Bienestar

Saciedad y apetito: por qué sigues teniendo hambre a pesar de no dejar de comer, explicado en siete razones

Tener hambre no es solo una cuestión que se resuelve con comer, sino en lo que comemos y también en cómo lo comemos. Como vemos, no importa solo el cuánto,

Tener hambre no es solo una cuestión que se resuelve con comer, sino en lo que comemos y también en cómo lo comemos. Como vemos, no importa solo el cuánto, sino que es importante tener clara la forma en la que lo hacemos y esto salpica tanto a nuestra propia forma de ingerir los alimentos como a lo que nos rodea.

Es por eso que la acuciante sensación de tener hambre, incluso cuando hemos terminado una cena o una comida hace apenas unas horas, se multiplica si no tenemos en cuenta determinados factores, la mayoría de ellos orientados a un equilibrio nutricional necesario, pero donde también otros aluden a causas relativamente externas, como pudieran ser las distracciones entre bocado y bocado.

Irritabilidad, apatía, cansancio, sensación de poca energía, alteraciones del sueño... El hambre es una pésima amiga de nuestro organismo, más allá de la mera función nutricional, ya que cuando el estómago empieza a rugir, es posible que sus 'ruidos' salpiquen al resto del organismo, que comprueba que el depósito no está lleno.

Siete motivos por los que sigues teniendo hambre

Cometer errores con los macronutrientes, prescindiendo de grasas, de proteínas o de hidratos de carbono o, por el contrario, pasarse con alguna de estas categorías puede acabar convirtiéndonos en un insaciable pozo sin fondo, a pesar de no dejar de comer.

Junto a ello, otras causas que quizá pasan más desapercibidas. El consumo excesivo de alcohol, no estar suficientemente hidratado, abusar de los alimentos líquidos y otras causas totalmente externas como las distracciones entre plato y plato, pueden ser causas claras de por qué nuestro cuerpo sigue teniendo hambre a pesar de que hayan pasado unas pocas horas de la última ingesta.

Desequilibrio calórico y nutricional

Apartar grasas o proteínas de la dieta, o concentrarse solo en los hidratos de carbono simples como fuentes calóricas es un error mayúsculo. No solo porque nuestro cuerpo necesita a todos estos macronutrientes para funcionar correctamente, sino también porque la digestibilidad de estos afecta a la forma en la que comemos y de cómo paliamos o no el hambre.

Por eso, es frecuente las personas que prescinden de las grasas y las proteínas tengan más hambre que las que sí las ingieren. La sencilla razón está en que la digestión de ambas es más lenta que en el caso de los carbohidratos, exigiendo más tiempo al cuerpo para asimilarlas y por tanto aumentando la sensación de saciedad.

En un sentido parecido, el abuso de dietas ricas en hidratos de carbono simples como aquellas en las que abunden el azúcar o los cereales refinados, más fáciles de digerir pero carentes en muchos casos de fibra, vitaminas o minerales, aunque sobre todo tiene que ver con la reacción que el azúcar causa con la insulina.

A ello se suma el pico de azúcar que alcanzamos con ellos, que 'engaña' a nuestro organismo y da el aviso a la insulina para ponerse en acción. Al actuar, se produce una pequeña hipoglucemia por esa corrección natural que nuestro cuerpo realiza y que manda la señal de que volvemos a tener hambre porque el nivel de azúcar ha vuelto a su listón normal.

No estás convenientemente hidratado

Distinguir entre la sensación de sed y hambre es sencillo. Si bebemos un par de aguas cuando creamos tener una de las dos y lo solucionamos, hemos de tener claro que se trataba simplemente de sed. Sin embargo, seguramente hayáis leído sobre las supuestas desventajas de comer con agua. Entre ellas, que diluye los ácidos estomacales o que dificulta la digestión.

Nada más lejos de la realidad, ya que el agua contribuye a hacer más fácil de digerir la comida al aumentar su volumen y también acrecienta la sensación de saciedad. En el mismo sentido, beber ese par de vasos de agua antes de la comida nos ayudará también a dar esa sensación de lleno, por lo que nos puede venir bien para no pasarnos con la ingesta. Aún así, una magnífica forma de saciarnos y comer es apostar por productos con mucha agua, como las frutas y las verduras.

Comes muy rápido

Una de las claves de aprender a comer cuando somos pequeños está en la importancia que se da a la masticación. Más allá de disfrutar de los bocados o de comprender las diferentes texturas de los alimentos, la masticación contribuye a generar más saliva y a facilitar el paso del bolo alimenticio, ralentizando así también el tiempo de ingesta.

Si engullimos y comemos con demasiada rapidez, nuestro cuerpo no reacciona del mismo modo a esa sensación de saciedad. Por este motivo, perdemos parte de la consciencia de estar comiendo, lo cual también favorece que aquellas personas que coman rápido suelen tener más apetito y tienden a añadir más cantidad a sus platos.

