Carlos Osoro Sierra nació en Castañeda, entonces provincia de Santander, hoy Cantabria, el 16 de mayo de 1945. Es el mayor de los tres hijos de Carlos, electricista, y de Eloísa: una familia humilde y creyente. Pero el primogénito de los tres hermanos no “nació para cura”, como suele decirse. No ingresó de niño en el Seminario Menor, como miles de chavales en aquella durísima España de la posguerra, porque sus familias sabían que así los libraban del hambre. Carlos Osoro parecía inclinarse por la docencia y así estudió Magisterio y “a distancia”, como él dice, Matemáticas. A los 19 años ya daba clase en el colegio de La Salle, de Santander.
Osoro es, por tanto, uno de los clérigos españoles que se ha ganado la vida en el mundo civil, aunque fuese durante poco tiempo, y que tiene una formación académica diferente de la eclesiástica, algo no muy frecuente en el clero español de su tiempo. De hecho tuvo novia formal, de las de casarse, y abandonó esa relación para entrar en el Colegio Mayor El Salvador, de Salamanca; este es un centro para “vocaciones tardías”. Cuando dijo en casa que se iba al Seminario hubo un disgusto, porque aquello significaba volver a empezar de cero. Pero lo aceptaron bien, sobre todo la madre. Osoro fue ordenado sacerdote cuando tenía ya 28 años, en julio de 1973. Fue en la iglesia de la Bien Aparecida, en Santander.
No saldría de su provincia natal, profesionalmente hablando, en más de veinte años. Osoro hizo en Cantabria una carrera que refleja muy bien su personalidad: es discreto, más callado que hablador, bondadoso, paciente y acomodaticio. No es ningún revolucionario ni profeta, que de esos, sobre todo profetas y savonarolas, ha habido siempre muchos; es más bien un “peregrino”, calificativo que le dio el papa Bergoglio y que usa Jesús Bastante en la espléndida biografía que escribió sobre él. Osoro se ha adaptado siempre, se ha mimetizado con el medio; brillaba solo cuando tenía que brillar. Tiene un buen humor algo forzado, como todos los tímidos esenciales, pero es más callado que hablador y más prudente que osado.
Pero es muy inteligente. Así, en Cantabria, se dedicó primero a la juventud, en su parroquia de Torrelavega. Más tarde, con el paso de los años, fue ocupando puestos de más responsabilidad: secretario general de Pastoral, vicario general, canónigo de la catedral de Santander, rector del seminario santanderino, deán, presidente del Cabildo catedral.
Parecía destinado a no salir nunca de allí, y desde luego a él no le habría importado. Pero en 1996 se produjo uno de los frecuentes movimientos “de fichas de dominó” en la Iglesia española: había que reemplazar al “eterno” obispo de Tuy-Vigo, José Cerviño, y el elegido fue el hasta entonces obispo de Orense, José Diéguez Reboredo, bastante más joven. ¿Y a quién ponemos en Orense? Pues Juan Pablo II, que de estas cosas se ocupaba poco, siguió seguramente el consejo del entonces presidente de la Conferencia Episcopal, Elías Yanes, y nombró a aquel “jovencito” de Santander, Osoro, que apenas tenía 51 años. Un hombre que parecía llevarse bien con todo el mundo y que no se moría por destacar. Era lo que se necesitaba.
La circunstancia se repitió seis años después. Había que reemplazar al veteranísimo Gabino Díaz Merchán, una de las leyendas de la Iglesia de la Transición, que llevaba al frente del Arzobispado de Oviedo desde 1969. El elegido, en 2002, volvió a ser Osoro. Esto demuestra su capacidad de adaptación al medio, porque en 2002 la Iglesia española ya estaba gobernada por la mano de hierro del cardenal gallego Rouco Varela; mano de hierro y también mano derecha del papa polaco en España. El hecho de que Rouco confiase en Osoro quiere decir muchas cosas.
Y siete años después, en 2009, ya con otro papa –Joseph Ratzinger– pero con el mismo “virrey” en España, que seguía siendo Rouco, la maniobra volvió a producirse… por tercera vez. En esta ocasión había que retirar al ya anciano y polémico arzobispo de Valencia, García Gasco, que llevaba 27 años allí. Y de nuevo Rouco y el Papa confiaron en Carlos Osoro, que parecía un hombre “del régimen”. Al menos del régimen de Rouco, ultraconservador y juanpablista a machamartillo. El arzobispo de Madrid y presidente de los obispos no habría confiado Valencia a un “sospechoso”. Y Osoro, para Rouco, no lo era.
Aquí hay que hablar de alguien cuya carrera eclesiástica se parece mucho a la de Osoro… pero varias décadas antes: Vicente Enrique y Tarancón, el inmenso cardenal de la Transición. Le sucedió casi lo mismo. Estuvo casi veinte años sin dar un ruido, en pleno franquismo, como obispo de la pequeña diócesis de Solsona. Luego lo llevaron a Oviedo. Todo bien. Cinco años después, el papa Pablo VI lo hace arzobispo de Toledo, que entonces era todavía un puesto importantísimo… al menos en cuanto a prestigio, ya que había dejado de serlo en lo que se refiere a poder efectivo. Y entonces el Papa, que había decidido alejar a la Iglesia española del agonizante y esclerótico franquismo, hace una rapidísima jugada y logra colocar a Tarancón, el bondadoso y cultísimo y conciliador Tarancón, al frente del arzobispado de Madrid y también de la Conferencia Episcopal Española. A partir de aquel momento, el régimen y sus seguidores consideraron al cardenal valenciano un traidor. Pero era lo que el Papa necesitaba. Lo mismo que el país.
