Hace 78000 años, los humanos que vivían en África enterraban a sus niños muertos de manera especial, se preocupaban de colocarlos cuidadosamente, cubrirlos con tierra y posiblemente los rodeaban con algún tipo de sudario o mortaja. Así lo sugiere el extraordinario hallazgo publicado este miércoles en la revista Nature, cuyos autores han identificado los restos óseos de un niño humano de 2,5 a 3 años de edad en el interior de una cueva de Kenia. El enterramiento de este niño, al que han bautizado como “Mtoto”, que significa “niño” en suajili, es el más antiguo realizado por seres humanos identificado hasta ahora en África. En el hallazgo, realizado la excavación de Panga ya Saidi, en la costa del este de África, ha sido clave el análisis de los restos óseos y dentales realizado por los investigadores españoles del CENIEH, encabezados por María Martinón-Torres.
Debido a la fragilidad de los restos encontrados, el trabajo ha sido una combinación de la excavación manual clásica y modernas técnicas de microtomografía que fueron revelando la presencia de un pequeño cuerpo que había sido depositado en una cavidad y cubierto con tierra para protegerlo del deterioro. “Ha sido como excavar cenizas”, explica Martinón-Torres a Vozpópuli. “Al avanzar nos íbamos encontrando sorpresa tras sorpresa”. El análisis indica que Mtoto se hallaba en posición flexionada, con las rodillas hacia el pecho, recostado sobre su lado derecho y todo apuntan a que se utilizó un sudario o mortaja. La rotación de la cabeza y las tres primeras vértebras sugiere, además, que sus enterradores apoyaron la cabeza del pequeño sobre algún tipo de almohada o soporte de tipo perecedero, una práctica que podría estar asociada a algún tipo de rito funerario.
“Parece que están arropando a un niño en el lecho”, dice María Martinón
Los autores creen que el hallazgo es significativo porque revela que estos grupos humanos se preocupaban por el cuidado de los más pequeños y les dedicaban un duelo particular. “Está claro que los niños importaban, que los niños eran alguien”, explica Martinón-Torres. “Hay culturas en las que no importan hasta que son adultos. En este caso lo siguieron tratando con la delicadeza con la que trataban a un vivo; tal y como está, parece que están arropando a un niño en el lecho”.
“Todo empezó por dos dientes”
Los primeros fragmentos de hueso se encontraron en 2013, pero no fue hasta la excavación de 2017 cuando los científicos del Instituto Max Planck para la Ciencia de la Historia Humana (MPI-SHH, Jena) y de los Museos Nacionales de Kenia (MNK, Nairobi) hallaron una cavidad circular en la que se encontraban los restos, situada a unos tres metros por debajo del suelo actual de la cueva, rellena de sedimento. “Cuando llegan a ese nivel, ven que hay un cambio en el sedimento, una acumulación de huesos muy degradados que no son capaces de identificar, tan frágiles que con cualquier intento de sacarlos se desintegran”, explica Martinón-Torres. Deciden entonces que lo mejor para protegerlo es consolidarlo y escayolar ese bloque entero para poder trabajar con más cuidado en el laboratorio.
Una vez en Alemania, el equipo de Michael D. Petraglia localizó lo que parecían dos dientes, pero desconocían si eran humanos. “En ese momento Petraglia se pone en contacto conmigo”, recuerda la investigadora española, que lleva años especializada en la identificación de restos dentales. “Me manda varias fotos de los bloques y le digo que son dientes humanos y que son de un niño”. Quedó claro entonces que el bloque necesitaba una intervención especializada y urgente y se envió al Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), donde la responsable del Laboratorio de Conservación y Restauración, Pilar Fernández-Colón, se encargó de la minuciosa tarea de ir avanzando en la excavación del bloque de sedimento, sin llegar a los huesos para evitar que se pulverizaran.
“Dios mío, lo que tenemos es esqueleto parcial de un niño completamente articulado”
“A partir de aquí se produce una cadena de descubrimientos continuos, uno detrás de otro”, recuerda Martinón-Torres. “Lo escaneamos y el hueso tenía una densidad tan baja que ni se veía. Había más dientes y alguna otra estructura que no sabíamos qué era”. Más tarde, a medida que se acercaban al hueso, la microtomografía les fue revelando la presencia del niño: primero los restos de lo que parecía una columna vertebral articulada y flexionada, después otros dientes que estaban en su mandíbula y esta a su vez aparecía encajada en su cráneo. “Y entonces nos dimos cuenta”, recuerda la directora del CENIEH. “Y dijimos: dios mío, lo que tenemos es esqueleto parcial de un niño completamente articulado”.
