El otro día conversaba con algunos amigos sobre la realidad económica resultante de la pandemia coronavírica. En rigor, yo escuché más que hablé, pues lo contrario, dados mis precarísimos rudimentos económicos, habría constituido uno de esos actos de osada arrogancia que imposibilitan la sabiduría. En un momento del diálogo, sin embargo, abandoné el laconismo para expresar mi preocupación por la inteligencia artificial por y las dramáticas consecuencias de su irrupción en el mercado de trabajo (disculpen este último sintagma, horrísono y degradante). Cuando mi comentario parecía ya abocado a la indiferencia, uno de los interlocutores, quizá herido en su fe ciega en las promesas del progreso tecnológico, se preguntó retóricamente: "¿Acaso la inteligencia artificial va a poder igualar las capacidades humanas alguna vez?".
Aquel interrogante pretendía disipar mi recelo hacia la inteligencia artificial, y yo de primeras celebré su agudeza: "¿por qué temer a la máquina, si nunca va a poder hacer lo que nosotros hacemos?" Pero ahora, mientras reflexiono sobre él en la intimidad de mi despacho, reparo en que era insuficiente para persuadirme de cualquier cosa. Por supuesto que ningún robot va a ser nunca, por diestro que sea su diseñador, por prodigioso que se nos antoje su diseño, como un humano. Quizá pueda, no lo sé, procesar millones de datos en apenas un pestañeo, pero jamás podrá gozar de la belleza de un paisaje y sublimarla en un poema, jamás podrá amar y encarnar ese amor en un beso, jamás podrá ruborizar con su palabra a un semejante. Los portones que guardan el reino de la subjetividad permanecerán siempre cerrados para él, que es pura objetividad, pura precisión técnica.
Esto no significa, sin embargo, contra lo que pensaba mi interlocutor, que la robótica no suponga ningún peligro para el mercado laboral; significa simplemente que no supone ningún peligro para el hombre. De hecho, es algo así lo que ocurre hoy: aunque la inteligencia artificial no amenace ontológicamente al ser humano, de quien no es sino una lastimosa parodia, sí lo amenaza indirectamente, a través del mercado laboral.
La robotización del trabajo
En cierto modo, el robot "inteligente" se adecua mejor que nosotros a las exigencias de nuestra economía. Si se trata de fabricar productos a gran escala, o de rellenar tablillas de Excel, o de analizar abrumadoras riadas de datos, ¿cómo preferir al hombre, que yerra y bosteza, antes que a la máquina, que es un portento de la exactitud y del vértigo? Si el fin de la actividad económica es la eficiencia, ¿cómo preferir al hombre, que baja a tomar un café, se echa la siesta y tiene hijos, antes a que un autómata, que se entrega abnegadamente a su misión? La razón por la que el mercado laboral está robotizándose, la razón por la que determina sustituir al hombre por la máquina, es que antes se ha deshumanizado. Ya no está hecho a la medida del hombre, sino a la rígida estrechez del robot.
Frente a la diligente eficiencia del autómata, deberíamos reivindicar la despreocupada ineficacia del trabajador que alarga su sobremesa ad infinitum
Alguien podría objetar que, aunque la inteligencia artificial desempeñará mañana tareas que hoy desempeñan hombres ―las tareas más onerosas―, el ser humano se reservará para sí las más gratificantes, aquellas que puedan contribuir a su realización personal. Me encantaría que esta objeción fuese verdadera, pero no lo es. Nuestro deseo de precisión robótica ha terminado contaminando incluso los quehaceres más propiamente humanos, los quehaceres en los que nuestra subjetividad debería estar más implicada. Hemos reducido la enseñanza a una calculadísima transmisión de conocimientos. Hemos impelido a los periodistas a redactar textos que son simples sucesiones de datos. Hemos degradado la justicia hasta convertirla en la mecánica aplicación de un puñado de normas. ¿Cómo extrañarnos luego de que alguien sugiera la posibilidad de reemplazarnos por una máquina? ¿Cómo extrañarnos, si nosotros mismos hemos reconocido implícitamente la superioridad de lo robótico?
Encarar debidamente el problema de la inteligencia artificial, que es el problema económico de nuestros días, implica atacar antes su raíz. Habremos de sacudirnos, creo, esa fatal fascinación que hoy sentimos por lo robótico. Frente a la diligente eficiencia del autómata, deberíamos reivindicar la despreocupada ineficacia del trabajador que alarga su sobremesa ad infinitum. Frente a la exactitud de los algoritmos, deberíamos defender la inexactitud de los dibujos a vuelapluma. Frente a la precisión que define el mundo del androide, deberíamos volver a desear ese clima de imprecisión que envuelve el mundo de los hombres. En el balbuceo de un orador que no acierta a encontrar la palabra, en el tachón de un escritor que ha empleado el adjetivo erróneo y se ha dado cuenta, en ese salmorejo que nos ha quedado insulso, ahí, en todas esas imperfecciones, se nos desvela la frágil esencia del hombre. Fantaseo con un sistema económico que, lejos de procurar superarlas con artificios técnicos, las asuma e incluso ―diablos, por qué no decirlo― las fomente.