Tiempo, la obra más reciente del director indio-americano M. Night Shyamalan, lleva ya un par de semanas en cartelera. Quien no la haya visto aún está a tiempo, sobre todo antes de leer este artículo, porque se va a destripar la trama. O, como dicen los modernos: ¡spoilers! Como de costumbre, la última obra del autor de El sexto sentido no es lo que parece. Y no sólo porque esté llena de misterios y cuente con su característico 'final sorpresa', sino porque toda la película puede interpretarse como un polémico repaso de nuestro mundo coronavírico.
Desde 2020 se ha convertido en un deporte de riesgo realizar cualquier crítica razonable. ¿Cómo de independiente es la OMS?, ¿cómo de sincera ha sido China?, ¿existe el Comité de Expertos?, ¿podemos confiar en la empresa Pfizer?, ¿son realmente eficaces los toques de queda?, ¿es legal que el 'pasaporte covid' sea obligatorio? Inmediatamente se disparan las agencias verificadoras, los servicios europeos contra el 'negacionismo' y la 'conspiranoia', el amigo que te llama insolidario y las 'advertencias de contenido' en Facebook o Instagram. Y, sin embargo, Shyamalan se ha atrevido a retratar la Era Covid, aunque bajo el camuflaje de una película de intriga.
La película nos presenta a un grupo de clientes de un hotel, que aceptan la exclusiva oferta de pasar el día en una lejana playa. Sin embargo, la invitación pronto comienza a torcerse. No se podrán ir hasta que el personal del hotel no les recoja. El acceso está cerrado por una verja, el bravo oleaje y una gruta excavada en rocas infranqueables, sin vuelta atrás. Y además, a los clientes (incluyendo ancianos y niños) se les obliga a ir caminando (sin ayuda del personal del hotel) con tumbonas y cestas a cuestas. La situación recuerda a los confinamientos que comenzaron en 2020.
La película repasa una serie de patologías endémicas de neustra época, más graves de la covid-19
Lo que empieza como una serie de recomendaciones sanitarias, rápidamente se convierte en un encierro masivo que se prolonga indefinidamente. De pronto, tu salón se convierte en una celda, tus paredes en muros, tu puerta en una verja, sin vuelta atrás. Y el peso de la cuarentena (el peso económico, el peso mental, el peso familiar) recae duramente sobre los autónomos, los parados, los niños y los mayores, sin apenas ayuda externa. Pero hay un factor más. En la playa el tiempo se acelera. Cada media hora allí equivale a un año de vida. Los personajes envejecen sin poder pararse a asimilarlo. Los que eran mayores mueren al poco de llegar, los que eran niños pierden su infancia a cámara rápida. Un chiquillo se convierte, en cuestión de horas, en un adulto que se lamenta de que jamás tendrá baile de graduación. De nuevo es inevitable pensar en el 'tiempo robado' de la Era Covid. Un año que ha desaparecido, tragándose todo tipo de eventos académicos, sociales o laborales. Un año que se nos ha escapado, sin referencias, sin frutos.
La última mascarilla que uno se ponga cubrirá una cara más arrugada que la primera mascarilla. Muchos mayores ya nunca verán esa última mascarilla. Muchos niños habrán crecido y ya ni se acordarán de la primera. En la playa, la curva de mortalidad comienza a dispararse. Mientras trascurre la acción, la primera víctima todavía sigue tirada en la arena, con una toalla por encima, descomponiéndose a toda velocidad. Como tantos que, en plena pandemia, fueron arrojados a fosas comunes. O tapados con una manta, en soledad, y posteriormente incinerados sin entierro alguno. Pero además, los personajes perciben, a lo lejos, en lo alto de la colina, el reflejo de un visor que delata una presencia que les observa sufrir. Nadie sabe aún quién es, pero todos hemos conocido esa sensación. Es el vecino delator agazapado en su ventana. Son los censores de las redes sociales, escudriñándote tras su pantalla. Es el ciudadano que te mira mal desde la distancia porque te ha oído toser. Es la autoridad que pide justificantes y pasaportes de vacunación para ejercer los derechos más naturales. Son las instituciones observando la reacción popular desde sus palacios, donde no hay restricciones ni distanciamientos.