El análisis forense
El análisis de la posición de los restos llevó en aquel momento a los científicos a comprobar que los huesos se habían desplazado siguiendo el patrón que se suele producir tras un enterramiento. “Para nuestra sorpresa, estaban intactas articulaciones que tienen poca sujeción y que son las primeras que se sueltan”, subraya Martinón-Torres. “La mandíbula y los dientes se mantenían en su sitio, y esto nos llevaba a pensar que se enterró y se cubrió muy rápidamente con tierra, es decir, que lo pusieron allí hace 78000 años”. Pero dentro de aquel patrón descubrieron otros dos desplazamientos que aportaban información extra y clave para resolver lo que había sucedido.
Por un lado la cabeza estaba girada unos 90 grados, con las tres primeras vértebras cervicales pegadas. “Este tipo de dislocación es la típica que encuentras cuando la cabeza se ha apoyado sobre un soporte o almohada perecedero de manera que cuando esa almohada desaparece, al pudrirse, se crea un espacio y la cabeza vascula y se disloca”, asegura la investigadora. El otro hallazgo fue que la clavícula y las costillas aparecían rotadas unos 90 grados hacia el interior, que se suele dar cuando hay algo que está ejerciendo mucha presión sobre la parte superior del cuerpo, sobre los hombros. “Eso típicamente se encuentra en enterramientos en los que el cuerpo está amortajado o hay tierra muy apretada, era otra manera indirecta de probar que probablemente fue expuesto con sudario o mortaja”.
El análisis histológico también mostró que los huesos tenían las típicas alteraciones que se producen durante la putrefacción de un cadáver fresco y los productos asociados a esos procesos como óxidos de manganeso y de calcio. Los autores del trabajo también hallaron restos de la llamada “fauna cadavérica”, marcas de insectos y de gasterópodos, huellas de caracoles que dejaron una marca con su rádula en la superficie del hueso. “Estuvimos con la piel de gallina de forma constante”, recuerda Martinón-Torres. Aplicando técnicas paleontológicas y forenses, los autores también trataron de determinar si se trataba de un niño o una niña. A falta de más pruebas, una estimación a partir de la cantidad proporcional de esmalte y dentina les llevó a pensar que se trataba de un niño.
La "sombra de un hueso"
Uno de los aspectos más interesantes del hallazgo son la implicaciones que tiene respecto a la costumbre de realizar enterramientos. A pesar de que África fue la “cuna” del Homo sapiens, los enterramientos más antiguos se han hallado en Eurasia, de hasta 120000 años de antigüedad. “No sabemos por qué hay esta discrepancia entre unos y otros”, explica Martinón-Torres. “Puede ser que haya que excavar más y no hayamos encontrado las pruebas, o a lo mejor las prácticas funerarias eran diferentes. Cabe la posibilidad de que este tipo de comportamiento no se haya desarrollado en África sino en Eurasia, y a lo mejor llegó culturalmente a África más tarde, cualquiera de las posibilidades es interesante”.
Es posible incluso que en la misma cueva de la excavación de Panga ya Saidi donde se ha encontrado a Mtoto se encuentren los restos de otros humanos, adultos o pequeños, pues su cuerpo se ha hallado muy cerca de una zona donde hacían vida cotidiana. Lo que está claro es que sin las técnicas modernas de análisis de los restos, este esqueleto podría haber pasado desapercibido y haber sido reducido a ceniza al intentar excavar en la zona. El hallazgo de Mtoto ha sido como una carrera para impedir que la muerte culminara del todo su trabajo y los restos se integraran para siempre en el terreno, imposibles de identificar. “Lo que veíamos era la sombra del hueso, literalmente estaba desapareciendo”, apunta Martinón. “Llevaba 78000 años, pero quién sabe si le quedaban unos pocos años, quizá unas décadas. Lo único que se habrían mantenido serían los dientes, los benditos dientes”.
En 2019, después del análisis exhaustivo, los dos bloques ya devastados que contienen los restos de Mtoto fueron devueltos a Kenia. “Lo devolvimos personalmente, llevamos al niño en brazos de vuelta a su casa en mayo de 2019”, asegura Martinón emocionada. “Y se quedó en la cámara acorazada de los grandes, es decir, durmiendo con el niño de Turkana, con el OH5 “cascanueces”, con el primer Homo habilis, con todos”. Y allí descansa ahora este “niño de ceniza” al que sus seres queridos enterraron con cariño en el interior de una cueva. “Ahora está entre los grandes”.
Referencia: Earliest Known Human Burial in Africa (Nature) DOI: 10.1038/s41586-021-03457-8