Con Osoro las cosas no han sido tan dramáticas. Tras la abdicación de Benedicto XVI y la elección del argentino Bergoglio, el nuevo Papa tenía claro que había que acabar con el “rouquismo” y poner a la Iglesia española en el siglo XXI. El problema era que el episcopado español, tras quince años de tradicionalismo del cardenal gallego (interrumpidos brevemente por la elección de Ricardo Blázquez), era más gris que una mañana de niebla. Ya no había obispos intelectuales, brillantes, sobresalientes. Solo había obispos obedientes. Bien es verdad que no se trataba de una revolución, como la que protagonizó Tarancón, ni de evitar casi un cisma, que fue lo que tuvo que arrostrar el ilustre valenciano. Pero se gestaba una importantísima “primavera” que pretendía cambiar a la Iglesia entera. ¿Y quién fue elegido como “hombre de Francisco” en España?
Carlos Osoro. Los tradicionalistas bizquearon. “Pero si ese es de los nuestros”, parecían decir, “no de este argentino loco que ya veremos lo que dura”. Pues no. Francisco nombró a Osoro cardenal arzobispo de Madrid, que viene a ser lo mismo que nombrarle almirante del buque insignia de la flota, y se las arregló para que Juan José Omella, un turolense a quien había hecho arzobispo de Barcelona, dirigiese la Conferencia Episcopal, auxiliado muy de cerca por Osoro.
Ahí volvió a brillar el clérigo santanderino. Sobre todo en las formas. Se acabó la “misa de las familias” de fin de año, una concentración encomendada a los “kikos” que se había convertido casi en un acto de la extrema derecha. Se acabó la “corte” de lacayos del anterior arzobispo, que fue sustituida por un organismo consultivo y con capacidad de decisión. El suntuoso ático de 400 metros cuadrados de Rouco contrastaba con el sencillo apartamento, cedido por una religiosas, donde se instaló su sucesor, Osoro. Adiós a las manifestaciones callejeras contra el gobierno, al ordeno y mando, al autoritarismo y a la prepotencia. La “primavera” de Francisco llegó a España, y sobre todo a Madrid, de la mano de Carlos Osoro. Quién lo habría pensado, dirán los tradicionalistas. Lo mismo que pasó con Tarancón.
Pero la Iglesia española tiene hoy dos problemas que apenas se conocían cuando Osoro y Omella se pusieron al frente de la nave. Uno, gravísimo, es el de los casos de pederastia y abusos sexuales a menores de los clérigos, que no dejan de aparecer y que están desacreditando a la milenaria institución como nunca antes en siglos. El otro es el de la codicia de determinados curas y prelados, que han abusado descaradamente de las famosas “inmatriculaciones” de bienes y edificios que no les pertenecían. Osoro ha sido de los primeros clérigos españoles en denunciar casos de curas abusadores. Su actitud en este asunto es inequívoca. Pero quizá ahora, con la marea creciente de denuncias, haga falta algo más que una luz en la oscuridad para resolverlo.
El cometido de la luciérnaga
Luciérnaga (Lampyridae) es el nombre común que recibe una enorme familia de coleópteros polífagos, los lampíridos, que engloba a más de 2.000 especies y que está presente en gran parte del mundo, sobre todo en las regiones cálidas, templadas y húmedas de Europa, Asia y América. Esto quiere decir que la pequeña luciérnaga, sobre ser un insecto, es un escarabajo, pero no está bien decírselo a las propias luciérnagas porque quizá se sientan humilladas.
La mayoría de las luciérnagas son de color marrón oscuro o negro. Muchas tienen, justo detrás de la cabeza, una mota de color púrpura o morado, que puede volverse roja si al animalito le hacen cardenal. Pero son insectos que a la luz del día, y durante buena parte del tiempo, no llaman la atención en absoluto. Pasan inadvertidos. Tú los ves y ni se te ocurriría pensar que son luciérnagas.
Porque su característica más singular solo se muestra de noche. Es la bioluminiscencia. La luciérnaga es capaz de emitir luz. En determinados momentos, como por ejemplo durante el cortejo o en las noches oscuras del alma, en el abdomen negro de la luciérnaga entran en acción unas células llamadas fotocitos, que emiten una luz brillante y fría. Esto se consigue gracias a la interacción de dos compuestos químicos, la luciferina y la luciferasa. ¿Ven? Otra cosa que no hay que decirles a las luciérnagas: que emiten luz gracias a la luciferina y a la luciferasa, porque quizá se entristecerían grandemente y lo considerarían una ofensa.
Las luciérnagas, por tanto, emiten su luz cuando más falta hace. Ese es su cometido. Pero están extinguiéndose. La razón es el aumento de la contaminación lumínica. Hay demasiada gente que emite luz artificial, chillona, prepotente y agresiva, ya sea desde áticos de lujo o desde palacios, cargos, canonjías, lo que sea. Eso impide la comunicación entre las luciérnagas: no se ven entre ellas, no se relacionan y no pueden crear la siguiente generación. Cabe pensar que, en no pocos casos, esa contaminación lumínica artificial y artificiosa que impide el progreso de las luciérnagas es algo premeditado. Cómo saberlo. Pero eso sí que es un problema, y no el asunto bobo de la luciferina y la luciferasa.