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Comer demasiado rápido impide que nuestro cerebro procese la sensación de saciedad. ©Unsplash.

En un sentido parecido, aunque no tiene que ver con la rapidez, sino con la distracción, nuestro organismo necesita centrarse en el momento de la ingesta, prescindiendo de estímulos externos que nos hagan perder el sentido de la propia deglución. Por esta razón, comer viendo la tele, jugando a la videoconsola o delante del ordenador en el trabajo son malas prácticas porque perdemos esa sensación de concentración.

Te 'bebes' tus calorías

Si la masticación es importante por esa sensación de saciedad, también es importante que no renunciemos a ciertas propiedades que los propios alimentos tienen en su versión sólida, que son los que contribuyen con sus texturas y fibras a ser más densos y a exigir más tiempo al hecho de comer.

Gracias a ello, también obtenemos sus ventajas saciantes, las cuales evitamos si nos dedicamos a 'beber' nuestras calorías, como pudieran ser el abuso de sopas frías, zumos, licuados o batidos, donde en muchos casos vamos a estar disfrutando de los minerales y vitaminas habituales de los productos consumidos, pero desechando las ventajas de la masticación.

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Puede que consumamos las mismas calorías al 'bebernos' la comida, pero prescindimos de valiosos efectos saciantes como los de la fibra. ©Unsplash.

Esto es especialmente notable cuando ingerimos zumos o licuados, ya sean de frutas o de hortalizas, porque son alimentos ricos en fibra insoluble y soluble, la cual necesitamos para mantener una correcta flora intestinal. De una, obtenemos volumen. De la otra, facilidad de tránsito, redundando ambas virtudes en esa sensación saciante que evitará que piquemos entre horas.

Haces mucho deporte

Existen estudios que avalan que las personas que realizan mucho ejercicio tienen un metabolismo más rápido que aquellas personas que lo practican de manera moderada, o que las personas que son completamente sedentarias.

Ocurre así en deportes con un gran desgaste, ya sean en grandes distancias como en esfuerzos puntuales, por lo que necesitan una gran cantidad de calorías para el desarrollo de estas prácticas deportivas, razón por la que también son grandes comedores.

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Los deportistas de élite y las personas que hacen mucho ejercicio tienen metabolismos más rápidos, razón por la que suelen tener hambre más a menudo. ©Unsplash.

Esto evidentemente nos lleva a que tengan hambre más de manera más continuada que las personas que no lo hacen, si bien son casos relativamente puntuales y extremos, pero que justifican que aquellas personas con importantes déficits calóricos durante la práctica deportiva sean también los mismos que tienen hambre entre horas.

Estás estresado

El estrés es un mal amigo de todo lo que tenga que ver con nuestro organismo. Nos irrita, nos cansa, nos da hambre, nos impide dormir... Todo un dechado de defectos que a la hora de comer también se manifiesta, torpedeando a base de cortisol esa sensación perpetua de vacío estomacal, razón por la que también es frecuente que nos convirtamos en comedores compulsivos para paliar la ansiedad que el estrés genera, como explican desde Mayo Clinic.

Como decimos, el responsable es el cortisol, una hormona que nuestro cuerpo segrega a través de la glándula suprarrenal, que se libera como respuesta al estrés, lo cual desencadena un pico glucémico para que nuestro cuerpo tenga suficiente energía. Esta reacción luego provoca esa carencia, que es la que acrecienta la sensación de hambre, creando así un círculo vicioso entre lo ingerido y el propio estrés.

Consumes mucho alcohol

Puede resultar irónico que el alcohol, que es un producto cargado de calorías (vacías, pero calorías), lo cual suprime la reacción cerebral de tener hambre. Sin embargo, consumir alcohol nos da hambre y los motivos hay que encontrarlos en un pequeño grupo de receptores, las neuronas AGRP, a las cuales el alcohol estimula y que tienen que ver con el circuito cerebral que regula el hambre, como explica esta investigación publicada en la revista Nature.

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El alcohol inhibe la secreción de leptina, una hormona que regula el apetito, por lo que es habitual que comamos más cuando bebemos. ©Unsplash.

Esto se debe también a la inhibición de la ciertas hormonas, como la leptina, que reduce el apetito, por lo que consumir alcohol durante las comidas es una mala idea por dos motivos. El primero es que nuestro cuerpo 'prioriza' su metabolización al ser un tóxico, ralentizando el resto de la digestión. El segundo, involucrado en este primero, es que al hacer más lento este proceso, se reduce la velocidad de quema de grasas, las cuales se acumulan con más facilidad si bebemos alcohol mientras comemos.

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