Antonio Camacho Vizcaíno nació en Madrid el 11 de febrero de 1964. Poco ha trascendido de su familia, salvo que proceden del municipio de Orcera, provincia de Jaén, en la comarca de la Sierra de Segura. Esto lo dicen los propios orcereños, desde luego. Pero el silencio sobre los padres y ancestros de Camacho cuadra muy bien con las características esenciales de su personalidad: siempre fue alto, desgarbado, bien parecido y sobre todo discreto. Casi frío, dicen incluso quienes le aprecian. Callado. Culto, de maneras pulcras. Nada que ver con su homónimo J. Antonio Camacho, el futbolista, que es un puro volcán; nuestro hombre a duras penas podría explicar lo que es un fuera de juego.
Estudió Derecho; se licenció en la Universidad Complutense de Madrid e inmediatamente se puso a preparar las oposiciones a fiscal, que ganó en 1991, a los 27 años. En realidad nunca quiso ser otra cosa, aunque los oleajes de la vida terminasen por llevarlo a lugares y ocupaciones de lo más peregrino. Como joven fiscal ejerció en Valencia (TSJV) y en Madrid, en los Juzgados de Valdemoro y Getafe; en el primero se ocupó de la Vigilancia Penitenciaria y más tarde lo pasaron a la Secretaría Técnica, aunque su especialidad era el Derecho Penal. En Madrid investigó delitos urbanísticos y variados asuntos penales. Un hombre, por lo tanto, gris, reservado y sin afanes de brillo público. Muy eficaz en su trabajo, aseguran los antiguos compañeros, pero sin sueños de ocupar portadas. En algún momento se afilió al PSOE. Y también en algún momento se adscribió a la Unión Progresista de Fiscales (UPF), que es, por así decir, la “izquierda” de la carrera fiscal. Años después fue su portavoz y en 2003 llegaría a presidirla.
Es muy fácil imaginar que allí, en la UPF o gracias a ella, Camacho trabó amistad con el fallecido ministro del Interior, el jurista leonés José Antonio Alonso, algo nada difícil dada la afabilidad de aquel hombre. Y Alonso era amigo, desde chaval, de José Luis Rodríguez Zapatero. Cuando los terroristas yihadistas reventaron los trenes de Madrid (11 de marzo de 2004), y el gobierno de Aznar enloqueció, y se puso a repartir mentiras a diestro y siniestro (trataban de convencer a la gente de que había sido ETA), Zapatero ganó las elecciones generales que se celebraron tres días después. Y puso de ministro del Interior a su buen amigo ‘Toño’ Alonso. Pues lo que hizo este fue nombrar nada menos que secretario de Estado de Seguridad (es decir, su número dos, su mano derecha) a aquel fiscal callado y con fama de eficaz, Antonio Camacho. Así fue como este hombre, destinado al Derecho, llegó a la política, por la que nunca sintió la irresistible atracción o el vértigo que sienten otros. Le encargaron un trabajo y él se puso a la faena. Ni más ni menos.
Lo que pasa es que el trabajo era muy difícil. Además del terrorismo islamista o salafista, que acababa de golpear en España como nunca antes, ahí seguía el problema de la mafia vasca, ETA, que estaba en plena decadencia pero que seguía en activo y con una gran capacidad de hacer daño. Ese era el trabajo de Camacho. El gris, el metódico Camacho.
El 11-M dejó claro que la estructura de Interior era como los gigantes que salen a la calle en las fiestas populares: de espectacular aspecto, pero hecha de papel. Había que cambiar muchas cosas. Camacho creó el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista y el Centro de Inteligencia contra el Crimen Organizado. Se incrementaron las plantillas de la Policía y de la Guardia Civil, que pasaron a estar bajo un mando único. Se intensificó extraordinariamente tanto la coordinación en el ámbito nacional como la cooperación y la comunicación internacional. Aquello empezó a funcionar, por fin, de otra manera. Camacho era capaz de poner paz entre policías y guardias civiles cuando estos discutían por una operación contra ETA… y conseguir que ni unos ni otros se enfadasen con él ni sintiesen celos porque el “jefe” parecía querer más a unos que a otros. Camacho era el tipo que decidía qué nivel de alerta antiterrorista había en el país o si procedía derribar o no un avión que entrase en nuestro espacio aéreo. Nada menos. Pero muy poca gente se había fijado en su cara.
