Impulsado por Mario Draghi y Jean-Claude Juncker, Europa ultima su plan para evitar la japonización de la economía justo cuando en Tokio vuelve a fallar la doctrina de estímulos masivos conocida como Abenomics. ¿Pero de verdad puede funcionar el paquete europeo?
Shinzo Abe, el primer ministro de Japón y padre intelectual de la mayor expansión monetaria jamás concebida, ha disuelto el Parlamento nipón. Su idea consiste en poder celebrar elecciones antes de que pierda todavía más credibilidad debido el empeoramiento de la economía nipona y el retraso de una nueva subida del IVA. Veinte años por delante, la historia de Japón bien podría ser el escenario en el que acabasen los líderes europeos si se montasen en un coche, pisasen el acelerador y protagonizasen la enésima versión de Regreso al Futuro.
El paralelismo es sorprendente. En Europa, nos preparamos para otra ronda de estímulos del BCE y un paquete de impulso fiscal orquestado por la Comisión Europea y valorado en unos 300.000 millones de euros. Tras 20 años de deflación, en Japón no importa cuanto dinero se inyecte: la demografía manda y los mayores lo ahorran todo para un retiro incierto en el que la pirámide poblacional está perdiendo su figura triangular. Además, aunque el sector exterior sea competitivo, éste prefiere reducir deuda a invertir en casa, se encuentra asediado por la competencia del resto de Asia y presiona en el interior sobre los costes laborales y, por lo tanto, sobre la demanda. Por si fuera poco, semejante cóctel japonés se adereza también con un gasto público alto y en consecuencia poco productivo, unos costes de la energía elevados y unos mercados laborales y de servicios bastante rígidos. ¿Acaso Europa no empieza ya a parecerse sospechosamente a este retrato?
Con tal de reactivar la economía, el Banco de Japón imprime billetes como si no hubiese límites para tratar de generar inflación y, por ende, demanda. Hasta el punto de que ha servido para financiar directa o indirectamente una deuda pública que asciende al 280 por ciento del PIB.
Pero esa impresión de billetes no ha ocurrido sólo en Japón. Poco a poco, en mayor o menor escala el fenómeno se ha extendido por todo el mundo alimentando el endeudamiento. Si en la década de los 80 el tamaño de la economía financiera sólo representaba la mitad de la economía real, en estos momentos la economía financiera es diez veces el volumen de la economía real. La creación de papel moneda para ir tapando una crisis tras otra ha disparado un sector financiero que ahora sufre problemas para encontrar rentabilidades, máxime cuando hay que bajar los intereses para evitar los defaults de los deudores.
En lugar de dirigirse hacia la inversión productiva en la economía real, el valor nominal del ahorro aumenta y se destina a los productos financieros más líquidos y mucho más fáciles de mover. Es más, conforme las expectativas de crecimiento se estancan, crece el incentivo a destinar el ahorro al producto financiero en vez de a la economía real. Tanto es así que el stock de capital, esto es la inversión que hace una empresa para producir, se está desplomando en todo el mundo occidental. Es decir, con toda la liquidez existente se están comprando bonos pero no se está generando inversión real.
Al igual que en Japón, los bancos centrales y los Estados pueden pasarse años haciendo trampas al solitario financiando la deuda pública y reanimando a los mercados. Es cierto que los estímulos monetarios han evitado el desastre, garantizando los precios de los activos y, por consiguiente, el valor de los ahorros. Pero la distancia entre el mundo financiero y la economía real es, a la larga, insostenible.
En términos sociales se antoja insostenible porque genera desigualdades entre el capital y la mano de obra, entre los mayores ahorradores y los jóvenes. Y también es insostenible en términos puramente económicos, puesto que ¿cómo va a poder aguantar el precio de la vivienda o de cualquier otro activo si la economía real no produce lo suficiente como para pagarlo?
Pese a haber inundado el sistema con liquidez en unos niveles nunca conocidos, el crecimiento apenas arranca. Sólo empieza a hacerlo con cierto vigor en EEUU. Ahora bien, ¿será capaz de crecer Estados Unidos cuando el resto, desde China a Europa pasando por Japón, Rusia o Brasil, sufre en el mejor de los casos una ralentización?
Pese a una rebaja de los intereses hasta mínimos históricos, la inversión no repunta. Y la clave reside en la falta de perspectivas de crecimiento lastradas por los problemas de endeudamiento, demografía y competitividad. En resumidas cuentas, si no se espera que aumente la demanda, ¿para qué invertir?
Y lo mismo ocurre con los esfuerzos del BCE canalizados a través de la banca. Las entidades financieras europeas se enfrentan a un entorno regulatorio más estricto, tienen unas estructuras poco rentables a unos tipos de interés tan bajos y todavía padecen mucha morosidad. Por más que el banco central les entregue liquidez, no pueden aumentar su exposición al riesgo prestando a la economía real. E incluso si el BCE decidiese adquirir bonos corporativos, esta financiación tampoco llegará a las pequeñas y medianas empresas.