Una pandemia llamada modernidad
El coronavirus no es el virus más mortífero. Su letalidad explotó al combinarse con otros tantos factores de riesgo, muy propios del Occidente moderno: la obesidad, la hipertensión, la diabetes, los problemas respiratorios y el tabaquismo, los problemas renales y el alcoholismo... Golpeó duramente a sociedades tan decadentes que se habían hecho dependientes del turismo y la importación, habían debilitado sus sectores sanitarios públicos y se habían resignado a vivir su soledad en minúsculos huecos de hormiguero. Y además, el covid generó nuevas epidemias físicas y mentales. Recordaremos estos años como la Era Covid, sí, pero el coronavirus sólo ha sido una pieza más del gran puzzle pandémico.
Mientras damos vueltas a las ofensas de ayer o a las ganancias de mañana, el presente se nos escapa entre los dedos como la arena de la playa
Lo mismo ocurre en la playa. Pronto todos los personajes se dan cuenta de que cada uno de ellos tiene alguna enfermedad. La psicóloga tiene epilepsia, el doctor tiene demencia, la influencer tiene osteoporosis, el rapero tiene hemofilia. Pero la trama va revelando que todos ellos tienen en común la profundísima enfermedad del alma. La psicóloga epiléptica tiene el corazón convulsionado por una discusión familiar que su orgullo ha dejado sin resolver. El doctor demente es presa de una locura mayor: vivir para trabajar y para poseer. La influencer osteoporósica arrastra sobre sus huesos el peso de haber rechazado a su amor de juventud, por ser feucho y pobre. El rapero hemofílico tiene la herida abierta de perseguir la fama individual habiendo olvidado “conectarse con algo superior” a uno mismo. ¡Qué colección de patologías endémicas de la Modernidad! En el hinduísmo (que permea toda la filmografía de Shyamalan), la Modernidad es la última fase del Manvantara, el ciclo civilizatorio. Y se caracteriza, precisamente, por la aceleración del tiempo. Cada vez a mayor ritmo, como escribió Marx, “se desvanece todo lo sólido y se profana todo lo sagrado”.
En la playa de Tiempo, el tumor de la madre protagonista pasa de talla aceitunera a melocotonera en pocos segundos. Pero hay en ella un cáncer más profundo, que también va creciendo rápidamente dentro todos nosotros. Es el miedo a no vivir. La idea de que hay que hacerlo todo, probarlo todo, experimentar con todo, dejarse caer por cualquier abismo. Ella trabaja en un museo, donde la muerte, el pasado y el polvo hacen metástasis en su mente, empujándola a una interpretación malignizada del carpe diem. Su marido tiene la afección contraria: el miedo a vivir. La preferencia por no hacer lo necesario y así evitar el peligro, no decir lo conveniente para ahorrarse discusiones, no luchar contra lo difícil por temor a perder. Él trabaja en una aseguradora, lo cual le hace percibir el futuro como un peligro, llevándole a refugiarse en lo conocido, lo pequeño, lo pasivo. La pareja protagonista representa los dos grandes males del mundo moderno: el temor del pasado y el temor al futuro. Ambos temores son manifestaciones de nuestra relación patológica con el presente. Mientras le damos vueltas a las ofensas de ayer o a las ganancias de mañana, el presente se nos escapa entre los dedos como la arena de la playa.
Tres vacunas para el Tiempo
Volviendo al hinduísmo, el tiempo se concibe como una rueda de decadencia (y también de renacimiento). Es imposible impedir que la gran rueda gire, llevándoselo todo por delante, pero quien lo desee puede actuar de tres formas. Uno puede sacar fuerzas, hacer piña y empujar la rueda en dirección contraria, para que al menos su giro sea más lento y menos destructivo ('contra el tiempo'). O uno puede agarrarse fuerte y empujarla hacia delante, para que lo que tenga que pasar pase rápido y sin tenerle miedo ('a favor del tiempo'). O, finalmente, uno puede intentar salir de su área y sentarse tranquilamente en su radio: el centro que ha de permanecer inmóvil para que toda la rueda gire ('fuera del tiempo'). Las tres opciones están representadas en la película.
Estamos ante una trama donde se enfrentan la Sociedad protegida contra la Sociedad Abierta
La familia protagonista actúa contra el tiempo. Comienza desunida, pero se junta cada vez más para retrasar los estragos cronológicos. No importa que el niño se enfrente prematuramente a los horrores de la vida adulta, porque sigue contando con la protección de un padre. No importa que el padre sufra una ceguera repentina, porque sigue teniendo los ojos de su esposa. No importa que ella sufra una sordera incrementada, porque los últimos tonos que oye son el cantar de su hija que la acompaña. Cuando la muerte les llega a padre y madre, ya ni siquiera recuerdan por qué querían escapar. Su elección es otra: les basta con robarle un último permiso al tiempo, contemplando el mar. Donde el tiempo es una marejada tormentosa, la familia es una barca que remará contracorriente mientras sus troncos permanezcan unidos.