Cuando dos años después, en 2006, José Antonio Alonso fue reemplazado por Alfredo Pérez Rubalcaba al frente del Ministerio de Interior, ocurrió algo inaudito, algo que no ocurre nunca: el nuevo ministro mantuvo en su puesto al “número dos” del equipo anterior, es decir a Camacho: aquel tipo larguirucho y desgarbado que tenía problemas para marcar en paso al son de una banda militar, y que no tenía ni idea de fútbol (Rubalcaba era un forofo contumaz), pero que había convertido la lucha antiterrorista en una fuente de éxitos. Muchos de ellos poco publicitados o ruidosos, sí, lo mismo que el propio secretario de Estado, pero indudables éxitos. Fue cuando la mafia vasca empezó a pasarlo verdaderamente mal.
Hizo más cosas. Viajó numerosas veces a los países africanos desde los que llegaban los inmigrantes de los cayucos (que son los mismos países que ahora mismo) y logró que ese número se redujese significativamente. Llegó a reunirse en Canarias (hablamos de 2006) con dos mil inmigrantes allí refugiados para explicarles que aquella no era la manera adecuada de llegar a un país, que el gobierno de España no podía aceptar eso. A la vista de lo que ha ocurrido desde entonces, no puede decirse que le hicieran mucho caso.
No llamaba la atención de casi nadie, pero de algunos sí. Camacho, el circunspecto y nada cacareante Camacho, se estaba convirtiendo en un problema por esa manía suya de hacer bastante bien las cosas que le pedían que hiciera. La estrategia de oposición del PP, que ya entonces iba “a saco”, decidió implicarlo en el llamado “caso Faisán”, un chivatazo en el que alguien del Ministerio del Interior avisó (digamos que presuntamente) a ETA de que su entramado de extorsión estaba perfectamente controlado y que les iban a detener a todos. Que aquello se supiese hizo muchísimo ruido, pero el juez ni siquiera llamó a declarar a Camacho: tan implicado en aquella engañifa no parecía estar…
Camacho estuvo en el secreto de aquella célebre “tregua trampa” de ETA, que parecía dispuesta a dejar de matar y robar definitivamente, pero que acabó con uno de los dos peores errores de la banda (el otro fue asesinar a Miguel Ángel Blanco) en toda su historia: el atentado de la T-4 en Barajas, en las navidades de 2006. Pero eran las boqueadas. El trabajo del tándem Rubalcaba-Camacho fue absolutamente decisivo para que ETA acabase por rendirse. Y Camacho, en una de las pocas entrevistas que concedió, lo dijo: “No es un cese de la violencia. Es una rendición. ETA ha sido derrotada por la Policía y la Guardia Civil”.
Pero cuando dijo eso ya era ministro. El desastre económico mundial que comenzó en 2008, unido a las torpezas de Zapatero para gestionar aquella crisis, acabaron con el “zapaterazgo”. En julio de 2011, Rubalcaba dimitió como ministro para preparar su candidatura a las elecciones generales que habían de celebrarse en noviembre, y a las que el ya exministro se presentaba con los ánimos con que Isaac, el hijo de Abraham, ponía la cabeza sobre la piedra para que lo degollasen. Pero el caso es que entre julio y noviembre hacía falta un ministro del Interior. Y pusieron a Antonio Camacho –¿a quién si no?– por recomendación del propio Rubalcaba. El antiguo fiscal se convirtió así en el ministro del Interior más breve de toda la democracia española, porque el PP de Rajoy logró una triunfal mayoría absoluta en las elecciones y Camacho tuvo que cederle la cartera a Jorge Fernández Díaz seis meses después de su nombramiento, sin haberle quitado prácticamente el plástico ni el precio al célebre maletín.
A alguien se le ocurrió, en aquellas elecciones, presentar a Camacho como candidato a diputado por Zamora. La vinculación de Camacho con Zamora era más o menos la misma que pueda tener Paquirrín con la Gramática Generativa Transformacional: más bien escasa. Sin embargo, salió elegido (el único diputado socialista que logró escaño por esa provincia) y se quedó sentadito en el Congreso durante tres años más, hasta que el 2014 decidió que ya estaba bien de hacer el indio y dejó la política (junto con el escaño) “definitivamente”. Eso sí: cumplidor como ha sido siempre, hizo muchos viajes a Zamora durante aquellos tres años y se empeñó en representar dignamente a los zamoranos en el Congreso. Otra cosa es que alguien se diera cuenta: ese ha sido el signo de su vida, que este hombre no hace ruido ni queriendo.
Pudo regresar a la carrera fiscal, pero prefirió ganar dinero. Seguramente hizo bien. Estuvo cuatro años como “counsel” (la traducción más aproximada sería “consultor”) en el bufete de la firma Pérez Llorca, uno de los grandes. Y después (en septiembre de 2018) se pasó a otros de los mejores despachos jurídicos de Madrid, Moreno Alarcón Abogados. Ha ganado varios casos importantes y, según se dice, ha seguido vinculado al gobierno (ahora de Sánchez) como “asesor jurídico”. Este penalista especializado en derecho económico podría haber aconsejado al Ejecutivo con la negociación de la tristemente célebre ley de amnistía a los secesionistas catalanes.
