España

Irene Montero y la verbosidad de la cacatúa blanca

Educada en la disciplina del Partido Comunista, Irene Montero lo tenía todo a favor para ser lo que fue: una apparatchik de pata negra, una ortodoxa total, una defensora de la jerarquía establecida

  • Irene Montero y la verbosidad de la cacatúa blanca

Irene María Montero Gil nació en el barrio de Moratalaz (Madrid) el 13 de febrero de 1988. Es la única hija de sus padres, Clemente Montero (ya fallecido) y Adoración Gil, que proceden ambos del pueblecito de Tormellas, en la provincia de Ávila, en la sierra de Gredos: uno de los típicos ejemplos de la España vaciada. Él se dedicaba a las mudanzas; ella, a la educación. Una pareja progresista y comprometida que decidió matricular a la niña en un colegio de los que hay pocos: El Siglo XXI, de Moratalaz. 

Este centro, nacido en los 60, es creación de un grupo de obreros que querían para sus hijos una educación alejada de los patrones eclesiásticos y conservadores habituales. Era (y sigue siendo) un colegio anticapitalista, abierto, popular, laico, participativo, basado en las teorías pedagógicas del francés Célestin Freinet. Muchas veces no había libros de texto en clase, se debatían temas de actualidad (desde la razón de las huelgas a la defensa de la enseñanza pública) y todas las decisiones posibles se tomaban en asamblea. Irene Montero ha reconocido después la enorme importancia que tuvo para ella aquel sistema educativo que, en algunas cosas, recuerda al de Ferrer i Guàrdia.

Disfrutó mucho en “El Siglo”, como se le conoce. Pronto quedaron claras algunas cosas. La niña Montero Gil era muy inteligente, muy despierta. Tenía una gran capacidad de organización. Madera de líder. Y, como recuerda algún antiguo alumno, hablaba mucho. Pero mucho. Muchísimo. Interiorizaba las enseñanzas, las ideas que recibía, lo que leía donde fuera, y en las asambleas escolares las soltaba a la velocidad de una ametralladora, una tras otra.

Hizo el bachillerato en otro colegio concertado (laico) del barrio madrileño de La Estrella, el Montserrat. Irene se afilió a las Juventudes Comunistas de España a los 15 años, en 2003; un momento en que el PCE, dirigido por Francisco Frutos tras los diez años de califato de Julio Anguita, se estaba desliendo en Izquierda Unida, del que ya apenas era una corriente más. 

Organizada y metódica, estudiosa hasta los límites del empollonismo (su expediente escolar es muy brillante) y con una gran capacidad de trabajo, hizo Psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Antes incluso de licenciarse (eso fue en 2011) se fue casi medio año a Chile para ampliar estudios, pero sobre todo para participar en marchas ciudadanas, movimientos estudiantiles y protestas diversas. Trabajó como dependienta en una tienda de electrodomésticos. 

En mayo de 2011 se produjo en España el movimiento del 15-M, con numerosas acampadas de protesta en muchas ciudades, sobre todo en la Puerta del Sol de Madrid. Irene Montero –no faltaba más– se apuntó a aquello inmediatamente. Fue la génesis de lo que luego sería Podemos y más tarde Unidas Podemos. Y ahí empezaron a suceder cosas difíciles de entender en la vida de Irene Montero. Comenzó su tesis doctoral (un trabajo sobre inclusión educativa) en 2012, pero nunca lo terminó por su “compromiso político”: participar en asambleas, reuniones y proyectos (donde seguía hablando muchísimo) le llevaba casi todo su tiempo y no sacaba horas para estudiar y redactar su tesis. Luego le concedieron una beca nada menos que para la Universidad de Harvard (EE UU), para proseguir su formación, pero también la rechazó: prefería su “compromiso político”. Seguramente se contarán con los dedos de una oreja las personas a las que han ofrecido una beca para una de las mejores universidades del mundo y han dicho que no, que preferían dedicar su tiempo a dar doctrina –abundantísima, interminable– en las reuniones de Podemos.  

