En la desembocadura de la ría de Bilbao, en los acantilados de Tunelboka y la playa de Gorrondatxe, hay una acumulación de más de seis metros de altura de sedimentos oscuros que desde hace tiempo han llamado la atención de los geólogos. El primero que se fijó en ellos fue el británico Gordon J. Knox, que pasó por este lugar en la década de 1970 cuando trabajaba para la compañía Shell e identificó erróneamente los depósitos de la playa como cenizas volcánicas. “La roca de esta playa es bastante inusual porque consiste principalmente en fragmentos de roca volcánica más unos cuantos ladrillos de fabricación humana y algunos huesos de mamíferos”, escribió.
Varias décadas después, aquellos ladrillos podrían tener una importancia geológica que el británico ni siquiera sospechaba. “El depósito es una playa cementada, una roca de color oscuro en la base de un acantilado que proviene casi al cien por cien de escorias de hierro”, explica Alejandro Cearreta, profesor e investigador del departamento de estratigrafía y paleontología de la Universidad del País Vasco. El origen de esta arena negra y magnética no es la erupción de ningún volcán bilbaíno, como apuntaba Knox, sino algo más familiar para los habitantes de la zona: la actividad de los Altos Hornos de Vizcaya desde 1902 hasta la década de 1980. Durante casi un siglo, los barcos que debían llevar los residuos a aguas más profundas se quedaron a menudo a mitad de camino y arrojaron el material a la plataforma, de modo que el mar fue arrastrándolo hacia la costa hasta formar una playa. “Esas escorias empezaron a acumularse a partir de los años 40 y a formar una roca muy llamativa, con un espesor muy grande”, explica Cearreta. “Tenemos casi 10 metros en vertical que contienen, además de esas escorias, ladrillos de fundición, plásticos y vidrios, elementos que nosotros llamamos tecnofósiles y que marcan muy claramente tanto la edad como el proceso originario de estos materiales”.
Cearreta pertenece desde el año 2010 al Grupo de Trabajo de la Comisión Internacional de Estratigrafía que estudia si el Antropoceno debe ser considerado una nueva era o periodo geológico. Lugares como estas oscuras playas de Getxo son especialmente interesantes para él y otros geólogos porque podrían constituir lo que se denomina un estratotipo, una marca de referencia que marca un cambio geológico importante, como el famoso límite K/T que señala el impacto del meteorito que cayó sobre los infortunados dinosaurios. Y los fragmentos de ladrillos que aparecen incrustados en el sedimento contienen información muy valiosa para reconstruir nuestra historia, pues conservan las inscripciones con que fueron fabricados. “Algunos son de producción local, como SUARRY, y otros fueron fabricados en Escocia, en una localidad que se llama Glenboig, que se caracterizó por la producción de ladrillos refractarios a lo largo de todo el siglo XX”, señala Cearreta. “Podemos reconstruir el camino que siguieron hasta quedar dentro de la roca fosilizados, convertidos en un elemento de interés geológico”.
Tecnofósiles y alitas de pollo
En el norte de la isla de Gran Canaria la geóloga Ana María Alonso, catedrática y presidenta de la Sociedad Geológica de España, identificó en el año 2011 una curiosa formación geológica que recuerda a las famosas piscinas escalonadas de carbonato cálcico conocidas como Pamukkale que cada año atraen a miles de turistas en Turquía. “Acudimos al lugar porque alguien nos había dicho que había encontrado allí unas rocas muy raras”, recuerda. “Cuando vi que eran cascadas, empezamos a gritar como locos, estábamos todos alucinados”. Pensando aún que se trataba de una formación natural, Alonso tomó una de las rocas incrustadas en la ladera del barranco y lo que vio le dejó sin habla. “La abrimos y lo que tenía por dentro ¡era un núcleo enorme de poliexpán!”, exclama. Este material, conocido también como poliestireno expandido, es el que seguimos utilizando para embalar todo tipo de mercancías y no fue fabricado en España hasta 1951, de modo que se trataba de una formación geológica ultrarrápida y de origen humano. El hecho de haber sido creada por el goteo de las tuberías que regaban las plantaciones de plátano lo convierte en otro de los sellos indelebles que la humanidad dejará en la geología.