El tiempo es una entropía que busca disolverlo todo, pero su acción es diferida por el poder que el amor tiene para rejuvenecer permanentemente las generaciones. Los dos hermanos, un niño y una niña (que muy pronto se convierten en hombre y mujer adultos), actúan a favor del tiempo. Cuando sus padres y conocidos han muerto, ambos deciden construir un castillo de arena en la orilla, aceptando alegremente el coste temporal que ello tiene. Ha desaparecido la preocupación de hacer de cada segundo algo productivo, de intentar retardar el reloj de la muerte. Levantar su primer castillo de arena consumirá algún año de vida, sí, pero quien no encuentra jamás el momento de parar a jugar vive ya consumido. El tiempo, como el dinero y como la salud, está para gastarlo. La aterradora rueda no te puede atropellar mientras te encuentres pedaleando en ella con el júbilo de un niño en su bicicleta.
Finalmente, una pista lleva a ambos hermanos a escaparse fuera del tiempo. Al parecer, es posible bucear a través de un arrecife de coral que les protege frente a la precipitación temporal. ¿Y qué representa el coral? El coral es la Comunidad frente al Individualismo. Mientras que un solo individuo (sea humano, can o pez) muere en esta playa en el lapso de un día, el coral es una unión de muchos seres semejantes que sigue viviendo desde hace 485 millones de años. Bucear en el coral es zambullirse en la perennidad de lo común. El coral es, también, la Sociedad Protegida frente a la Sociedad Abierta. Cada pólipo segrega una pequeña dosis de calcio, que al paso de los siglos forma las grandes murallas del arrecife. Desde fuera tiene apariencia de áspera frontera; desde dentro es el refugio más hermoso.
El coral cobija entre sus aristas al 25% de la fauna marina, resguardándola del 97% del oleaje. Por el contrario, la playa de Tiempo (con su mar abierto y su larga cala, tan atractivamente diáfana) no es más que una gran trampa mortal. En ella eres plenamente libre; libre para vagar sin rumbo, enfrentar a todos contra todos y morir a la intemperie. Como la sociedad abierta, la playa es una cárcel invisible de eterno Fin de la Historia, que no permite volver al lugar conocido ni avanzar a otro nuevo. Y frente a la familia contra el tiempo, la Era Covid ha traído el distanciamiento de los seres queridos y el reproche de mayores a jóvenes y de solteros a padres. Frente al castillo a favor del tiempo, la Era Covid ha traído la restricción del ocio de los adultos y del juego de los niños. Y frente al coral fuera del tiempo, la Era Covid ha traído la anulación de las costumbres y la liquidación de la comunidad a instancias globales.
El complot de las batas blancas
Todavía hay un último giro final. Los dos hermanos logran huir de la playa y descubren quién está detrás de todo. La playa es un prodigio de origen natural, pero una oscura organización encubierta la aprovecha para cumplir sus propios objetivos. Otro concepto que nos recuerda a la Era Covid: un poder en la sombra exprime un suceso extraordinario para hacer avanzar sus propios planes. Igual que el Foro Davos y los grandes magnates valiéndose de la pandemia para instaurar su revolución digital, su manipulación genética o su gran reseteo.
En Tiempo, la playa pertenece a una multinacional farmacéutica que la utiliza para experimentar con humanos. Primero les cuelan un medicamento en fase de prueba (contra la epilepsia, demencia, osteoporosis o hemofilia). Después los mandan a la playa, donde los resultados pueden observarse a cámara rápida. De nuevo, el paralelismo es claro. También nosotros somos parte de un gran experimento con vacunas cuyo tiempo natural se ha acelerado (como en la playa). Y, observando nuestras reacciones, las farmacéuticas van corrigiendo los procentajes de efectividad, encargan terceras o cuartas dosis y toman nota de nuevos efectos secundarios. Efectos que, evidentemente, quedarán fuera de su responsabilidad corporativa. La empresa, por cierto, se llama Warren & Warren, un nombre que recuerda bastante a Johnson & Johnson. El hotel-tapadera es Anamika, con la misma sonoridad que Astrazeneca. Quizás toda la comparación parezca forzada pero, como escribió el propio Shyamalan en Señales, "¿es posible que no existen las coincidencias?".