Fue activista muy señalada en causas combativas, como la lucha contra el Plan Bolonia o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Conoció a Pablo Iglesias Turrión en 2014, cuando fue invitada como activista a La Tuerka. Desde entonces han estado a mayor o menor distancia, pero nunca se han separado. En noviembre de 2014, Montero entró en el Consejo Ciudadano de Podemos, que entonces era la fuerza emergente y aparentemente irresistible de la política española (en tres años irrumpiría Vox), y de inmediato empezó a dirigir el gabinete del líder, Iglesias. Se convirtió en su mano derecha.

Educada en la disciplina del Partido Comunista, Irene Montero lo tenía todo a favor para ser lo que fue: una apparatchik de pata negra, una ortodoxa total, una defensora de la jerarquía establecida y, al decir de alguno de sus compañeros de entonces (Luis Alegre), una conspiradora habilísima y redomada que carecía de piedad cuando se trataba de acabar con un enemigo, un rival, un errejón, un tibio o cualquier otro compañero de partido sospechoso de deslealtad al líder. En las consabidas reuniones, asambleas, círculos y grupos participativos, Montero seguía hablando y hablando interminablemente, pero día tras día iba quedando más claro que le reventaba, y cada vez más, que le llevasen la contraria. En eso sí había cambiado desde las asambleas escolares del colegio El Siglo.

Iglesias, con el paso de los años, fue descabezando uno por uno a todos sus camaradas de la primera hora, como manda la tradición de los partidos comunistas desde los tiempos de Lenin. La única excepción, o casi la única, fue Irene Montero, que apoyó sin reservas al líder en todas y cada una de las numerosas noches de San Bartolomé que ha vivido la formación morada. 

Hoy, en Podemos, nadie habla de Tania Sánchez. No existió. Quien fuera pareja de Pablo Iglesias a mediados de la década de 2010 fue borrada de la memoria del partido, lo mismo que Stalin hacía retocar las viejas fotos de grupo para borrar a los que se iba cargando. Los textos canónicos actualmente vigentes afirman que, hacia 2015, Montero comenzó una “discreta relación de pareja” con Iglesias. Tienen tres hijos, dos hipotecas –con lo que une eso– y un célebre chalé en Galapagar (Madrid), que supuso una de las peores celliscas mediáticas y políticas que se han abatido sobre Iglesias y Montero –los creadores de la expresión “la casta”– en toda su vida.

Irene Montero tomó posesión de un escaño de diputada en el Congreso, por primera vez, en enero de 2016. No ha dejado la Cámara hasta hoy. Ha sobrevivido a todos los cambios, ajustes (también de cuentas), metamorfosis, divisiones, reagrupamientos, refundaciones y renombramientos, vistalegres, éxitos y deterioros del partido, siempre al lado del líder Iglesias. Cuando sustituyó al hereje Errejón como portavoz del Grupo Parlamentario, la Cámara se quedó sin habla: de pronto todo el mundo se dio cuenta de cuánto, cuantísimo hablaba aquella mujer, y sobre todo a qué velocidad. Como dijo un diputado del PSOE, “no para ni para respirar; esta es de las que vienen respiradas de casa”. O lo que dijo el propio Pablo Iglesias: “Vomita las palabras (…) Al final un buen político es el que no se calla nada, aunque los problemas no tengan que ver con ellos”. Y eso es verdad. Irene Montero no se calla absolutamente nada. Su verdadero problema consiste en que con frecuencia no acierta a terminar una intervención, porque padece del síndrome Pilar Rahola: cuando llega al final del argumento, parece que salta un resorte y vuelve a empezar, por si había alguna duda. Así las veces que haga falta.

