Volver al pueblo es echar el ancla en el bulevar de los recuerdos. Es pisar unas calles donde se respira el mismo aire que aquel que inhalabas con fuerza cuando eras niño y jugabas con tus amigos al escondite o a la guerra. El mismo que, con unos años más, dejabas entrar acompasadamente en tus pulmones acompañado del humo del cigarro. O que más tarde compartirías con alguna chica guapa del pueblo, ese ligue de verano que en tu ciudad nadie creería.
El tiempo pasa y todo lo cambia, pero el pueblo mantiene una esencia alejada de la urbanidad que lo convierte, al fin y al cabo, en la mayor fuente de nostalgia. Muchas son las razones para volver al pueblo: la familia, los amigos, las fiestas y ese anhelo de morada tranquila, de recipiente cálido donde los personajes están bien delineados y cada uno tiene su papel y lugar.
En el orden inalterable del pueblo, tu llegada se convierte en todo un acontecimiento. "Ya está aquí el nieto de tía Puri", "habrá venido a pasar el puente", "cómo le gusta a este chico venir al pueblo"... En la gran ciudad, vayas donde vayas, nadie se entera. Eres plenamente consciente de que eres un chapoteo más en un océano de hormiguitas trabajadoras que van y vienen como autómatas.
Para avanzar 50 metros en el pueblo sabes que tendrás que pagar el peaje de ver a tres o cuatro conocidos que te preguntarán qué tal estás, cómo va el trabajo, qué tal con la novia... En definitiva, esas relaciones de humanidad que en la jungla de asfalto han desaparecido.
En estos tiempos modernos, tan vacíos de sentido, el pueblo se ha convertido en nuestra particular Odisea. Nuestro viaje de ida y vuelta en busca de la nostalgia, la humanidad, el sentido o para encontrarnos a un yo olvidado entre luces de neón y anuncios de comida rápida.
Somos como ese boxeador retirado que John Wayne interpreta en 'El hombre tranquilo' (John Ford, (1952). Sean Thornton vuelve a Innisfree, su tierra natal en Irlanda, repleto de angustia y culpa por haber matado a un hombre en combate, y busca el sosiego y la paz. Su regreso no será fácil, pues chocará con las costumbres del pueblo, tan arraigadas como el más viejo de los árboles.
Allí, Thornton encuentra el amor en la bella y ruda Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara), en una suerte de simbiosis que llevará a ambos a un estado intermedio entre la tradición y la modernidad. Lejos de la gran ciudad, en el pueblo, siguen rigiendo los códigos del respeto, y si para hacerse respetar hay que soltar dos puñetazos, se hace y punto.
En los tiempos que corren, es habitual ver a cada vez más personas que vuelven a Innisfree para estar lejos de la vacuidad y la monotonía de las urbes. Sí, la monotonía es tan probable en un pequeño pueblo, como en una ciudad llena de gente.
Creo que una de las principales motivaciones de la gente es volver a abrazar lo sencillo tras una sobredosis de abundancia. Después de tanto tiempo de aspirar a grandes sueños y buscar experiencias sublimes cada semana, uno quiere volver a saborear un cocido, una conversación trivial a la puerta de casa o poder mirar al cielo y que todavía se vean las estrellas.
Muchos son los que han tomado el camino de regreso a Innisfree en una suerte de recuperación del cinismo griego en tanto que contestación a las convenciones vigentes. El cinismo, corriente encabezada por un discípulo de Sócrates, Antístenes, y cuya cara más famosa es el vagabundo Diógenes de Sinope, nace como una contestación a las convenciones sociales y un canto de rebeldía contra el hombre.
Su mayor empeño, volver a la vida del "perro". 'Kynismós' (cinismo) deriva de 'kyon' (can). Cuando la supremacía de la polis empieza a resquebrajarse, cuando los pilares de la democracia están cada vez más en entredicho, cuando la crisis de valores comienza a ser galopante (¿les suena?) en la Antigua Grecia, surge "la secta del perro".
Un grupo de sabios cuyo mayor fin era volver a vivir según las leyes de la Naturaleza, desestimar las convenciones humanas y demostrar cuán absurdas eran. Un auténtico movimiento subversivo para la época, hasta el punto de que Platón denominó a Diógenes de Sinope un "Sócrates enloquecido". Para ellos, el sabio debía ser insensible a las opiniones comunes, un ser absolutamente libre que retorne a la vida natural prescindiendo de los artificios sociales.
Por eso, Diógenes se juntaba con malvados y prostitutas, se mofaba de las instituciones sociales, hacía sus necesidades en público, comía carne cruda y andaba sucio y desgreñado. Sin llegar a tales extremos, no deja de ser un acto reaccionario el rehuir de cuanto la polis moderna nos ofrece respecto a bienes y servicios y marchar donde solo hay un par de sitios para hacer la compra.
El académico Carlos García Gual, probablemente nuestro helenista más reputado, lo dice claramente en su libro 'La secta del perro' (Alianza Editorial): "El 'malestar en la cultura' se nos ha vuelto tan agobiante, que lo más eficaz de nuestra sofisticada farmacopea nos estimula a renunciar a ella, la cultura, en la mayor medida posible, o más taimadamente, a consumirla en una forma abaratada y light, en píldoras de fórmula reconocida. El consumismo frenético y la propaganda ensordecedora de tantos productos nos invitan a comprarnos gafas y orejeras para ver y oír menos a fin de no embotarnos del todo".