Pues bien: este hombre gris, eficaz, callado, cumplidor, discreto, fumador, melómano convicto y confeso, al que algunos motejan de vago sin que estén claros en absoluto los motivos, ha sido el elegido para defender a Begoña Gómez (la esposa de Sánchez) en las denuncias por corrupción y tráfico de influencias en su actividad profesional, que está investigando el controvertidísimo juez Juan Carlos Peinado a instancias de asociaciones de extrema derecha como Manos Limpias y Hazte Oír. La sola contratación del exministro ha puesto nerviosísimos a algunos locutores de radio contumazmente ultraderechistas, que inmediatamente han calificado de “nefasto” al hombre que más hizo para acabar con ETA en los últimos treinta años. Como suele decirse, algo tendrá el agua cuando la maldicen.
Pero el problema es otro. ¿Quién ha contratado a Antonio Camacho para defender a Begoña Gómez? ¿La propia interesada? No, el PSOE. El cliente no es, por tanto, Begoña Gómez sino, en última instancia, Pedro Sánchez. Y es cosa harto sabida que el abogado defiende siempre a su cliente; los demás tienen, para él, menor importancia. Peinado y Camacho ya se han sacado de sus casillas mutuamente, a propósito de este caso; y otra norma elemental de la práctica jurídica consiste en que el abogado nunca debe cabrear al juez. Por más que su señoría sea particularmente cabreante. O cabreable. No es el único ni mucho menos.
Está por ver la utilidad práctica de contratar al exministro Antonio Camacho para defender a Begoña Gómez. El caso, jurídicamente, sin duda es interesante. Pero tampoco hay muchas dudas de que, en este lance, lo que menos importancia tiene es el aspecto puramente jurídico. Otros son los lópeces, como dice el Diccionario de la Real Academia cuando se refiere a “algo que no tiene relación alguna con otra cosa, aunque parezca de su misma especie”.
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El éider común (somateria mollisima) es una especie de ave anseriforme de la familia de las anátidas, que habita en las regiones árticas y subárticas del planeta. Es, por decirlo claramente, un pato grande o un ganso pequeño que vive en Islandia, Laponia y el resto de Escandinavia, Canadá y singularmente en el mar Báltico, siempre cerca del agua. Ha sido muy estudiado en la diminuta isla danesa de Frederiksø.
Seamos claros: el éider no es un pájaro especialmente inteligente ni habilidoso, pero tiene la inapreciable virtud de la constancia y una gran capacidad de sacrificio. La hembra, que es la que más nos interesa, es un ave gris, seria, callada, poco llamativa y de aspecto más bien severo. Se alimenta básicamente de mejillones, es curioso. Cuando arregla su nido entre las rocas y pone los huevos (entre cinco y siete), se queda allí empollando, sin comer, hasta que nacen los eideritos. Todo eso es más o menos habitual entre las anátidas, pero la preocupación de la mamá éider es otra.
El peligro más grave para los éider son las gaviotas argénteas, que algunos llaman, no se sabe por qué, gaviotas peinadoras. Es un ave ruidosísima y oportunista, con muy mala leche y peores intenciones, que anda siempre en las inmediaciones del nido de los éider. A la menor oportunidad roba los huevos, pero no se limita a eso. Mamá éider sabe que la única posibilidad que tienen los pollitos de alimentarse es en el mar, pero del nido al agua suele haber un buen trecho lleno de rocas, arbustos pinchudos y hasta muros de piedra (jurídicos o no) de varios metros de altura que los eideritos tienen que saltar.
Y allí están las gaviotas peinadoras, suspendidas en el aire justo encima de los patitos, esperando que la madre se despiste un segundo para lanzarse sobre los recién nacidos, robarlos y comérselos. ¿Necesitan las gaviotas esa fuente de alimentación? La verdad es que no: a poca distancia tienen los vertederos, de cuya basura se alimentan millones de gaviotas en todo el mundo. Pero ellas van a por los pequeños éideres. Es para pensar que estamos ante un caso de odio personal.
¿Qué hace la éider madre? Pues su estrategia es simple: intenta distraer a las gaviotas haciendo todo lo que puede. Primero, poner a los patitos muy juntos y apretados. Y luego montar un cisco espantoso a base de saltos, revoloteos amenazantes, graznidos desaforados y todo lo que se le ocurra. Se fía de que las gaviotas son malas, pero no demasiado listas tampoco.
A veces sale bien. Otras veces no. Pero es un hecho irrefutable que el número de las gaviotas no deja de crecer, mientras que el de los éideres mengua poco a poco. Una vida difícil, la de estos patitos feos. Muy difícil.