De ahí que haga falta una expansión monetaria canalizada a través de bonos soberanos o cualquier otra cosa que se salte al sector financiero. "Haremos lo que sea necesario para elevar la inflación lo más rápido posible [...]. Si con la trayectoria actual nuestra política no es lo suficientemente efectiva para lograrlo, o si se presentan más riesgos para la previsión de inflación, elevaremos la presión y ampliaremos incluso más los planes a través de los que intervenimos, alterando el tamaño, el ritmo y la composición de nuestras compras", anunció Draghi el pasado viernes. O traducido al lenguaje de los mercados: se avecina una expansión monetaria basada en la adquisición de deuda pública que podría ayudar a financiar las inversiones prometidas por Juncker.
Sin embargo, Alemania se opone. Parece lógico que recele de la inversión pública en carreteras y aeropuertos a ninguna parte. Además, prefiere ahorrar de cara a un futuro en el que su población envejece. No sin razón, los germanos argumentan que hay que hacer como en la periferia y centrar el tiro en la adopción de reformas para recuperar la competitividad y el crecimiento. Sin embargo, esa renovada competitividad de algunas economías del sur parece que en parte se logra a costa de quitarle mercado a Francia e Italia. Los transalpinos se hunden en la recesión. Los galos sólo crecen gracias a un aumento del consumo público y de los inventarios. Y Alemania tira a duras penas pese a contar casi con pleno empleo porque depende mucho de la demanda de Italia, Francia, Rusia y China, países todos en dificultades.
Y si todos estos países no despegan, ¿cómo va a aprovechar la periferia su renovada competitividad? Tras evitar la ruptura del euro, la Unión Europea va a tener mucho más difícil liberarse del estancamiento.
En los próximos 15 años, la fuerza laboral en Europa descenderá un 10 por ciento debido a la evolución demográfica según las estimaciones de la ONU. Sólo en España habrá que aumentar los ingresos de la Seguridad Social en torno a un 2,2 por ciento al año con el fin de sostener las pensiones. Y ello lógicamente sólo se puede hacer si el PIB crece a esos ritmos.
Sin embargo, hasta el momento la vuelta al crecimiento en España arroja un alto componente de demanda artificial que obedece a la renovación de bienes de equipo y al fin del ahorro que se acumulaba por miedo a perder el empleo. Este consumo no se corresponde con la creación de empleo y, por lo tanto, está elevando nuestra deuda externa y ocasionando de nuevo mayores desequilibrios con el exterior. Con todos los ahorros generados dedicándose al necesario desapalancamiento, precisamos la entrada de mucha inversión productiva extranjera para poder apuntalar crecimientos mayores.
¿Y cómo se hace eso? Pues de dos formas. Por un lado, asegurando a los inversores que Europa es un buen sitio para abrir una fábrica o un negocio. Y por otro, erradicando las expectativas de un crecimiento bajo, lo que a su vez animaría a los agentes privados a invertir de nuevo. Para lo primero son esenciales las reformas, tarea en la que están fallando Italia y, sobre todo, Francia. Y para lo segundo es necesario un plan de inversiones públicas potente que haga pensar a los inversores que se eludirá la recesión y que retornarán los crecimientos. Lo ideal sería que lo financiase directamente el BCE y que se centrase menos en las infraestructuras y más en una I+D muy bien justificada o una rebaja de cotizaciones. Pero podría valer incluso si únicamente se trata de construir carreteras. Lo importante es que la cantidad sea suficiente como para convencer a los mercados de que el crecimiento se reactivará.
En este sentido, los 300.000 millones de euros barajados por el presidente de la Comisión se antojan una buena cifra. No obstante, el problema de la propuesta de Jean-Claude Juncker radica en otra cosa: la mayor parte de los fondos no existen. El plan de inversiones en realidad dispondría de unos 15.000 millones del presupuesto europeo y unos 5.000 millones del BEI para apalancarse hasta en 15 veces y alcanzar así los 300.000 millones. Sin dinero real que financie directamente las inversiones o que entre como capital, la posibilidad de que esos planes fructifiquen se vislumbra bastante más lejana.
El propio ministro de Economía francés, Emmanuel Macron, recordó esta semana que la iniciativa de 2012 basada en créditos blandos no funcionó. Por no hablar de las dificultades para aprobar y gestionar los proyectos. Sin el apoyo de Alemania, el plan de inversiones puede terminar como pólvora mojada. Y siempre habrá dudas sobre cuánta cantidad podrá imprimir Draghi saltándose al Bundesbank. Así no es de extrañar que esto se parezca cada vez más a Japón.