Su asombrosa verbosidad, célebre en las entrevistas de radio y televisión, y también proverbial cada vez que hay un micrófono cerca, le ha jugado alguna mala pasada. Cuando le preguntaron su opinión sobre el polémico traslado de unas obras de arte del monasterio de Sijena (Lérida) a Aragón, Montero habló, y habló, y siguió hablando, pero nadie entendió lo que dijo por la sencilla razón de que no había dicho, en realidad, nada. Quizá no tenía –cosa rarísima en ella– opinión formada sobre el asunto. Y se limitó a parlotear. Los chascarrillos en la prensa y en las redes sociales se contaron por cientos. Fue cuando un poeta andaluz echó a rodar aquel versito que se hizo famoso: “Parlanchina, entrometida, / famosa en el mundo entero, / es del todo insoportable / la señorita Montero”.

Irene Montero fue nombrada ministra de Igualdad en enero de 2020, en la cuota que correspondía a Podemos en el gobierno de coalición presidido desde entonces por Pedro Sánchez. Desde entonces ha impulsado dos proyectos de ley. Uno es la Ley Orgánica de Garantía de la Libertad Sexual (conocida por “Solo sí es sí”) y otra ley en favor de la igualdad de las personas transgénero y garantía de los derechos LGTBI. 

Ahora anda de nuevo en lenguas porque el Consejo de Ministros se ha puesto por fin de acuerdo en la tercera reforma del derecho al aborto, tras la ley de 1985 y las sucesivas reformas de 2010 y 2015. En esta nueva modificación se regresa a la edad de 16 años como límite mínimo para tomar la decisión de abortar sin permiso paterno y se introducen cosas nuevas como la salud y el dolor menstruales. También se deja clara la oposición (y la persecución) a los vientres de alquiler, entre otras medidas.

Son medidas controvertidas cuya discusión llevará mucho tiempo, pero para algo sí han servido: la ministra Montero, que parecía mohína y aliquebrada desde que Pablo Iglesias se cortó la coleta (literalmente) y dejó la política tras ser electoralmente alanceado por Isabel Díaz Ayuso, vuelve a las primeras páginas, regresa a los micrófonos y da rienda suelta, de nuevo, a su verbo fácil, abundante, pródigo, caudaloso y tsunámico, sea lo que sea aquello de lo que esté hablando.

¿Ven qué fácil es hacer feliz a alguien?

La verbosidad de la cacatúa blanca

La cacatúa blanca (cacatua alba) es un ave prensora psitaciforme de la familia de las cacatuidas, que son primas de los loros pero que no son loros. Este pájaro es endogámico de algunas islas del archipiélago indonesio y de las Molucas septentrionales, y habrá que repetir (esta frase la ponemos casi cada semana) que está en serio peligro de extinción.

Se caracteriza por su plumaje blanco y su penacho amarillento. Es un pájaro, por tanto, muy bonito, y esa es su perdición: es muy codiciada como mascota. Hay seguramente más cacatúas blancas metidas en jaulas, en numerosos países, que en libertad, allá en las islitas de Indonesia.

Pero hay otra cosa que caracteriza a la cacatúa blanca, y esta no es tan agradable: su voz. No es especialmente agria ni desagradable. Ese no es el problema, las hay peores. Tampoco tiene la costumbre de imitar sonidos ajenos, como hacen algunas especies de loros, de los que decimos que “hablan”. Entonces ¿qué le pasa?

Pues que no calla. No calla. No calla. Quien haya convivido con una cacatúa blanca sabe esto muy bien. Será por genética, por aburrimiento, porque tenga muchas cosas que decir, por disciplina de partido o por lo que rayos sea, pero la cacatúa blanca es –por decirlo suavemente– una pesada de las de tres aspirinas. Graznido va y graznido viene (parece tener un catálogo de sonidos, o si se prefiere un vocabulario, bastante extenso), la cacatúa puede estarse horas enteras dando la murga. Levanta dolor de cabeza hasta a las personas que pueda haber pintadas en los cuadros de la salita. Es horrible. Está graznando o piando, muchas veces a intervalos regulares (esto sí que es una tortura), prácticamente todo el tiempo que no está durmiendo. Y duerme muy poco.

Lo peor del asunto es que nadie sabe qué puñetas dice, qué quiere, qué le pasa. Te mira de hito en hito y vuelve a empezar. Con mucho convencimiento, eso sí.

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