Pero los ladrillos arrastrados por el agua y las rocas de poliexpán no son los únicos “fósiles” que la humanidad dejará a su paso. En un trabajo presentado hace unas semanas en la revista Royal Society Open Science, el equipo de Carys E. Bennett planteaba la posibilidad de que la humanidad estuviera dejando una marca que permitirá identificar nuestra presencia a los arqueólogos del futuro: los centenares de miles de toneladas de huesos de pollo que cada año arrojamos a los vertederos y que podrían fosilizar en parte y delatar que fuimos una civilización insaciable. Se calcula que cada año consumimos alrededor de 60.000 millones de pollos y desde los años 50 se trata de una variedad seleccionada genéticamente para un crecimiento rápido y cuya morfología es claramente diferenciable de los pollos consumidos hasta esa fecha, de modo que sus huesos no solo podrían ser una muestra de cómo hemos alterado la biosfera, según los autores, sino también un potencial marcador del paso al Antropoceno.
¿Realidad o idea nociva?
Para Alejandro Cearreta el caso de los huesos de pollo es muy interesante, porque su consumo es global y tiene una capacidad potencial de preservación en el futuro. “Podrían ser encontrados por otras generaciones de humanos o, si fantaseamos, por astronautas de otros planetas que puedan llegar aquí y al encontrarlos puedan deducir que marcan un tiempo geológico fue distinto”, explica. Pero, como indicador, los fósiles de pollo se encuentran con el mismo problema que los ladrillos de la playa de Getxo y otros tecnofósiles hallados por los geólogos. “Nosotros trabajamos para evaluar si el Antropoceno tiene mérito para ser incluido en las tablas de los tiempos geológicos y analizar cuándo comenzaría, puesto que el inicio tiene que ser global y debe estar basado en algunas señales que sean de ámbito planetario, con el fin de que todo el planeta entre en el tiempo geológico en el mismo momento”, matiza. Este criterio les ha llevado a descartar otros momentos propuestos como el inicio del Antropoceno, como la revolución neolítica o la revolución industrial, dado que su inicio no fue simultáneo en todo el globo.
“El único momento que cumple ese requisito fundamental es el proceso de la Gran Aceleración que se produjo a partir de los años 50”, apunta el experto, “porque es un proceso global y sus indicadores, como los plásticos y los isótopos radiactivos, son sincrónicos y globales y por lo tanto cumplen esa función y permiten situar el inicio del Antropoceno a mediados del siglo XX”. En concreto, los isótopos radiactivos dispersados por las explosiones nucleares durante la Guerra Fría constituyen una marca tan extendida y presente en las rocas y en los seres vivos como la que dejó el impacto de un meteorito en la península de Yucatán hace 66 millones de años. Por eso él y su equipo trabajan en varios lugares del planeta a la vez - desde el lago Crawford, en Canadá, al mar Báltico o la cuenca de Santa Bárbara, en California - donde han localizado ambientes sedimentarios en los cuales estos cambios isotópicos se pueden leer en la roca con una resolución temporal muy pequeña e inusual para lo que suelen ser los estudios geológicos.
En los próximos meses o años, con los datos aportados por los 40 expertos del grupo de trabajo, la Comisión Internacional de Estratigrafía tendrá que decidir si admite el Antropoceno como nueva etapa en la historia de la Tierra dentro del Holoceno. La propuesta se enfrenta a un fuerte oposición por parte de muchos especialistas, que consideran que los periodos geológicos deben definirse con una mayor escala e implicar cambios más claros. “Independientemente de esta discusión, lo que sí me parece es que el hombre está introduciendo modificaciones sistemáticas y que las más grande son a partir de 1950, sean los huesos de pollo, estos depósitos, los plásticos, o sea lo que sea”, sostiene Ana María Alonso. Para Cerraeta no hay duda de que el término Antropoceno debería ser admitido, “porque los indicadores están ahí, que los sedimentos que han depositado desde los años 50 son diferentes a los que se depositaron en los miles de años anteriores y es una realidad geológica”.
Para otros expertos, como Humberto Astibia, catedrático de Paleontología de la UPV, la aceptación de este término podría tener un lado negativo. En su opinión, sería como admitir que el desastre climático que estamos provocando es algo inevitable, un derrotismo que sería muy conveniente para “los agentes que están liderando esta catástrofe”. “Los depósitos de origen antrópico de las ensenadas de Getxo”, asegura, “son muy interesantes y bellos, un ejemplo de cómo las rocas contienen, a su manera, historias. Historias de mundos muy lejanos en el tiempo, de mundos casi inimaginables, que tratan de recrear los geólogos y paleontólogos”, añade. Pero no deberíamos olvidar, concluye, que el Antropoceno todavía no está aprobado y solo es una propuesta que “está generando ya una “filosofía” que puede ser muy nociva para el planeta y para nosotros”.