malévolos que tratan de amargarle la vida y pasarle por encima, cuando no lo merecen. Y se los quita de encima, por lo general, sin mayores contemplaciones, aunque no sin dificultades, como suele suceder en el proceloso mundo de la música.

Está bien ser colimbo. Y menos mal que hay colimbos. Más tendría que haber, caramba.

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